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Opinión

Entiéndalo: la Convención no es una empresa

Por: Rodrigo Mayorga | Publicado: 16.08.2021
Entiéndalo: la Convención no es una empresa |
Además de falaz, la comparación entre Convención y empresa es peligrosa. Las empresas funcionan con el objetivo de generar utilidades (las ganancias que se obtienen cuando el valor final de un producto es mayor a los costos para producirlo). Lo anterior, lógico en el ámbito empresarial, no lo es necesariamente en la actividad legislativa. Como sociedad, a lo que debiésemos aspirar no es a tener las leyes “con mejor relación costo-beneficio” sino simplemente aquellas más beneficiosas. Esto, por una razón muy simple: porque el proceso legislativo no busca producir “utilidades” en el sentido empresarial, sino que resultados finales que aporten a nuestro bienestar colectivo. El pago de asesores expertos, por ejemplo, no busca que estos hagan el trabajo de los legisladores, sino sumarle aún más valor al producto de este trabajo. Si lo anterior es cierto para las leyes, mucho más lo es respecto a una Constitución.

Los dineros de la Convención han sido sin duda un tema sensible. Puedo dar fe de ello: dirijo una organización dedicada a luchar contra la desinformación y los discursos del miedo, y nunca habíamos recibido tantos ataques como cuando explicamos las diferencias entre sueldos y asignaciones. Al explicar por qué son necesarias estas últimas, una reacción tendió a repetirse: “¿Por qué hay que pagar asesores a los constituyentes? En cualquier empresa, a uno no lo contratan si no sabe hacer su trabajo”. El símil entre la Convención y una empresa no es de extrañar en un país donde las lógicas economicistas suelen formar parte del debate público; el problema es que se trata de una comparación falaz, a la vez que peligrosa.

La comparación es engañosa, pues presenta a los y las constituyentes como carentes de las competencias y conocimientos necesarios para hacer su trabajo. “Si los tuvieran”, continúa esta comparación, “no tendrían para qué pagar asesores externos”. Lo cierto es que esta lógica, intencionadamente o no, omite cuál es ese “trabajo” que los convencionales deben cumplir. Al igual que los parlamentarios, la labor de los constituyentes es la de representar a sus electores. Para ello, no requieren de conocimientos especializados, sino que de un mandato: el de llevar las voces de sus representados a un espacio de deliberación colectiva. Desde esa perspectiva, y en la medida en que la Convención es uno de estos espacios de deliberación política, el criterio “empresarial” para juzgar a los convencionales sería si logran cumplir adecuadamente con la labor para la que fueron elegidos. Es decir, si representan fielmente o no las posturas y miradas de aquellos que votaron por ellos, y no si son expertos en todos los temas que allí se discuten (alerta de spoiler: ni la persona más “experta” podrá serlo en educación, salud, organización del Estado, y todos los demás tópicos que son abordados por una Constitución).

Además de falaz, la comparación entre Convención y empresa es peligrosa. Las empresas funcionan con el objetivo de generar utilidades (las ganancias que se obtienen cuando el valor final de un producto es mayor a los costos para producirlo). Lo anterior, lógico en el ámbito empresarial, no lo es necesariamente en la actividad legislativa. Como sociedad, a lo que debiésemos aspirar no es a tener las leyes “con mejor relación costo-beneficio” sino simplemente aquellas más beneficiosas. Esto, por una razón muy simple: porque el proceso legislativo no busca producir “utilidades” en el sentido empresarial, sino que resultados finales que aporten a nuestro bienestar colectivo. El pago de asesores expertos, por ejemplo, no busca que estos hagan el trabajo de los legisladores, sino sumarle aún más valor al producto de este trabajo. Si lo anterior es cierto para las leyes, mucho más lo es respecto a una Constitución.

Comparar a la Convención Constitucional con una empresa no sólo es un error conceptual. Es también un error práctico y con consecuencias potencialmente catastróficas: sacrificar parte o todo el valor final de nuestro texto constitucional por unas “utilidades” que no existen. Una comparación así no sólo nos confunde, sino que nos aleja de la discusión más importante que debiéramos estar teniendo respecto a esto: la de cómo garantizar que todo aquello que se gaste vaya por completo a incrementar el valor de la nueva Constitución que nos daremos como ciudadanía.

Rodrigo Mayorga
Historiador y antropólogo educacional. Académico de la Universidad Católica. Director de Momento Constituyente.