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Opinión

¿Quién quiere ser Presidente?

Por: Cristián Zúñiga | Publicado: 28.08.2021
¿Quién quiere ser Presidente? |
En una sociedad plagada de emprendedores, donde el espíritu del “negocio redondo” y la máxima del “quiero mi cuarto de libra ahora” parecen mover los hilos invisibles de nuestras existencias, la política no podía quedar fuera del gran mall posmoderno. Es más: la habilidad del mercado generó hasta un relato para ir colonizando la mentalidad del cliente (votante). La receta es sencilla: te haces llamar independiente, antipolítico, justificas tu falta de ideología copiándole citas a Yuval Harari o incluso revisando tutoriales hechos por ex candidatos gringos, luego te anidas en un programa televisivo de trasnoche o como panelista de algún matinal. De ahí a juntar las firmas y echar a andar la máquina, donde, por supuesto, nada tienes que perder y mucho que ganar, y la franja y debates televisivos pasen a ser el gran momento para seducir a tus potenciales clientes. A diferencia de los candidatos que representan a partidos, los independientes no requieren de cumplir procedimientos internos propios de estructuras políticas que están sometidas a permanentes sistemas de control y transparencia.  

Esta semana la condición posmoderna ha develado un nuevo rasgo, una pulsión similar a la del consumo exacerbado, misma que nos ubica como uno de los países que, luego del desconfinamiento, más ventas presenciales ha generado en el continente (sólo en julio las ventas en la Región Metropolitana crecieron un histórico 117,2%). Se trata de la pulsión electoral y ataca preferentemente a personalidades narcisas, quienes, aprovechando el actual caos institucional, han hecho valer aquel anhelo republicano en el que cualquier ciudadano que cumpla con los requisitos mínimos exigidos por la ley puede ser candidato a la Presidencia de la República. Por supuesto que esta pulsión, como todas, surge desde una carencia que motoriza de manera desmedida al deseo humano en una carrera hacia una meta momentánea. Antes de que Marx planteara que el motor de la historia era la lucha de clases, Hegel había diagnosticado uno de los rasgos más evidentes del sujeto moderno: el deseo de reconocimiento (“el motor de la historia es el deseo de reconocimiento”). El deseo por ser reconocido por la comunidad y la historia ha sido uno de los propulsores fundamentales de las carreras políticas durante la modernidad chilena y ha inspirado las grandes empresas colectivas de izquierdas, derechas y socialdemocracias. Es así que los proyectos colectivos, inspirados desde mamotretos ideológicos o papers de la Cepal o el PNUD, generaron carreras políticas en que la consecuencia ideológica, la perseverancia partidista y la virtud para ejecutar el llamado “arte de la política”, determinaban las personas que accederían al poder del Estado. Más allá de sus errores y aciertos, nuestro país ha gozado de una tradición en la que sus mandatarios civiles han sido personas con trayectorias políticas de años en sus respectivos partidos o coaliciones.

Sin embargo, hoy, en lo que parece ser la medianoche de la modernidad, donde el mercado ya ha superado ideologías, religiones y tradiciones, cualquier ciudadano con acceso al rating televisivo o de redes sociales puede proponerse juntar las firmas necesarias para instalarse en la papeleta presidencial y, por ende, acceder al debate público, franjas televisivas y al suculento premio de las platas que el Estado otorga por cada voto emitido. Este último punto –que hasta hace poco parecía un tema tabú, o que no gustaba de ser conversado por el amplio espectro de candidaturas políticas (para eso estaban los administradores de campañas)– aparece hoy como un gran foco que alumbra medio a medio las reales motivaciones de aquellos llaneros solitarios de la política: esos personajes que han predicado hasta al cansancio la independencia partidista como una virtud moral y que, sin miedo al ridículo o a caer en las más descaradas contradicciones, luchan por llegar a la papeleta presidencial como quien aspira a obtener una patente de restaurante o la adjudicación de una licitación pública.

Y es que una vez inscrita y ratificada por el Servel, una candidatura presidencial puede optar a solicitar un crédito bancario (crédito Servel) con el cual podrá financiar su campaña publicitaria, comunicacional, audiovisual y también sus movimientos logísticos. El Estado otorga un aproximado de $ 1.200 por voto emitido, para lo cual esa candidatura deberá rendir facturas relativas a los gastos mencionados (de seguro más de algún mal pensado ya estará imaginando agencias y productoras asociadas a algún candidato). Es probable que la banca otorgue créditos más suculentos a aquellos candidatos que ya llevan más de una campaña en el cuerpo. Pero, de igual manera, quienes no logren acceder a dicho préstamo, luego rendirán, factura en mano, ante el Servel para su correspondiente devolución de gastos. Sólo a modo de ejemplo: si Franco Parisi obtuviera los mismos 666.015 votos de su incursión presidencial del año 2013 podría llegar a recibir la suma de $ 799.218.000 millones por parte del Estado.     

En una sociedad plagada de emprendedores, donde el espíritu del “negocio redondo” y la máxima del “quiero mi cuarto de libra ahora” parecen mover los hilos invisibles de nuestras existencias, la política no podía quedar fuera del gran mall posmoderno. Es más: la habilidad del mercado generó hasta un relato para ir colonizando la mentalidad del cliente (votante). La receta es sencilla: te haces llamar independiente, antipolítico, justificas tu falta de ideología copiándole citas a Yuval Harari o incluso revisando tutoriales hechos por ex candidatos gringos, luego te anidas en un programa televisivo de trasnoche o como panelista de algún matinal. De ahí a juntar las firmas y echar a andar la máquina, donde, por supuesto, nada tienes que perder y mucho que ganar, y la franja y debates televisivos pasen a ser el gran momento para seducir a tus potenciales clientes. A diferencia de los candidatos que representan a partidos, los independientes no requieren de cumplir procedimientos internos propios de estructuras políticas que están sometidas a permanentes sistemas de control y transparencia.

No cabe duda de que este actual escenario político representa a cabalidad el espíritu de nuestra época, un tiempo performativo, donde la vertiginosa circulación de ideas y símbolos adquieren formas que un día aparentan ser la tumba del capitalismo, pero al siguiente se presentan, en vivo para todo el país, como aquel poderoso fantasma que sigue haciéndose de todos los rincones de nuestra existencia.

Ya lo sabe: cuando alguna candidatura presidencial le parezca algo ilógica (de esas que ni siquiera son capaces de presentar listas parlamentarias), descarada (esos personajes que se han hecho al límite del fraude piramidal) o ridícula (personajes que inscribieron firmas con notarios muertos), piense en el negocio que pudiera significar ir, cada cuatro años, a disputar una elección (para perderla, más encima) y optar a hacerse de una suculenta cantidad de dinero para vivir tranquilo, pase lo que pase, con el gobierno que gane y con el país que vote. 

Cristián Zúñiga
Profesor de Estado. Vive en Valparaíso.