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Opinión

Derechos, escenas literarias y escenas políticas: la cosa cotidiana

Por: Karen Cravero y Nelson Rodríguez | Publicado: 29.08.2021
Derechos, escenas literarias y escenas políticas: la cosa cotidiana Jorge Teillier en la Union Chica | Foto de Álvaro Hoppe
Tal vez debemos considerar la precarización de la vida como el eterno subsole o subterra con el que Baldomero Lillo nos enseñó a entender la vida de los que la ciudad no ve; la vida de aquellos que siguen siendo sin voz porque la amenaza de quien le entrega el sustento para vivir deje de un momento a otro de entregarle el salario. ¿Tendremos que volvernos sordos al sonido de la picota melgando la tierra y la piedra? ¿Seguirán sonando las piedras en las murallas de metal que rodean hoy la Plaza Dignidad? ¿Seguirán niños golpeando el metal?

Hace algún tiempo, el Premio Nacional de Educación Abraham Magendzo proponía el concepto de ciudadano de derechos. De este modo, la invitación es a mirar a cada uno como un y una igual, por lo que estarían siempre dispuestos y dispuestas a comprometerse sobre las acciones que comprometen la defensa y cuidado de la propia dignidad. El énfasis en lo individual refiere a cómo cada uno y una es capaz de mirarse en y desde un suelo común compartido, sin que el mismo suelo o esa comunidad sea referida en función de exigir identidad. Se trata de los cuerpos que buscan en cada mirada encontrarse y construir territorios que los vuelven comunes.

Tal vez por eso nos sea necesario hablar de lo cotidiano cuando nos referimos al tema de los derechos o derechos humanos. Más allá de toda la carga semántica, jurídica, ontológica o ideológica que este concepto tenga, nosotras creemos que abrir el tema desde la conversación y desde lo cotidiano nos dispone a descubrir nuevos sentidos, nuevos territorios. Aunque sabemos que esta misma palabra tenga cierta oscuridad en lo práctico al menos, desde lo cotidiano, la conversación tiene la disposición de los cuerpos, para labrar y atravesar, desde el mismo espacio, los límites de la representación de un sentido y un territorio.

Quizás hoy nos sean cercanas y claras algunas escenas literarias para mirar nuestros derechos humanos y para acercarnos a mirar nuestras escenas políticas. Una escena literaria, lejos de ser algo meramente escrito, nos dispone a mirar y hablar de aquello que, a veces diciéndose, no alcanza a escucharse e incluso escuchándose y nos volvemos indiferentes. La literatura es la escritura que nos refiere siempre a mirar nuestras propias escenas cotidianas y encontrar el lenguaje para decir y vivir. De algún modo, además, la literatura nos advierte un modo de mirar un sentido o simbolizar un momento crítico o una situación de las que llamamos adversas. Claro está, de esas conversaciones que se asoman en nuestro cotidiano.

Lo cotidiano es la urgencia de hablar sobre los cuerpos puestos en cada escena y mirar los rostros que hoy vuelven a protagonizar las mismas. Nuestro cotidiano es el modo en cómo nuestros cuerpos buscan lenguajes para significar la vida y volver a sentirla desde la condición de sus derechos. Nuestro cotidiano es esa particular forma de necesitar ser un cuerpo suelo, de todo eso que ocurre allá afuera, para que en la serenidad del mirar se vuelve necesaria la fuerza de un relato o una narrativa que nos siga despertado en la dignidad de todos los días. Esa dignidad es por la que cada derecho es una forma de mirarnos, encontrarnos y cuidarnos.

De algún modo, creemos que la relación entre literatura y cotidiano nos permite abrir espacios en que pensar nuestra vida, nuestro ser ciudadanas de derechos, es un abrirse a la construcción de un relato o relatos, que a riesgo de estar fuera de todo margen canónico jurídico o filosófico se desplacen palabras hablando de situaciones, anécdotas, experiencias, sensibilidades y por las que la misma realidad se vuelve búsqueda y exploración. Como si esa forma de mirarnos, de hablarnos y ser-nos, nos ubica en alguna felicidad, por la que abrazarnos y seguir. Tal vez es esa misma felicidad que describe el poeta Jorge Teillier: escucho un leve deslizarse de remos en el agua/ y entonces creo que felicidad / no es sino un leve deslizarse de remos en el agua. La felicidad es los remos deslizarse sobre el agua, justo en el momento en que nos enteramos de que la sequía es irreversible y que su consumo nos sigue importando poco. Tal vez porque trasladamos esa forma de vivir en una poesía que no nos pasa, que no nos toca; sequía que no nos pasa, que no nos toca. La sequedad no importa, pues la defensa del agua seguirá siendo para algunos un tema de economía, y para la mayoría cuestión de románticos o ecologistas exagerados. ¿Alguien podría hoy sentir que la felicidad está en escuchar el sorbeteo de quien el agua le cuesta horas o días para su consumo?

Tal vez debemos considerar la precarización de la vida como el eterno subsole o subterra con el que Baldomero Lillo nos enseñó a entender la vida de los que la ciudad no ve; la vida de aquellos que siguen siendo sin voz porque la amenaza de quien le entrega el sustento para vivir deje de un momento a otro de entregarle el salario. ¿Tendremos que volvernos sordos al sonido de la picota melgando la tierra y la piedra? ¿Seguirán sonando las piedras en las murallas de metal que rodean hoy la Plaza Dignidad? ¿Seguirán niños golpeando el metal?

Recordar la bondad de la metáfora que titulara Gabriela Mistral: menos cóndor y más huemul. La carga simbólica, nos deja atados a la poco original tensión entre quiénes son los huemules o de quiénes son los cóndores. Por el sur desaparecen los huemules. La tierra se llena de industrias y rejas para el agrado y la mirada entre las ramas de quien contempla el devenir, la recordamos como una especie de ciervo desaparecida. Pero el cóndor se deja ver hoy en los altos del barrio o del barrio alto y hasta pueden comer desde los balcones; ¿Seremos capaces de convivir a sabiendas de que, entre la fiereza del ave rapaz y la fineza sensible de un ciervo, se abre el único espacio en el que todas podamos existir?

Allá entonces los de derecha, que quieren ser más de derecha, y los de izquierda enrostrando lo amarillo en lo que la fuerza de la juventud puede transformar. Cóndor o huemul, en las anquilosadas formas ya acabadas de una política sin gente. De masas que no se reconocen porque nunca se han mirado. Y por acá, los que creen que el centro, el justo medio, está burdamente en el medio. Tal vez no hay centro. Porque los ríos y cauces comienzan a hacer los caminos donde aparecerá un centro, ya no en su medida política, como la conocemos hasta ahora, sino por el convencimiento de lo que es justo. Y para eso es necesario abrir la conversación sin ataduras, ni condiciones, sino en la libertad que nos sugiere construir en dignidad.

Quizás la dignidad sea como el grito de ¡pikinini! Y, con la misma fuerza de aquellas madres que gritaron ¡pikinini, ¡pikinini! (niño, niñas; hijito, hijita, en lengua selknam) al verlos morir en manos de las milicias de estancieros y terratenientes de la zona austral, como nos recuerda el escritor José Miguel Varas en el cuento que lleva el mismo nombre. El proyecto Dominga es otro esfuerzo de devastación de la tierra. La tierra y nosotras seguiremos gritando ¡pikinini! mientras se siga ignorando a quienes construyeron y cuidaron la tierra en la que nos dejaron habitar. Así seguirán las políticas extractivistas destruyendo la tierra y todo lo que de historia nos dona y por la que hoy se recorren caminos de búsqueda, de encuentro y reconocimiento. ¡Pikinini! es la voz de quienes buscamos incansablemente, desde el silencio de una conversación hasta las consignas en las calles, el reconocimiento de las voces que hoy recorren nuestros cuerpos. Porque hay una fiesta: la alegría de defender lo que emerge como lo más propio: la tierra y los cantos ancestrales.

Gabriela Mistral nos recuerda la importancia de educar: niños, niñas y jóvenes que crezcan con la fuerza del eros, que abre a pasos serenos, tiernos, sin complacencias ni moralinas excluyentes o fundamentalistas. Niños y niñas, jóvenes que pecho a tierra descubren en esa relación la única verdad que los hace sensatos, sobrios, alegres, pues en el contacto con la tierra madre emanan el vigor y todas las excelencias (…) más que maestros entregando lecciones sin entusiasmo, en aulas o escuelas oscuras o maestros contagiando aburrimiento. Así, Gabriela Mistral nos recuerda la importancia de la escuela, el lugar propio del encuentro, del compartir, de la solidaridad, la tarea y el proyecto. Esa escuela que hoy, en la urgencia de volver a lo presencial, sólo atisba la fuerza de seguir siendo lápiz, cuaderno y pizarrón.

La escuela, la educación y nuestro país deben siempre mirar a nuestros niños y niñas como si fueran nuestros hijos. En una mirada tan apasionada como la de Teresa Wills Montt, en las que un hijo (una hija) no debe ser entregado a una juventud vieja, anquilosada. ¡Ah, los hijos! Habrá palabras para decirte cuál es la incomparable felicidad que ellos regalan con sus besos al corazón de la madre; ellos son bondad, son fuente de pureza. Con sólo verlos brota del alma un acto de contrición, así como brotan espontáneas las flores bajo la caricia del sol. Los hijos son el radioso lucero en la noche tormentosa de la vida. Si se van, o se mueren, jamás se les olvida; la ausencia y la muerte, no son capaces contra la gloria única de ese amor.

Se trata de una escuela que nos devuelve el espacio de encontrarnos, de descubrir que en el cotidiano, en la cotidiana conversación de un recreo, de un pasillo, de una aula, se tejen experiencias y relatos, con los que la historia vuelve a ser tierra fértil de palabras inaugurales, con las que tengamos inquietos a los sentidos, pues más allá de toda ley, norma o reglamento, el mirarnos, encontrarnos y reconocernos será siempre mirar nuestros derechos, con los que tensionar los márgenes de una vida que hoy no quiere volver a olvidar.

Karen Cravero y Nelson Rodríguez
Karen Cravero es coordinadora de RSU y DD.HH. de la Universidad Silva Henríquez. Nelson Rodríguez es académico de la Escuela de Filosofía.