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Opinión

Mentiras chilenas

Por: Carlos Cea | Publicado: 08.09.2021
Mentiras chilenas |
Declarar una patología distinta de la diagnosticada, obviamente es más que un artificio metonímico. Sigue siendo una mentira, y cada cual podrá asignarle mayor o menor gravedad. Probablemente lo más dañino no haya sido la declaración, sino el provecho obtenido a partir de eso y el haber sostenido durante años el infundio, salpicando a quienes confiaron en él. Pero si rastreáramos la mentira más contingente y descarada, invisibilizada para la opinión pública, hallaremos esa mentira muy cerca de quienes hoy rasgan vestiduras calculadamente en las tribunas de Edwards, Saieh y Luksic: y es que tenemos decenas de constituyentes que votaron «Rechazo una nueva Constitución» y luego se han dedicado a tiempo completo a sabotear desde adentro el trabajo de la asamblea. Y por ese sabotaje reciben remuneración fiscal. Ellos no sólo dicen mentiras. Ellos son una mentira.

Esta reflexión se relaciona con el tema de moda: el caso del enfermo imaginario, el Nuevo Garay, Neymar Chileno o el Nuevo Pinochet, como muchos sarcásticamente aluden al constituyente que no tenía cáncer, sino sida. Es negativo, y parece estar en nuestra idiosincrasia mentir sobre nosotros mismos para enaltecernos, dorar la píldora o conquistar puestos que no merecemos. Pero, más allá de los trastornos individuales del comportamiento, más allá de la ética defectuosa en su dimensión casuística, e incluso más allá del exitismo, que pueden motivar esos deslices, me parece interesante explorar el contexto, los estímulos ambientales y el sustrato de valores y creencias que permiten que esto ocurra.

Antes de que proliferaran las universidades privadas, conocí a muchas personas que, al no obtener el puntaje necesario para entrar a la universidad, estudiaron en politécnicos (mentirosamente llamados en Chile institutos profesionales). Una década después, me percaté de otro grupo numeroso que cursó carreras en universidades no acreditadas o en algunas que luego cerraron o se fusionaron entre sí. Pasó otra década y, navegando en Linkedin, me encontré al menos con una decena de conocidos que habían hecho continuidades de estudios en una universidad, y una vez obtenido el diploma, habían borrado de su currículum todo vestigio de su paso por academias de menor pelaje. Gracias a eso, accedieron a puestos gerenciales o a posgrados en el extranjero. También hasta el año 90, al menos, recuerdo que era imprescindible ocultar en tu currículum vitae si habías estudiado en un liceo fiscal, porque las plazas de trabajo bien remuneradas no eran accesibles si provenías de un liceo numerado.

Todos recuerdan la época previa a la Ley de Divorcio, cuando se pagaba a testigos falsos para obtener nulidades fraudulentas, tan sólo acreditando que el matrimonio se había efectuado en un supuesto domicilio incorrecto, pues la jurisprudencia chilena hipócritamente dictaminó –como solución a la ilegalidad del divorcio– que ese mero detalle bastaba para anular cualquier casorio legal, quedando así como nunca efectuado. Todos saben también por qué proliferaron la(o)s hija(o)s de uniformados viviendo en concubinato, ya que eso les permite seguir cobrando una mensualidad como cargas en Capredena.

Todos saben que la condición para poder matricular a sus hijos en un colegio católico era «solicitar» clases de religión, además de ocultar si estabas separado(a). Todos decían que la policía chilena no era corrupta. Que no sea proclive a los sobornos, es real; que no cometa abusos o no persiga a quienes no les dan consumo gratis, es mucho más discutible.

Se miente incluso con la Independencia de Chile al celebrarla el 18 de septiembre (fecha en que se realizó un cabildo en nombre del rey de España para cuidarle sus dominios mientras él negociaba con Napoleón para que lo liberara y así emprender la Reconquista). La independencia comprobable se logró ocho años después. Y la verdadera Independencia todavía no ha llegado.

Todas estas formas de mentira normalizada tienen que ver con arribismo, exitismo e hipocresía. Pero hay un trasfondo adicional, que es el contexto y el espíritu de la época. Rojas Vade fue diagnosticado de sida el mismo año en que murieron Ricarte Soto y la pequeña Emilia S. F. (Daniel Zamudio había sido asesinado recientemente). La homofobia y la desprotección eran abismantes. En los tres casos, las leyes llegaron tarde, siempre en reacción a muertes espantosas y evitables, o dignas de cuidados paliativos al menos.

Si de algo sirve que un personaje público haya abrazado una causa asociada a una enfermedad distinta de la que él padecía, posiblemente es contribuir a la mejora en las condiciones de acceso a tratamiento para quienes padecen cáncer, además de no tener que esperar muertes mediáticas y trágicas para legislar. Declarar una patología distinta de la diagnosticada, obviamente es más que un artificio metonímico. Sigue siendo una mentira, y cada cual podrá asignarle mayor o menor gravedad. Probablemente lo más dañino no haya sido la declaración, sino el provecho obtenido a partir de eso y el haber sostenido durante años el infundio, salpicando a quienes confiaron en él. Pero si rastreáramos la mentira más contingente y descarada, invisibilizada para la opinión pública, hallaremos esa mentira muy cerca de quienes hoy rasgan vestiduras calculadamente en las tribunas de Edwards, Saieh y Luksic: y es que tenemos decenas de constituyentes que votaron «Rechazo una nueva Constitución» y luego se han dedicado a tiempo completo a sabotear desde adentro el trabajo de la asamblea. Y por ese sabotaje reciben remuneración fiscal. Ellos no sólo dicen mentiras. Ellos son una mentira.

Carlos Cea
Escritor y docente. Vive en la ribera sur del río Biobío.