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Opinión

Convivir con el pasado

Por: Francisco Martín Cabrero | Publicado: 14.09.2021
Convivir con el pasado Estatua de Colón retirada en Ciudad de México |
Por eso es tan importante la forma que vamos dando al pasado, a todos los pasados que laten en la historia, a las historias todas que en la ciudad conviven. Es ahí donde Ciudad de México quiere hoy hacer justicia: no tanto contra Colón, aunque a muchos eso mismo no desagrade, sino contra una historia hegemónica que no ha sabido dar voz a las historias de cuantos en pasado fueron humillados y ofendidos. No importa mucho ahora quién humilló y ofendió, dejemos eso para luego, sino quiénes lo fueron, quiénes estuvieron debajo y padecieron, es decir, que lo que ahora más importa sea dar inicio a una suerte de restitución de justicia capaz de mirar de manera responsable a la creación de una nueva memoria ciudadana en la que todos –sin exclusión– tengan sitio y puedan reconocerse sin sentir como agobio, como humillación u ofensa, el peso que a cada cual llega del pasado.

Ha sido noticia la reciente decisión del gobierno de Ciudad de México de sustituir la estatua de Cristóbal Colón con la de una mujer indígena de cultura olmeca. La jefa de gobierno, consciente de lo espinoso del problema de las estatuas que celebran la llegada de los españoles al Nuevo mundo, se aprestó a declarar que no se trataba de “cancelar la historia” sino de hacer “justicia social”. Sus declaraciones merecen reflexión y respeto. Porque enseguida se desmarcan del pathos populista que a veces acompaña a las protestas contra las estatuas de los últimos tiempos, en general surgidas como de una costilla del movimiento Black Lives Matter, y traza un perímetro de discusión adecuado al problema.

Por lo demás, la noticia completa es que Colón no será retirado, sino cambiado de sitio, con lo que se deja claro, o se pretende, que no se trata de borrar el pasado, sino de encontrarle un lugar adecuado, cónsono, acaso justo o más justo, con las varias sensibilidades de nuestro presente. Y es que convivir con el pasado no es nada fácil. Primero porque, sin tener que llegarnos hasta Heráclito con citas eruditas, la naturaleza humana no es algo dado de una vez por todas, sino un puro devenir en el que como un río con la corriente vamos cambiando (y no siempre para mejor, claro, aunque ese sea el verdadero desafío). Y siendo esto así hay que aceptar de buen grado el hecho de que la historia también cambie, que cambien las interpretaciones de los hechos y las narraciones que les dan forma y acompañan. Es algo perfectamente natural: piénsese cuánto cambia nuestra propia historia individual –en contenido y en forma– cuando sobreviene un desafecto, una amistad truncada, un amor terminado. Ortega y Gasset decía que el hombre no tiene naturaleza sino que tiene historia, y quería decir que el hombre (y la mujer y demás casos de lo humano) no es algo dado, sino que se va haciendo. Como la historia, siempre en proceso de hacerse y rehacerse, siempre cambiando, no tanto para ajustarse a la verdad de los hechos (que también, si se puede y llega el caso), sino sobre todo para adecuarse a ese permanente cambio nuestro que somos a lo largo del tiempo.

Suele decirse, aunque cambian los énfasis, que hay un pasado común entre América y España. No es cierto, no nos engañemos. Lo común son los hechos, pero el caso es que esos mismos hechos pasaron de manera distinta, es decir, se vivieron de muy distinto modo y es muy otra la manera en que pesan o se pesan. Si el pasado es lo que se padece, el padecimiento fue sin duda bien distinto. De la misma manera que fue distinto también ese mismo pasado padecido entre los distintos grupos del mosaico humano que es América Latina (españoles, europeos, criollos, indios varios muy distintos entre ellos, negros, mestizos y las respectivas descendencias de todas las posibles variantes). Las historias nacionales son signo de la varia hegemonía que se ha sucedido en el mosaico, y eso es algo que se ve, pero no es que lo que no se ve o deja de verse haya desaparecido. Queda, sin duda, y pesa, y eso que queda y pesa es precisamente lo que llamamos pasado. No uno, pues, sino tantos: pasados distintos que dan lugar a historias diferentes.

Por eso es tan importante la forma que vamos dando al pasado, a todos los pasados que laten en la historia, a las historias todas que en la ciudad conviven. Es ahí donde Ciudad de México quiere hoy hacer justicia: no tanto contra Colón, aunque a muchos eso mismo no desagrade, sino contra una historia hegemónica que no ha sabido dar voz a las historias de cuantos en pasado fueron humillados y ofendidos (basta la alusión cursiva para no cargar las tintas ni hacer larga la lista). No importa mucho ahora quién humilló y ofendió, dejemos eso para luego, sino quiénes lo fueron, quiénes estuvieron debajo y padecieron, es decir, que lo que ahora más importa sea dar inicio a una suerte de restitución de justicia capaz de mirar de manera responsable a la creación de una nueva memoria ciudadana en la que todos –sin exclusión– tengan sitio y puedan reconocerse sin sentir como agobio, como humillación u ofensa, el peso que a cada cual llega del pasado.

Es obvio que no es fácil convivir con el pasado, sobre todo porque la justa sensibilidad de nuestro tiempo nos interpela respecto de los otros pasados, del pasado de quienes nos están al lado, vengan de donde vengan, o del pasado de quienes están lejos y otrora se cruzaron con desventaja en nuestro arrogante camino de europeos a la conquista del mundo. Del pasado que interpela hemos pasado a los pasados que nos interpelan. Toca, pues, dar respuesta a eso que desde lejos nos mira e interroga: son voces silenciadas entre los pliegues de la historia que aprendimos en la escuela. Habrá –los hay, sin duda– quienes consideren una afrenta a lo español –o dígase hispánico– ese cambio de sitio de la estatua de Colón, quienes para ella hubieran querido el mismo pedestal y la misma relevancia de antaño, quienes a la postre piensan que la historia no es un camino de liberación sino un modo de perpetuar un dominio. Eso mismo, en cambio, es lo que es ya pasado de nuestro tiempo, un residuo que se resiste a pasar y quiere, siendo pasado, seguir sin pasar y ser aún presente e incluso forzar el futuro. Pero es pasado. El tiempo se encargará de ese vario mundo hispánico de aquí y de allá que vive en la añoranza de grandezas antiguas y trasnochadas. Hubo grandeza, sin duda, pero no está donde se piensa. Lo nuestro ahora, como signo y carácter propios del espíritu nuestro tiempo, es ver si con todos los pasados del pasado, con todos los que asoman en la historia, incluso con los que aún no asoman, somos capaces de articular una historia nueva que tenga bien a la vista un futuro mejor y más claro. En fondo es para eso que hacemos historia: para poder escribir el futuro.

(Nota de contrabando: a su gusto puede el lector sustituir el nombre de Colón con otro, a pacto que en su ciudad tenga estatua y lleve puesta más de cien años).

Francisco Martín Cabrero
Profesor titular en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Turín.