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Opinión

Convivir con el pasado

Por: Francisco Martín Cabrero | Publicado: 30.09.2021
Convivir con el pasado Cristóbal Colón en Ciudad de México |
En las estatuas hay que saber ver también el pedestal: quién las puso y para qué. Fijarse sólo en su figura es entender la mitad de las cosas –o de otro modo: encubrir una parte sustantiva de la historia. De la misma manera que el paso del tiempo deteriora los edificios de las ciudades, incluso los mejores y más representativos de una época (piensen en Roma, por ejemplo), y se acepta como inevitable, aunque a veces se busquen remedios que no borren la memoria (piensen en los museos dando forma a la historia), debe también aceptarse, como cosa humana, el deterioro de la historia, o mejor, de las formas que en el tiempo ha ido tomando la historia. Justo es, pues, que cambien los nombres de las calles y se sustituyan las estatuas: es la justicia del tiempo.

No es para “cancelar la historia”, sino para hacer “justicia social”: eso decía hace poco –y aquí comentábamos– la jefa de gobierno de Ciudad de México para explicar la decisión de cambiar de sitio la estatua de Colón. Son palabras –decíamos– que merecen consideración y respeto. En eso seguimos. Es obvio que los hechos de la llamada Conquista suscitan muy diversa valoración, y eso depende, en buena medida, aunque no sólo, de la distancia entre la memoria y la historia, entre la memoria individual y colectiva, de un lado, en cierto modo identitaria en nuestro tiempo y propia de cada uno de los grupos humanos involucrados, y, de otro, la historia o historias oficiales que se enseñan en la escuela y son signo de una muy variada y no menos compleja imposición cultural. Una imposición, por lo demás, que no debe retrotraerse sólo a los relatos de la Conquista, sin que esto signifique exculparlos, sino que cuya denuncia debe desvelar también su arraigo en los relatos nacionales que siguieron a esos otros hechos, no menos importante que aquellos más lejanos, que solemos circunscribir en la historia con el título de Las Independencias. Es ahí que queda claro, por ejemplo, que los relatos históricos de las Independencias persiguieron la forja de nuevas identidades nacionales que habrían de corresponder a la fragmentación oligárquica de América Latina tras el derrumbamiento del imperio español.

Reescribir la historia requiere tiempo. Más si se hace, como es el caso, declarando un intento de justicia. Y es, además, y se declara, una justicia que no se quiere abstracta, sino concreta, o mejor, concretada en lo social. Las ciudades llevan en los nombres de sus calles y avenidas y en las estatuas de sus parques y plazas una historia escrita. Esa escritura es siempre de puño y letra del vencedor, que es siempre uno en cada momento de la historia, pero no es siempre el mismo. De esto no puede caber ninguna duda: si las estatuas y los nombres de Colón y los conquistadores están en las ciudades americanas no es ya por el antiguo poder imperial español, ni por su recuerdo ni por su historia, al menos no directamente, sino por los nuevos poderes configurados durante las Independencias precisamente contra el antiguo poder español. La estatua de Colón que ahora va a cambiarse de sitio en Ciudad de México, por ejemplo, no fue erigida durante la Conquista, sino en tiempos mucho más recientes, en 1892, cuando México iba camino de celebrar su primer siglo como nación independiente y su clase dirigente se aprestaba a conmemorar, como fasto del espíritu nacional mexicano, lo que entonces se llamaba Descubrimiento.

En las estatuas hay que saber ver también el pedestal: quién las puso y para qué. Fijarse sólo en su figura es entender la mitad de las cosas –o de otro modo: encubrir una parte sustantiva de la historia. De la misma manera que el paso del tiempo –esa constante que mide la humana impermanencia– deteriora los edificios de las ciudades, incluso los mejores y más representativos de una época (piensen en Roma, por ejemplo), y se acepta como inevitable, aunque a veces se busquen remedios que no borren la memoria (piensen en los museos dando forma a la historia), debe también aceptarse, como cosa humana, demasiado humana, el deterioro de la historia, o mejor, de las formas que en el tiempo ha ido tomando la historia. Justo es, pues, que cambien los nombres de las calles y se sustituyan las estatuas: es la justicia del tiempo.

Más compleja es la justicia social, pues la ciudad es siempre un agregado de conflictos cuyo gobierno exige cualidades de las que no siempre se dispone. Es claro que el equilibrio varía, pues ni tan siquiera el conflicto es siempre el mismo. En ese conflicto que cambia es donde se reescribe la historia. Sucede que lo que antes callaba ahora alza la voz y muestra una memoria que se dice mancillada, humillada, ofendida. La justicia social es eso: cuando una ciudad sabe escuchar a las víctimas y busca un nuevo punto de equilibrio entre las memorias en conflicto, sobre todo cuando se propone llevar a cabo un diseño de ciudad en cuyos símbolos puedan reconocerse todos, con diferencias, pero sin que nadie quede o pueda sentirse excluido u ofendido. Sabiendo, además, que al punto de equilibrio no se llega para quedarse, sino para seguir avanzando en la senda encrespada de un mundo que persigue siempre equilibrios futuros de mayor equidad y justicia –en la ciudad y en la historia.

Justicia social es, en efecto, cambiar de sitio la estatua de Colón, pero también lo es saber reconocerse en ella, cada cual con su historia y su memoria. Porque lo más fácil es caer en la tentación de tergiversar hechos y memorias y construirnos una historia hecha a medida –no de lo que somos o hemos sido, sino de lo que quisiéramos ser o haber sido. Nada más espinoso que enfrentarse al problema de las identidades mestizas, más cuando el encuentro del que nacen fue forzado y hubo violencia, pero es ahí, en ese vértigo del alma, en ese precipicio de los afectos, el solo lugar donde de veras puedan hacerse las paces con la historia. Empezando por hacerlas con la propia memoria.

Justicia social es también abrir con la historia y las memorias un paso más seguro hacia un mejor futuro. Abrir y no cerrar caminos, y entre los posibles tomar el que sea fruto esperanzado de un gran pacto convencional y ciudadano. Donde todos significa todos: sin exclusión ninguna. Porque lo que más cuenta, lo que desde luego más vale, en esta hora nuestra en la que estamos, es saber adónde vamos. Importa saber de dónde venimos, e importa mucho, pero no para quedar atrapados en ninguno de los horizontes pasados, sino para, al contrario, poder con todos ellos iluminar el camino donde todos juntos vamos.

Venimos de una herida, y claro es que el dolor nunca fue el mismo, pero sería un error ahora querer simplemente dar la vuelta a la historia. Tal vez lo mejor de todo lo que está pasando es que por fin vayamos a poder tener la posibilidad de liberarnos del peso del pasado, hacer de nuestras ciudades no la articulación simbólica de una historia de vencedores y vencidos, sino un intento de ciudad nueva capaz de escribir una nueva historia en pos de un nuevo futuro. La nueva historia tendrá que ser una historia liberada, no por la fuerza sino por el consenso –o por la fuerza del consenso. Es claro que las Independencias no impusieron el fin del colonialismo, que es como rezan las historias de ahora, sino la consolidación de un nuevo dominio que iba a mantener con otro decorado las mismas desigualdades e injusticias de antaño. Liberar la historia significa eso: volver a escribirla en el horizonte de una nueva justicia social que sabe debe empezar por ser, antes que nada, justicia epistémica.

Dicen del deber de memoria, sin duda: pero es –debe ser– coherente con el rasgo cívico de nuestro tiempo, algo que nos abre hacia el futuro y nos libera de algunas de las peores cárceles del pasado.

Francisco Martín Cabrero
Profesor titular en el Departamento de Filosofía de la Universidad de Turín.