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Opinión

Violencia e intelectuales: el fundamento místico de la Constitución

Por: Cristián Zúñiga | Publicado: 24.10.2021
Violencia e intelectuales: el fundamento místico de la Constitución | Adrian Manzol /AGENCIA UNO
En estos últimos días, en los diarios, foros universitarios y empresariales se han comenzado a levantar preguntas que aparecen como la antesala de una batalla de conceptos y abstracciones, algo que suele ocurrir en las primaveras revolucionarias (como en la primavera árabe de 2009, donde los radicales religiosos derrotaron culturalmente a la modernidad occidental): los acontecimientos del 18-O ¿harán brotar una sociedad mejor, más limpia y exonerada de los males del presente?; ¿es la violencia de bandas organizadas comparable con la violencia estatal a la hora de legitimar su uso en contextos de cambios políticos?; ¿es acaso la violencia un mecanismo válido para alcanzar los objetivos políticos?

Al cumplirse dos años de la primera revuelta social del Chile post Pinochet, y tal como se proyectaba (no había que ser experto para esto), el pasado lunes 18 de octubre hubo turbas que irrumpieron en las principales ciudades del país y nuevamente aparecieron las imágenes de saqueos, incendios y represión policial de fines de 2019. Por supuesto que estos hechos de violencia callejera fueron una réplica sísmica menor de un terremoto cuya energía parece haberse disipado gracias al canal normativo otorgado por la Convención Constitucional. Sin embargo, los medios de comunicación, y en especial las secciones editoriales y de cartas al director, instalaron una discusión que ni en los más álgidos días de la revuelta había sucedido. Es bueno recordar que, por esos días, los principales intelectuales que influyen en la opinión de los medios (esos intelectuales que hacen ahorrar horas de lectura y reflexión a muchos periodistas) hablaban de la violencia del 18-O como algo que no estaba fuera de lo común en la historia de los países y que cada cierto tiempo, cuando las mayorías sentían que se les maltrataba, como en la huelga de la carne de 1905 o la revolución de la chaucha en 1949, emergía como expresión de rebeldía a través de saqueos, incendios y desórdenes callejeros.

Nada nuevo bajo el sol, decían por entonces los intelectuales: era la violencia propia de las revueltas. Desde esta lógica, entonces, uno podría atribuir la totalidad de responsabilidad del estallido al actual gobierno, pues de no haber sido por la tozudez y prepotencia del Presidente y sus ministros, de mantener el alza en el precio del transporte público (los 30 pesos del metro), la energía social no habría llegado a arrasar con tanto. Pero, a dos años de aquel evento, emerge una discusión que sabíamos llegaría en el momento en que la Constitución comenzara su redacción. Y así ocurrió, pues se definió partir escribiéndola un 18 de octubre, interpretando que la aún misteriosa quema del metro iba con el petitorio de una nueva Constitución hecha sin mayoría de partidos políticos, con paridad de género y escaños reservados para los pueblos originarios (logros que comenzaron a nacer en el acuerdo del 15 de noviembre de 2019). Es justo ahora, que comienza la batalla valórica, ideológica y cultural de la redacción constitucional, que se abra también la discusión entre intelectuales respecto a su fundamento místico de autoridad (citando aquel texto del filósofo Jacques Derrida, libro de cabecera del vicepresidente constituyente Jaime Bassa).

Por lo mismo es que, en estos últimos días, en los diarios, foros universitarios y empresariales se han comenzado a levantar preguntas que aparecen como la antesala de una batalla de conceptos y abstracciones, algo que suele ocurrir en las primaveras revolucionarias (como en la primavera árabe de 2009, donde los radicales religiosos derrotaron culturalmente a la modernidad occidental): los acontecimientos del 18-O ¿harán brotar una sociedad mejor, más limpia y exonerada de los males del presente?; ¿es la violencia de bandas organizadas comparable con la violencia estatal a la hora de legitimar su uso en contextos de cambios políticos?; ¿es acaso la violencia un mecanismo válido para alcanzar los objetivos políticos?

Para Walter Benjamin, la fuerza fundadora de derecho es la violencia y esta entra en funcionamiento desde el origen del derecho. Benjamin entiende esto como el privilegio de los poderosos: el vencedor impone violentamente su voluntad, sus intereses, su presencia. Las relaciones legales no reflejan otra cosa sino las relaciones de poder: “fundación de derecho equivale a fundación de poder”. Así pues, para Benjamin, el derecho es inseparable para su eficacia de la violencia. Autores como Benjamin o Derrida ignoran por completo la dimensión mediadora y preventiva del derecho, de la que habla Hesíodo, poeta y filósofo de la antigüedad: “Y ahora escucha a la justicia y de la violencia olvídate totalmente / Porque a los hombres esta ley impuso el Cronida: / A los peces, a los animales feroces y a las aves que vuelan / devorarse unos a otros, puesto que, justicia no hay entre ellos/ Pero a los hombres dio la justicia, que es lejos la mejor”.

El texto de Benjamin Para una crítica de la violencia se redactó durante los años de crisis de la República de Weimar (en los días que el candidato Hitler hacía campaña entre las ollas comunes y suburbios de Alemania) y expresaba una crítica al parlamentarismo de entonces y su manejo en la crisis de legitimidad institucional por la que atravesaba ese país. Pero la crítica de Benjamin, que subestima la esencia dialogante de la democracia moderna, no alcanzaba la radicalidad teórica de otro habitante de la República de Weimar, Carl Schmitt, quien desacredita el parlamentarismo a favor de una violencia decisoria fundadora de derecho. Para Schmitt, la comunidad se convierte en política sólo en el momento en el que siente amenazada su existencia por parte de un enemigo y necesita afirmarse a sí misma frente a este, es decir, en el momento de la guerra. Aquí la lucha no sólo tiene lugar entre Estados, sino también en el seno de este, en su interior; es decir, un Estado también es político sólo en función de un enemigo interior (algo que se tomaron muy en serio en la Comisión Ortúzar).

Es ahora que el debate teórico debería adjuntarse a cada punto a debatir en la Convención Constitucional, dejando así, en segundo o tercer lugar, la dimensión simbólica y de política de la identidad. Es ahora que los abogados constitucionalistas y filósofos deberán dejar de lado sus cordialidades de matinal para defender o atacar conceptos, contextos e ideas. ¿Por qué los dos tercios de la Comisión Ortúzar son distintos a los dos tercios de la Convención actual? ¿Es la violencia callejera de 2019 distinta a la violencia callejera que se pueda expresar de hoy en adelante? ¿Cuándo se abre esa especie de “portal” donde la violencia emerge como fundadora válida de derecho? ¿Quién determina los márgenes del contexto?

Por más discursos que estos intelectuales de la Constitución exhiban, relativos al sentido común o la inspiración ancestral, como inspiradores de sus posiciones al interior del ex Congreso, no cabe duda que estos argumentos políticos (como se ha visto cuando les ha tocado referirse a los dos tercios, al negacionismo y la violencia) estarán en coherencia con lo planteado por sus autores de cabecera. Para sorpresa de muchos, puede que estos autores de cabecera sean los mismos que inspiraron, en su fundamento místico, a la redacción de la actual Constitución del 80.

Cristián Zúñiga
Profesor de Estado. Vive en Valparaíso.