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Opinión

Juegos peligrosos

Por: María Isabel Peña Aguado | Publicado: 27.10.2021
Juegos peligrosos |
Es difícil no recordar a esas mujeres que tuvieron que esconderse detrás de sinónimos masculinos para poder publicar sin ofender a sus familias permitiendo que, durante años, la gloria fuera para sus maridos, como el caso de la escritora María Lejárraga. O sencillamente, como reconocía Mary Ann Evans, alias George Eliot, para que la tomaran en serio. Sólo la autoría masculina es seria. En ese “tomar en serio”, se esconde parte del inconcreto malestar que ha producido el juego de Carmen Mola. Un juego que sabe a mofa y a burla.

Una de mis citas filosóficas favoritas es de Friedrich Schiller y dice algo así como que el ser humano nunca es tan humano como cuando juega. Jugar, disfrutar del juego, sería pues hacer gala de nuestra humanidad. Suena muy bonito esto de la “humanidad”. Es una palabra que nos trae reminiscencias románticas y de solidaridad, cuando menos, además de los beneficios pedagógicos del juego. Y no cabe duda de que Schiller lo pensaba así cuando introducía esa idea en sus Cartas para la educación estética del hombre.

Lo cierto es que ni la pedagogía ni la educación estética nos salvan de jugar juegos peligrosos. Y no voy a hablar aquí de ninguna de esas series que están haciendo furor en las plataformas y sacando provecho de la controversia. No. Estoy pensando más bien en los juegos de identidades y más concretamente en los seudónimos y heterónimos que tanta importancia han tenido en la historia de la literatura e incluso de la filosofía —no olvidemos a Søren Kierkergaard. El tema está de actualidad porque la entrega del último Premio Planeta desveló que tras el nombre de una de las autoras superventas de los últimos años, Carmen Mola, trabaja un equipo de tres hombres guionistas de cine. Un equipo que parece haber encontrado las teclas para producir con regularidad éxitos de venta de novela negra. Al parecer, el interés que había despertado la misteriosa autora no le iba a la zaga a la que despertaban sus novelas. Una vez descubierto el secreto, las reacciones —de sorpresa, divertimento, pero también de malestar— no se han hecho esperar.

Haciendo un análisis ciertamente simplista, e incluso polarizado, podríamos dividir dichas reacciones en un divertimento indiferente por parte de los señores y un malestar indignado por parte de las señoras. Un malestar difícil de expresar —y por lo tanto de concretar— y que de algún modo recuerda a aquel del que hablaba Betty Friedan, en la Mística de la feminidad, es un malestar que “no tiene nombre”. Al igual que aquellas mujeres estadounidenses que retrató Friedan —y ahora dejo de lado el hecho ciertamente relevante del tipo de mujeres blancas y acomodadas de las que habla—, no sabemos muy bien cómo reaccionar ante un hecho que se nos vende irrefutablemente como una ocurrencia feliz y divertida y que además viene avalada por tantos otros ejemplos en la historia de la literatura. Y aún así una se pregunta —¡oh ingenuidad!— ¿por qué estos señores no eligieron un seudónimo masculino? ¿Acaso por motivos comerciales? ¿Será que ahora se apuesta más por la literatura femenina? ¿Será que jugar al juego de que lo políticamente correcto nos puede dar ventajas? ¿O sencillamente porque es normal ocupar territorios y cuerpos femeninos?

Es difícil no recordar a esas mujeres que tuvieron que esconderse detrás de sinónimos masculinos para poder publicar sin ofender a sus familias permitiendo que, durante años, la gloria fuera para sus maridos, como el caso de la escritora María Lejárraga. O sencillamente, como reconocía Mary Ann Evans, alias George Eliot, para que la tomaran en serio. Sólo la autoría masculina es seria. En ese “tomar en serio”, se esconde parte del inconcreto malestar que ha producido el juego de Carmen Mola. Un juego que sabe a mofa y a burla. Es cierto que ahora nos quieren hacer creer que nos toman en serio, que las mujeres ya no necesitan recurrir a tales tretas y que hemos alcanzado muchas cosas. Oímos a diario que la igualdad ya está aquí y que tenemos abiertas todas las puertas. Como denunciaba Berna González Harbour, en una columna en El País (21 de octubre pasado), a las mujeres se nos invita a estar contentas del avance que supone el hecho de que los premios Nobel “hayan pasado de distinguir a un 4,1% de mujeres, como hace un siglo, a un 12,4%, […] en los últimos 20 años”. Así como del hecho de “que tres hombres se presenten como una sola mujer, y no al revés, debe ser otro”. Igual que aquellas mujeres entrevistadas por Betty Friedan debían de estar contentas y felices de cuidar sus hogares, maridos e hijos, nosotras debemos estarlo de nuestros avances y ganancias. Algo no encaja, sin embargo, en tanto contento y felicidad neoliberales. Algo no encaja cuando la burbuja de placidez a la que deberíamos abandonarnos las mujeres tras la larga lucha por la igualdad que sin duda hemos logrado, se estrella y desvanece cada día con una realidad bien distinta: cobramos menos por los mismos trabajos, nos formamos más para que “nos tomen en serio”, seguimos pagando un precio por la maternidad y nos castigan — o nos matan— cuando queremos hacer uso de la libertad de vivir como queremos.

¿Que estoy sacando las cosas de quicio? ¿Que no sé entender un juego bromista e hilarante? No creo que esas sean las preguntas adecuadas. Lo son, claro, para devolvernos la pelota y que, como sucede a menudo, caiga en nuestro campo sembrando culpabilidades y malestares “sin nombre”, siempre sin nombre. Ese sí que es el juego: sí o sí y, de cualquier modo, se nos ningunea el nombre y se nos roba la voz. Una voz que, como escribí hace tiempo, es un lugar. Un espacio que no tenemos asegurado más allá del malestar innombrable.

María Isabel Peña Aguado
Académica de la Universidad Diego Portales.