Avisos Legales
Opinión

Boric Presidente; no sé (de)escribir

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 20.12.2021
Boric Presidente; no sé (de)escribir | Agencia Uno
Lo de ayer no solamente es la victoria de un candidato, una coalición o de un sector de la sociedad chilena. Quien gana es la historia, su relato y su momento. Hay tiempos en que la historia propiamente tal nos habla, nos indica cuál es el camino que deben tomar los procesos sociales y Chile se jugaba, justamente, esa coherencia que desde hace casi dos décadas empezaron, como siempre, las y los valientes secundarias/os, pasando por una serie de movimientos sintomáticos, una inédita Asamblea Constituyente, hasta llegar al octubre de 2019. Ese momento límite, margen, fronterizo que dio cuenta de que la fractura ya estaba instalada y que sólo era necesario dar el paso al estallido o la revuelta.

Esto no es una columna de opinión ni política ni técnica: es un estado de ánimo que se confunde con una promesa. Cómo empezar con la emoción paquidérmica que se siente en este momento. Cómo intentar un mínimo ejercicio escritural que logre estibar en algo así como un análisis, cuando la fuerza de la historia se dejó caer con todo su peso este 19 de diciembre del 2021, coronando momentos únicos, récords, fenómenos nunca vistos como el de tener el Presidente más joven de la historia de Chile (Gabriel es un mes más joven que Blanco Encalada), o el haber logrado un 56% de participación electoral rompiendo, en parte, con décadas de apatía consumada de cara a una política y políticos/as que no conmovían, que no estremecían, que no nos tocaban; una apatía que fue menos culpa de la indolencia y más de aquellos que, durante 30 años, hicieron todo lo posible por despolitizar a un país y transformarlo en un circo miserable de seudo-estatuas, como esas que se instalan en los paseos peatonales y que, siendo humanos, sólo se mueven cuando se les echa una moneda. En Chile, durante décadas, sólo nos movilizó esa moneda, sólo respondimos al capital circulante y únicamente entramos en órbita cuando el consumo beatificado al compás de la idiotización nos transformaba, progresivamente, en zombis sin rostro que encontraban su identidad en el endeudamiento y se reconocían en el goce intenso e inmediato de la adquisición de lo que sea. Un sujeto tinder que frenéticamente despuntaba hacia su satisfacción momentánea, saltándose la seducción, el encantamiento y, al final del camino, el “caer enamorado”, como alguna vez lo dijo Slavoj Žižek.

Cómo pretender decir algo inteligente, que valga la pena, que irrite y profundice el debate ahí donde el sentimiento que nos embarga no es solamente el de haber derrotado a un protofascismo que amenazaba canalla, abyecto y sin escrúpulos; que maceraba siempre una próxima mentira; o que agazapado en la sospecha como táctica mediática demostró toda su majadería maniquea, al tiempo que la impotencia de pensar en un país, de imprimirle decencia, de marcar una época con el sano antagonismo sin trampas sin el cual no existe política alguna. Pero no: se retobaron en el mantra especulativo y sin límites de las fake news, pensando en que siguiendo la ruta trazada por Trump y Bolsonaro se tallaría un país a su medida; un país falaz, sin arquitectura interior sino de pura fachada, perturbadoramente digitado y refundado puntualmente en la simbología de la dictadura, donde los emblemas patrios buscaban reproducir la estética sempiterna de un plan de colonización patriotera y ultrona.

Esta vez Chile no detuvo solamente la mentira como plataforma, como el principio desde el que se edificaría un país buscando reactivar la (a esta altura avinagrada) semiótica pinochetista-guzmaniana, sino que, también, se reivindicó en la dignidad de los pueblos conscientes que ven en el otro/a la única patria o matria posible. “La patria es el otro”, decía Eva Perón y en Chile, ayer, quien ganó fue precisamente esa alteridad extraviada, escondida, machacada por el espejismo neoliberal que nos inoculaba placer solamente en el ecosistema sintético de los malls, las tarjetas de crédito o los viajes al Caribe, caligrafiando al compás de los triunfos globalizados un paisaje desolado, un páramo desconectado del mundo de la vida, del amor por las cosas simples y profundas al mismo tiempo, de los rostros amables y cálidos de aquél o aquella que constituye un espacio común, pero del que por décadas sospechamos a causa de un sistema deshumanizante que transformó a ese mismo otro en competencia, en sujeto de peligro; en el miedo a que se entrometiera en mis “cosas” destruyendo la órbita histérica de todo aquello que es mío, mío, y solamente mío.

Siento que hoy Chile se recupera en su condición humana, en los cientos de miles de personas en todo el país que acompañaron a Gabriel Boric en su discurso de anoche, en un carnaval merecido y feliz, en una fiesta de lo político que homenajeaba a lo que quiso ser borrado, tachado y sacado del mapa, arrancado de nuestra sociología más honda: migrantes, pueblos originarios, disidencias sexuales, las disputas de género, las luchas medioambientales, en fin, lo alter-nativo, la siempre extensiva alteridad de la que hablábamos.

Particularmente nunca me sentí tan parte de algo. Sin pertenecer a ningún partido ni a comando alguno tomé posición, como muchas y muchos amigas y amigos, desde el lugar que habito, desde mi propio topos y lugar de enunciación: la universidad. Intentando no caer en academicismos canónicos ni palabrería incomprensible, se construyó un espacio densificado políticamente desde el cual hablamos, escribimos, hicimos los puntos, dimos pelea y justificamos nuestro derecho a decir. Pocas veces sentí tanta solidaridad, amistad, proyecto. Todo de cara a una amenaza que se anunciaba persecutora y segregacionista.

Pero la re-unión no fue solamente en contra de Kast y todo lo que representaba, sino que también a favor de Gabriel, con él y seguros/as de que objetivaba el trayecto iniciado, quizás, en 2001 con el “Mochilazo” y que hoy se cristaliza en su triunfo. Y esto es, en parte, lo que quisiera rescatar.

Lo de ayer no solamente es la victoria de un candidato, una coalición o de un sector de la sociedad chilena. Quien gana es la historia, su relato y su momento. Hay tiempos en que la historia propiamente tal nos habla, nos indica cuál es el camino que deben tomar los procesos sociales y Chile se jugaba, justamente, esa coherencia que desde hace casi dos décadas empezaron, como siempre, las y los valientes secundarias/os, pasando por una serie de movimientos sintomáticos, una inédita Asamblea Constituyente, hasta llegar al octubre de 2019. Ese momento límite, margen, fronterizo que dio cuenta de que la fractura ya estaba instalada y que sólo era necesario dar el paso al estallido o la revuelta. Y Chile, efectivamente, y sin querer abusar de los eslóganes, despertó de una larga siesta de campo apuntando a la cultura del abuso, al neoliberalismo sin reservas que nos robó el sueño de lo común, de lo colectivo. De haber ganado Kast la historia hubiera sido incomprensible puesto que su fuerza natural impulsaba a entrar, no podía ser de otra forma, a Gabriel Boric a La Moneda. Con Kast la historia misma se hubiera quebrado y comenzado otra que, a esta altura, es mejor no imaginar. La victoria de Gabriel hace que la historia se reconcilie consigo misma y con esos/as que dieron sus ojos, sus vidas, su libertad y todo lo que tenían por ver a un país emancipado de la brutal santificación del libre mercado y sus apóstoles proclives.

Es por eso que el llamado “octubrismo” nunca terminó, como muchos/as lo señalaron a modo de higiénico y, a mi juicio, medio corto análisis de opinólogos de nicho o de podcast (yo mismo participo de uno); pretendiendo hacer de la historia una partitura de estadios que en nada se emparentan con un proceso de transformación extensivo y extendido a la vez. El auge de Kast fue fruto del 18-O, no hay duda; es este acontecimiento el que nutre toda su retórica. En este sentido su figura fue necesaria y el riesgo al que nos vimos enfrentados nos hizo despertar de nuevo, mirarnos otra vez y decir que no, que Chile no podía traicionarse a tal nivel. Es aquí donde la arremetida de Gabriel Boric –primero ganándole a Jadue, después perdiendo en la primera vuelta y, finalmente, ganando y reventando toda la datología histórica en la vuelta final– adquiere su coherencia. La historia es un proceso cambiante y heterogéneo, pero, como esta vez, tiene racionalidad y su dinámica nos encaramó sobre los hombros de una responsabilidad sin precedentes.

Podríamos decir, también, con relativa seguridad, que el triunfo de Gabriel cierra el capítulo de la transición (otros dicen que empieza otra y que Boric debe ser una especie de Aylwin 2.1; no lo creo). Hablamos de ese largo espacio-tiempo que se pre-funda a finales de los 80 y que entra en estado de régimen con el primer gobierno de la Concertación. Con sus luces y sombras, hay que decir que la transición misma fue un artefacto hecho a la medida de transacciones y permutas pero que, no obstante, sacó a Pinochet, al menos, del poder central (en ningún caso su radio de influencia y la cuadratura irrestricta del ejército se evaporó, por el contrario). El asunto es que durante 30 años el poder se distribuyó naturalizando el binominalismo y ratificando el hecho de que la política solo se trataba de consensos. De esta manera, y frente a la incapacidad de la centro-izquierda y de la derecha por renovar generaciones políticas conscientes de y contra los abusos, lo que arremetió fue una generación de millenials bien educada, de estratos medios-altos y urbano-universitaria que traía consigo una voraz hambre de irrupción, de transformación. Y tuvimos a Camila Vallejo, Giorgio Jackson y Gabriel Boric –sólo por nombrar a los tres más reconocibles–, que paulatinamente dejaron el callejeo y, de a poco, en un notable arco de desradicalización, entraron en la institucionalidad. Uno de ellos hoy es Presidente de la República y, a pesar de que tuvo que vender su alma al diablo autofagocitándose toda su furiosa prédica anti-transicional, logró estar donde está y hacernos creer, otra vez, en que este país se reencontrará en un verdadero vínculo social donde el mercado y sus éxitos instantáneos no sean otra cosa que la expresión de un tejido o madeja cultural firme, densa, bien tejida y poderosamente solidaria.

Hoy estamos de fiesta, la celebración es necesaria y los brindis justos. La emoción embarga, somos niños y niñas felices por este regalo de navidad que promete un nuevo Chile, uno en el que seamos parte y veamos surgir como aparece a la vida una nueva Constitución; una que sepulte a los fantasmas de Pinochet y Jaime Guzmán para siempre. Cómo no volver a ser párvulos/as frente a toda esta vertiginosa sucesión de acontecimientos que nos arrebatan el corazón, cómo no sonreír cuando el mundo entero nos saluda y felicita por esta fábula con rasgos de epopeya. El filósofo francés Marc Crépon me escribe en un sentido e-mail: “Me imagino la alegría de escapar de lo peor, mis pensamientos los acompañan, esperando retomar el hilo de nuestros proyectos comunes”.

Pero, cuidado, que el brindis dure lo que dure, que la fiesta no se transforme en farra porque lo que nos espera es una aventura de calibre grueso y no se resume en la revuelta intestina y visceral de lo que acabamos de vivir. En realidad, y lo escribo profundamente tocado por esta historia, Chile recién empieza.

Javier Agüero Águila
Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.