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Fascinados y aturdidos

Por: Martín de la Ravanal | Publicado: 07.01.2022
Fascinados y aturdidos |
«Mirar para arriba» hoy no es buscar en el cielo cometas ni asteroides. Es creer que es posible una nueva ilustración: que podemos mirar nuestra época y conocer lo necesario para saber dónde estamos parados, y hacia dónde podemos ir. Esto requiere que repensemos, en conjunto, el estado de la cultura, el rol de los medios y tecnologías de la comunicación, el sentido de la educación y el aprendizaje, y las relaciones entre los distintos saberes, ciencias, artes y sensibilidades espirituales. Pero, sobre todo, es poder reconocer y discutir respecto de donde no queremos, por ningún motivo, ni llegar ni regresar.

“Es más fácil imaginarse el fin del mundo que el fin del capitalismo”. Slavoj Žižek, el “Elvis” de la filosofía actual, suele traer a colación esta frase para dar cuenta de nuestro estado respecto a la posibilidad de transformar el mundo radicalmente. En otra intervención, el barbudo esloveno plantea que, ante la inminencia de un meteorito que va a chocar con nuestro planeta, lo que necesitamos es buena ciencia y tecnología (un preciso arsenal nuclear espacial, por ejemplo) y no tanto divagaciones filosóficas que terminen discutiendo sobre la Lógica de Hegel o sobre el Superhombre de Nietzsche. La reciente película Don´t Look up (Adam McKay, 2021) –presentada en Chile como No miren arriba– nos plantea la posibilidad de que un asteroide “mata-planeta” choque contra la Tierra y extermine toda la vida. El punto de la película no es el enfrentamiento existencial con la posibilidad del fin del mundo, como lo haría una película de Lars von Trier (pienso en Melancolía, del año 2011), sino devolvernos una cierta imagen de lo que somos, a estas alturas, planetariamente, como sociedad. Dicho de forma más precisa, en lo que nos hemos convertido.

En la estela de películas como Gracias por fumar, de Jaison Reitman (2005), o War, inc., de Joshua Steftel (2008), la película protagonizada por Leonardo Di Caprio y Jennifer Lawrence muestra descarnadamente la forma en que opera el poder en nuestro mundo, y cómo es que hoy en día se logra que ciudadanas y ciudadanos no sean capaces de imaginar algo distinto de lo que, para bien o para mal, es su cotidianeidad. Por supuesto, cualquiera sabe que esto tiene mucho que ver con la ideología. No se trata de esas portentosas construcciones intelectuales que daban el qué, el quién, el cómo, el por qué y el hacia dónde en la lucha política del siglo XX. Hoy la ideología opera en la superficie de las cosas, ella se muestra, como muchos han señalado, como no-ideológica. Aunque es difícil definir resumidamente esta trama que nos envuelve, y que bien retrata la película, me atrevería a sostener que es una mezcla entre una fascinación con lo real y un aturdimiento colectivo continuo.

La fascinación significa estar hechizado e irresistiblemente atraído por una alucinación. Lo propio del hechizo es su carácter artificial. Marx hablaría de fetichismo. La película muestra una serie de personajes (la presidenta, directores de medios, asesores políticos…) que creen –y hasta les entusiasma– comprender cómo “se mueven los hilos” del poder en nuestra sociedad. Por debajo de los discursos oficiales (que en el fondo nadie cree) hay un ethos corrupto y gangsteril, que lejos de ser escondido, es celebrado como una actitud de realismo puro y duro, donde no hay lugar para los “perkin” (si lo ponemos en términos de jerga urbana). Lejos de condenar la realidad social, queremos ser la parte luminosa de ella y, para ello, “tratar con lo real” es saber disponer todos los medios posibles para lograr lo que queremos. Adaptarse, sobrevivir, saber “hacerla”, hasta ser reconocido como el que “la lleva”. Eso es, hoy, el horizonte de deseo que se nos ofrece como sentido de vida.

Todo puede ser usado a mi favor, esa es la lección de lo real: un drama personal, los atributos físicos, las experiencias, los afectos, las amistades, los juicios morales, catástrofes sociales, etcétera. Mientras más brilles, más medios se te darán. La película puede dejar el amargo sabor en algunos de que lo auténtico se ha perdido, y que hoy todo es pura apariencia. Como los filtros de las redes sociales, mi participación social es diseñada, dispuesta y utilizada para generar un efecto de valorización que poco tiene que ver con esos valores que, alguna vez, instalamos en el pináculo de lo trascendente: la verdad, el bien, la justicia, en fin. Todo sea por un like, por los followers, por los retwits, etcétera. Sea en el modo de la cantante pop que se transforma en lideresa de una campaña global de concientización, en la del político que dice “escuchar” a su pueblo, en la de la celebridad de televisión que se indigna frente a una noticia terrible, en la escritora que desmenuza y denuncia valientemente el estado de cosas; todo eso, en el fondo, no es más que una estrategia para vender más discos o libros, ganar electores o sumar más audiencia.

Quizás la figura más interesante del filme, en este sentido, es la del empresario y magnate hi-tec (muy al estilo de Silicon Valley) que se presenta como un visionario que practica un mesianismo tecnológico, al mismo tiempo que gana millones para su corporación. Salvar el mundo y hacerse absurdamente rico (o famoso, o bello, o poderoso) no se percibe como incoherente, ni siquiera cuando los medios que se utilizan son los mismos que profundizan aún más el estado catastrófico del mundo.

Esto no quiere decir, por supuesto, que alguien esté fuera de esta trama. No hay forma de decir “todos son estúpidos, menos yo”. Ni siquiera la nueva moral de las y los “justicieros sociales”, que colocan a todo el mundo bajo la lupa de su corrección moral y política, logra escapar del atrofiado estado de nuestra ética. Toda causa, por más noble que sea, puede ser utilizada para ser más que los otros, para ser aplaudido y vitoreado por estar del lado “bueno” de la historia y, al mismo tiempo, perseguir a quienes percibimos como amenaza y descartarlos para posicionarme mejor en la escala social. El asunto es que hoy rápidamente la rueda de hámster de la fortuna se da vuelta, y los impugnadores pasan al banquillo de los acusados, los victimarios al de víctimas, los rebeldes se vuelven autoritarios, y así. Y es que, en lo profundo, estas posiciones no son más que recursos impostados, para no sucumbir en el circuito de carreras que consiste la vida actual.

La fascinación con lo real va de la mano con la fascinación con los números. No hay hechos, diríamos, sino cifras. La realidad hoy se presenta como un mundo monitoreado, medido, comparado, proyectado gracias un mar de datos que se canalizan, procesan, analizan y representan por computadoras, big data y algoritmos. Esta cuantofrenia generalizada está movida por el sueño de una realidad completamente escaneada, mapeada y referenciada. Un asteroide asesino no es noticia si no marca en el rating, las decisiones y motivaciones personales son insignificantes frente las predicciones de un algoritmo que te conoce mejor que tú, el sufrimiento de muchos no tiene relevancia si no alcanza números “k” en las rr.ss. Esta presencia englobante de estas tecnologías numéricas muestra un cambio antropológico: de medios para desenvolvernos en el mundo, pasaron a instalar fines en nosotros, a crear un ciber-mundo desde el cual extraer información de los usuarios para hacer más exacta la imagen digital de la realidad y, por ende, facilitar su control. No miramos para arriba porque estamos convencidos de que esa realidad está en las pantallas y sus cifras (palabra que viene del árabe sifr y significa “vacío”). Fuera de ellas, no hay nada digno de atender.

La segunda pata de nuestra atmósfera ideológica, dijimos, es el aturdimiento colectivo. La palabra aturdimiento hace referencia al tordo, pájaro que, en España, en la época de vendimia, suele comer ávidamente uvas fermentadas hasta quedar, literalmente, mareado y borracho. Muchos ya han denunciado que, atiborrados de estímulos, distraídos continuamente, perdemos la lucidez y la capacidad reflexiva, y que esto ha ido en favor de los mecanismos con los que se reproduce el poder de las élites económicas y políticas. No se trata de una actitud evasora, de un “hacerse el leso” o “mirar para el lado”. Esta condición de mareo es una pérdida del equilibrio, deterioro de la capacidad de sopesar lo que pasa, y discernir lo esencial de lo irrelevante. Como señaló Hannah Arendt, la acción humana emerge de un discutir y deliberar en público, y de una puesta en común de lo que está “entre” o “en medio de todos”, que es la base de cualquier discernimiento. La posibilidad de esta reflexión es la que hoy en día está en cuestión.

El mundo ha estallado en miles de fragmentos que vuelven muy improbable “hacerse una idea” de lo que pasa. Vivimos, entonces, en el reino de la opinión y el posteo, donde la verdad no es más que la capacidad de capturar la fugaz atención de las audiencias. Qué duda cabe: el lento y esforzado trabajo de “entender cómo son las cosas”, que requería distancia, experiencia y paciencia, ha dado lugar a rushs o peaks de atención que rápidamente se disipan. Con eso, la posibilidad de conversar en serio sobre nuestros problemas, de volver realmente públicos los asuntos que a todas y todos nos conciernen, se vuelve lejana. El trending topic no constituye, ni por cerca, la expresión de una deliberación colectiva.

¿Es posible volver a tener un discurso coherente que nos oriente en esta época? Más que confiar en la elegancia analítica de los números, en la rigurosidad metodológica de la ciencia, o en las herramientas adaptativas de la psicología, me parece que antes es necesaria la reflexión crítica sobre el conjunto de las instituciones que sostienen nuestra forma de vida. El cinismo de los medios de comunicación, la mercantilización desatada, la superficialidad de las audiencias, la insignificancia de la educación, la corrupción de la democracia, la ignorancia respecto a la naturaleza y sus procesos, el desconocimiento de la propia historia y sociedad, el desprecio de la reflexión ética, etcétera, no son procesos salidos de la nada: son efectos de un conjunto de prácticas e instituciones que heredamos, habitamos y reproducimos, y que han seguido una precisa trayectoria histórica.

Un ejemplo de este tipo de reflexión lo ofrece la filósofa Nancy Fraser, y muestra el tipo de verdades que deberíamos atender si levantáramos la cabeza. Ella afirma que toda nuestra forma de vida capitalista reposa sobre ecosistemas finitos que son la fuente de donde extraemos la riqueza y donde vertimos nuestros desechos. Explotamos esta naturaleza desde un paradigma económico que cree en el crecimiento/progreso infinito y que las necesidades humanas nunca pueden terminar de ser satisfechas (por lo tanto, que siempre necesitaremos algo más para ser felices). Esta creencia está íntimamente ligada al colapso ambiental que estamos ya viviendo.

También una condición de fondo es la red de instituciones públicas que definen los derechos, las libertades, las obligaciones y la participación de cada cual en las decisiones sobre la ciudad. Si esas instituciones se convierten en meros instrumentos de poderes y fines privados, y pierden todo sentido de lo público, los conflictos y la violencia social cambian radicalmente su carácter, por el acrecentamiento de la zanja simbólica y material entre los muchos desesperados/precarizados y los pocos ricos y asegurados. Nada raro que el neoliberalismo termine generando colapsos sociales, estallidos de ira y revueltas por doquier contra esas desigualdades. El asunto es si esas revueltas pueden recuperar y transformar la política en otro sentido o, al contrario, si esas crisis no son más que espasmos de un sistema que profundiza sus operaciones.

Finalmente, todo nuestro sistema de vida se sostiene, dice Fraser, sobre un tejido humano de cuidados, afectos y solidaridades gratuitas, que hace posible el sentido de dignidad básico que aún asociamos a ser reconocido como miembro de la humanidad. La crisis de los cuidados, que pasa, principalmente, según Fraser, por la situación de opresión de las mujeres y por la extensión del mercado a todas las esferas de la vida, puede desencadenar una masiva crisis de la estabilidad mental. Ésta sería gatillada por los síndromes de creciente soledad, depresión, ansiedad, deshumanización y abandono de individuos que ya no encuentran un lugar en el mundo, ni entre los otros. El sufrimiento humano sin consuelo ni justicia puede decantarse por caminos muy oscuros, donde el festín nihilista de la crueldad de los más feroces sea ya el único horizonte disponible, al modo descarnado que ofrecen series como el Juego del Calamar (Hwang Dong-hyuk, 2021) o películas como El Hoyo (Galder Gaztelu-Urrutia, 2019)

Mirar para arriba hoy no es buscar en el cielo cometas ni asteroides. Es creer que es posible una nueva ilustración: que podemos mirar nuestra época y conocer lo necesario para saber dónde estamos parados, y hacia dónde podemos ir. Esto requiere que repensemos, en conjunto, el estado de la cultura, el rol de los medios y tecnologías de la comunicación, el sentido de la educación y el aprendizaje, y las relaciones entre los distintos saberes, ciencias, artes y sensibilidades espirituales. Pero, sobre todo, es poder reconocer y discutir respecto de donde no queremos, por ningún motivo, ni llegar ni regresar. Mirar para arriba es deshacerse de ídolos y fetiches, sean astrológicos, conspiranoicos, científicos o filosóficos. Atreverse a pensar más allá de lo que reafirma mis creencias, acrecienta mi poder, me trae réditos, me divierte, me resuena familiar o me tranquiliza. Es tratar de volver a ver el mundo que está más allá de las pantallas y los comentarios; una realidad compleja e intrincada, pero también asombrosa y sorprendente, que merece ser estudiada con rigurosidad, apertura, paciencia y pasión, con un sentido crítico y emancipador.

Martín de la Ravanal
Profesor de Ética y Filosofía Social y Política en las universidades de Santiago y Alberto Hurtado.