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El azul del buen vivir en Chile

Por: Maximiliano Salinas | Publicado: 28.02.2022
El azul del buen vivir en Chile |
Los ibéricos del Mediterráneo, muchos de ellos eran campesinos de tradición oral. No tuvieron casi nada que ver con el impulso moderno del Estado colonial. Llegaron a Chile y se encantaron con el Küme Mogen. Se fueron a vivir con los mapuche. Renegaron del orden colonial. Estos ibéricos provenían, además, de una cultura y una espiritualidad admirada por moros y cristianos: el respeto y el cariño por la linda tierra, entendida como un regalo de Dios para los humildes. El caso fue que, lejos del Estado ‘civilizador’ a palos, fue naciendo en Chile una cultura no binaria, que supo gozar de las sabidurías de los Andes y del Mediterráneo.

 

En Chile el buen vivir tiene entre nosotros un ancestro milenario: la sabiduría y la lengua de los pueblos originarios de la Tierra. En mapuche es el Küme Mogen. Este buen vivir expresa un modo notable de compartir todas las diferencias habidas y por haber. Es la sabiduría de saber que nada sobra ni nada falta. Dijo el Papa Francisco cuando estuvo en Temuco en 2018: “Todos nosotros que, en cierta medida, somos pueblos de la tierra (Génesis 2,7), estamos llamados al Küme Mogen, al Bien vivir, al Buen vivir, como nos lo recuerda la sabiduría ancestral del pueblo Mapuche […]. ¡Cuánto camino a recorrer, cuánto para aprender el Küme Mogen!”.

A esta sabiduría indígena se sumó el buen vivir, buen convivir, cultivado en el Mediterráneo por los inmigrantes ibéricos de los siglos XVI y XVII. De ellos nunca se ha hablado lo suficiente. Siempre fueron desprestigiados por ser andaluces, sin hábitos de orden, poco laboriosos. Esa fue la teoría racista de Francisco Encina y su quimera ‘castellano-vasca’. Los ibéricos del Mediterráneo, muchos de ellos eran campesinos de tradición oral. No tuvieron casi nada que ver con el impulso moderno del Estado colonial (guerras, mercancías, esclavos, catolicismo jerárquico romano). Llegaron a Chile y se encantaron con el Küme Mogen. Se fueron a vivir con los mapuche. Renegaron del orden colonial. Estos ibéricos provenían, además, de una cultura y una espiritualidad admirada por moros y cristianos: el respeto y el cariño por la linda tierra, entendida como un regalo de Dios para los humildes. El caso fue que, lejos del Estado ‘civilizador’ a palos, fue naciendo en Chile una cultura no binaria, que supo gozar de las sabidurías de los Andes y del Mediterráneo. Violeta Parra recogió a manos llenas esa sabiduría profunda a través de los antiguos cantores campesinos: “La tierra santa tenía / bellos montes y ciudad / Dios puso la claridad / a la tierra prometida” (Cantos folklóricos chilenos).

Hoy, cuando nos disponemos por primera vez a constituirnos como una comunidad plural, no podemos quedarnos neciamente ni en el fundamentalismo moderno ni en el antimoderno. Ni cara ni sello. ¡Esas son peleas de corta duración! Necesitamos la belleza de encontrarnos en un diálogo intercultural de larga duración.

El fundamentalismo moderno creyó que el siglo XVIII o XIX europeo era el non plus ultra de la historia mundial. Europa, clave de la racionalidad superior. Tal presunción, en la que la élite se identificó por generaciones, no le hace ni le hizo bien a la humanidad. Fuimos colonizados por esa modernidad y terminamos hablando en inglés y despreciando las lenguas y las literaturas indígenas y españolas. Ni orden moderno ni caos antimoderno. Lo que existe es diversidad, riqueza, de culturas, de lenguas, y nuestra dignidad se vive haciendo que todas se respeten, se oigan, conversen. Las que estaban milenarias en los Andes. Las que llegaron con la España mediterránea, a contrapelo y contraluz de la prepotencia castellana. Y, finalmente, la tan orgullosa y letrada de la inmigración anglosajona en las dos últimas centurias. Tan sojuzgadora de la tierra. Sobre todo, esta tiene que aprender a escuchar las voces más antiguas.

Que todas se oigan, se entiendan, pero eso sí, … ¡al compás de la Tierra! La Tierra es nuestro sostén común, nuestro horizonte de sentido. “Se oyen cosas maravillosas / al tambor indio de la Tierra” (Gabriela Mistral, La tierra). Desde esa certeza que vengan todos los colores del mundo. Por supuesto, no sólo el rojo, no sólo el amarillo. ¡Qué necedad! A lo mejor el más imprescindible de todos es el Azul del amanecer, que deja las sombras y abre la luz de la alegría de la vida y de todos los tonos: “El Azul profundo y prístino que se produce en el lugar en que se reúnen a dialogar el brillo de las últimas sombras de la noche y la primera luz de la mañana (antes que asomen los rayos del sol). Es un lugar que parece una línea de separación / de frontera, pero es en realidad un río, su abrazo; el universo que se abraza a sí mismo, en su dualidad. ¿No es acaso lo que sucede con nuestro espíritu y nuestro corazón en los instantes en que la oscuridad de la tristeza se consume en el lento rielar de la alegría?” (Elicura Chihuailaf, La vida es una nube azul).

Maximiliano Salinas
Escritor e historiador. Académico de la Facultad de Humanidades de la USACH.