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Opinión

La Constitución ecológica en la encrucijada 

Por: Rodrigo Jiliberto | Publicado: 26.03.2022
La Constitución ecológica en la encrucijada  | Barinia Montoya
Cuando se defiende el establecimiento de un Derecho de la Naturaleza en un marco normativo social, como es la Constitución, qué se hace sino afirmar que la sociedad puede “ver” a la naturaleza separada de sí misma. Y qué se afirma al otorgarle un derecho a la naturaleza en nuestro consenso social, sino señalar que, de ahora en adelante, tiene que haber más naturaleza y menos sociedad, dado que sociedad y naturaleza es todo lo que hay. ¿Dónde queda, entonces, el anhelo de una epistemología integradora que supere la disyunción propia de la Ilustración que reclamaba el ecologismo original?

Resulta fascinante ver cómo los actuales debates constitucionales en torno a la consideración del ambiente y la naturaleza reflejan las contradicciones originarias del discurso ecologista clásico. Y es que uno de sus pilares fundantes consiste en postular, probablemente con razón, que el deterioro ecológico que produce la sociedad moderna deriva de una epistemología que se funda en la disyunción entre sociedad y naturaleza, presente desde tiempos pretéritos, pero que terminó por volverse dominante, al menos en el mundo occidental y progresivamente en el resto del orbe, a partir de la Ilustración y de la revolución científica.

En ese mundo la naturaleza es una entidad separada de la sociedad, que puede ser sujeto de un conocimiento “objetivo” y finalmente, y gracias a los mismos, ser sometida a los dictados humanos. Una epistemología a-sistémica que impide visualizar los efectos holísticos que esa dominación impone a la propia naturaleza, y ahora más recientemente a la sociedad toda.

No obstante, en su práctica política el ecologismo ha tendido, antes que a disolverla, a reificarla, pues su leit motiv político tradicionalmente ha sido reclamar más naturaleza y menos sociedad (el conservacionismo es el norte). Es decir, en términos práxicos, ha mantenido la disyunción, sólo que ha entendido que ha llegado el momento de favorecer a la naturaleza. El objetivo es proteger a la naturaleza como si fuese efectivamente un objeto al que nos enfrentamos a través de una cesura limpia, tal como se enseña de la Ilustración para adelante en todas las universidades del mundo.

Cuando se defiende el establecimiento de un Derecho de la Naturaleza en un marco normativo social, como es la Constitución, qué se hace sino afirmar que la sociedad puede “ver” a la naturaleza separada de sí misma. Y qué se afirma al otorgarle un derecho a la naturaleza en nuestro consenso social, sino señalar que, de ahora en adelante, tiene que haber más naturaleza y menos sociedad, dado que sociedad y naturaleza es todo lo que hay. ¿Dónde queda, entonces, el anhelo de una epistemología integradora que supere la disyunción propia de la Ilustración que reclamaba el ecologismo original?

La reificación de la disyunción sociedad-naturaleza resulta tranquilizadora, pues alimenta el espejismo de que la gestión de la compleja realidad sociedad-naturaleza se puede fundar en la misma lógica que domina las relaciones ecológicas. Ella consiste, dicho muy simplemente, en que, como ocurre recurrentemente entre las especies (cazador-presa, ecología pura), la solución consiste en que sociedad y naturaleza alcancen un equilibrio; un punto en el cual a dos entidades distinguibles, que comparten un mismo espacio, les es posible sobrevivir a pesar de su propensión al aniquilamiento. La solución es simple, es de cantidades: se trata de determinar cuánta sociedad y cuánta naturaleza.

El estado actual de cosas (crisis ambiental global) pareciera dictar que, por ahora, se trata de que es preciso que haya más cantidad de naturaleza y menos de sociedad (léase también decrecentismo), y que de ahí emergerá una solución, un equilibrio, igual que como emerge en el juego entre especies.

No obstante, esta aproximación olvida que la hibridación (interpenetración) de sociedad y naturaleza es tal que difícilmente se pueden entender como dos entidades separables cuyo mutuo equilibrio pudiera ser determinado “objetivamente” por alguien. A esto se añade que aquello que se denomina naturaleza no es obviamente una arbitrariedad, pero es sin duda una construcción social, que además se conoce, hoy en día, a través de disciplinas científicas analíticamente estancas (la Ilustración de nuevo), nuevamente no arbitrarias, pero incomunicables las unas con las otras, que impide que surja algo como el mundo de la naturaleza (que es, de paso, el único modo en que la experienciamos). Definitivamente la naturaleza no nos habla: nosotros hablamos de naturaleza.

La comprensión del problema sociedad-naturaleza como el de dos entidades separadas que se encuentran en una relación conflictiva insumo-producto (donde una extrae más de lo que la otra soporta para su existencia vital; el paradigma ecológico por excelencia), y que pretende solucionarlo mediante el establecimiento del punto en el cual la amenaza vital se extingue, comete un doble error de observación.

El primero, y el más simple, es el de creer que una de esas especies, en este caso la sociedad, puede elevarse, observar y determinar ese punto. No hay materialmente posibilidad de que la sociedad ni tan siquiera se eleve para verse como tal sociedad a si misma, menos para verse a ella y su entorno. Eso es sistémicamente un imposible.

El segundo error, más complejo, consiste en que atribuye su observación del comportamiento de dos especies a una de ellas. Es decir, el observador/a observa el logro de un equilibrio, bien, pero cuando a partir de esa observación deriva que la estrategia de solución del dilema sociedad naturaleza debiera ser la búsqueda de un equilibrio, olvida que en ningún caso fue esa la estrategia por la que optaron ninguna de las dos especies para lograrlo. Ellas actuaban cada una en función de un condicionamiento interno estructuralmente determinado, no mirando hacia afuera, sino mirando hacia adentro. Entre otras cosas porque, como le ocurre a la sociedad, tampoco pueden elevarse y observarse a sí mismas en esa tesitura. (En la mente del zorro nunca estuvo el cálculo de cuántos conejos debían seguir vivos para que el pudiera seguir cazándolos en el futuro). La estrategia de búsqueda de un equilibrio sistema-entorno como estrategia de relacionamiento con el entorno es una falacia de observación, no es viable en ningún caso, tampoco en este.

El problema es que esa mirada ecologista implícita en dotar de derechos a la naturaleza no es tampoco operativa. Un gato mata un ratón; ¿quién de los dos es poseedor de qué derecho, el ratón a conservar la vida, el gato al de alimentarse? ¿Qué debe hacer el Estado a continuación? Obviamente se puede objetar que el ejemplo es ridículo, pues el propósito de otorgar derechos a la naturaleza no es regular las relaciones naturaleza-naturaleza, sino las relaciones sociedad-naturaleza.

Pues, entonces, hay que modificar la semántica. Lo que interesa genuinamente no son los derechos de la naturaleza, sino regular una relación socio-natural. Y lo estructural de esa relación, cosa ya sobradamente conocida, es que ella supone insalvables riesgos socio-naturales, que pueden llegar a ser vitales para la sociedad y suponer modificaciones naturales irreversibles.

Y lo que pareciera imprescindible incorporar al acuerdo social básico (Constitución) es que el Estado y la sociedad se hacen conscientes y garantizan una gestión rigurosa e integral de ese riesgo socio-natural estructural. Ni más sociedad ni más naturaleza, sino que asunción responsable de un riesgo estructural que enfrenta nuestra sociedad, del que hasta ahora ha estado muy poco consciente (tan bien descrito por Ulrich Beck en La sociedad del riesgo).

Eso supone reconocer de forma muy detallada qué entendemos hoy por esa “naturaleza”, y definir a qué naturaleza aspiramos acorde a nuestra condición humana, pudiera decirse libre de contaminación, pero también pudiera ser una definición más exigente.

Pero eso no es suficiente. Es relevante reconocer que se trata de un riesgo singular. Singularidad derivada de esa misma incapacidad de la sociedad de “verse y ver su entorno”, lo que supone, como dijo Hans Jonas, que actualmente dado el desarrollo tecnológico y el grado de hibridación sociedad-naturaleza, no se sabe lo que está en juego hasta que está en juego. Es decir, es imposible conocer ex ante las consecuencias integrales de las decisiones. Incertidumbre estructural que supone una revolución en términos del modo en que se deben toman las decisiones en la sociedad hoy en día, cuestión ahora absolutamente desconsiderada. Qué supone esto en términos de nuestro acuerdo institucional, qué cambios son necesarios que no se exigen en ningún otro ámbito de gestión social. Ello si es materia constitucional.

Finalmente, como se arguyó en otro artículo (https://www.eldesconcierto.cl/opinion/2022/01/13/un-ambientalista-atormentado-llamado-a-mis-conciudadanos-as.html), la gestión rigurosa del riesgo socio-natural falla no por razones conceptuales, sino porque el Estado no puede sino funcionar con una lógica política, y en ella la consecución de esos necesarios altos estándares socio-naturales carecen de agente político. Lo ambiental carece de agencia, y es estructuralmente relegado a un último plano en la ejecución pública. Eso debe también tener un reconocimiento constitucional, pues es un hecho sociopolítico institucional estructural, mediante la generación de un nuevo poder del Estado, un poder ambiental, autónomo y con capacidad de agencia frente a los otros poderes del Estado y frente a la sociedad misma.

No se trata, entonces, de mirar hacia afuera, sino hacia adentro de la sociedad. Se trata de entender qué supone este particular reto que impone el hecho de tener que lidiar con la relación de la sociedad como totalidad con otra totalidad. Y a continuación se trata de incorporar esos requisitos estructurales en nuestro acuerdo sociopolítico institucional básico.

Considerar el riesgo socio-natural estructural que enfrenta la sociedad y las singularidades que supone su gestión como un eje del contrato socio-natural implica consecuentemente liberar a la Constitución de la responsabilidad inasumible de determinar si esa rigurosa gestión de riesgo supondrá o no un equilibrio fáctico “sano” entre sociedad y naturaleza. Esa es definitivamente una tarea de toda la sociedad, no de su arreglo institucional.

Rodrigo Jiliberto
Economista, profesor de la Facultad de Ciencias Físicas y Matemáticas de la Universidad de Chile; colaborador del Centro de Sistemas Públicos de la misma Facultad.