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Opinión

Los tigres tristes del capitalismo chileno

Por: Maximiliano Salinas | Publicado: 24.04.2022
Los tigres tristes del capitalismo chileno Agustín Edwards Mac Clure |
Si de algo careció el capitalismo, entre tantísimas cosas que obsesionó atesorar, fue de la alegría, la espontánea y maravillosa alegría, por supuesto, no la superficial de su propia y embustera publicidad.

La historia del capitalismo chileno introdujo una tristeza difícil de ocultar. Según una creencia popular Matías Cousiño, magnate del carbón, murió en 1863 hecho pedazos por creer que podía detener con su mano la velocidad vertiginosa del ferrocarril: “pero no l’entendió el tren / porque el tren era de acero, / y queó hecho picaíllo / el mentao caballero”, escribió Antonio Acevedo Hernández, en Las aventuras del roto Juan García, para referirse a él. Andrés Bello comentó ante los planes de ocupación de la Araucanía en 1846: “La historia del género humano da lecciones bien tristes. La guerra ha ido siempre a la vanguardia de la civilización y le ha preparado el terreno; y cuando se ha principiado por el comercio, no se ha hecho más que preludiar a la guerra; esparcir semillas de discordias, que brotan al fin en hostilidades sangrientas. Todos los gérmenes de la civilización europea se han regado con sangre” (Obras completas, 1982).

La Araucanía fue regada con sangre. Ignacio Verdugo Cavada cantó al copihue rojo, que guardaba en sus hojas las lágrimas araucanas. “Hoy el fuego y la ambición / arrasan rucas y ranchos”, denunció el poeta en 1905. En 1928 Agustín Edwards Mac Clure, el magnate de la banca y de las comunicaciones, consideró la ocupación de la Araucanía “la obra inexorable de la civilización, que avanza sin piedad destruyendo todo aquello que le cierra el paso […]. La roza a fuego es el revulsivo para curar a la madre tierra de su mal de fecundidad” (Mi tierra, 1928).

Al comenzar la transición chilena, en la década de 1990, el cineasta Raúl Ruiz auguró las consecuencias de la prolongación del modelo económico introducido a sangre, fuego y lágrimas por la derecha militarista de 1973. A veinte años del golpe, en 1993, expresó: “Ciertas características nacionales se acentúan; la tristeza, el aburrimiento profundo, que es la condición esencial para un desarrollo capitalista, porque no hay nada mejor que hacer que trabajar” (La Época, 11 de septiembre de 1993).

La moral impuesta por la élite alentó a trabajar, a adoptar el talante de Prometeo. Ponerse a trabajar, por el futuro, por la patria. Productividad, ranking de productividad. El país ganador, exitoso y burgués de la opción ‘Sí’ en 1988. En 1998 Ruiz acentuó su crítica al itinerario neoliberal: “Chile se va desdibujando cada vez más. El hecho de que sea el país de América Latina de mayor eficacia capitalista implica que es el país más abstracto y, por lo tanto, el más inexistente, si cabe emplear ese término […]. El Chile de hoy es un país de gente transparente, no porque todo esté muy claro sino porque existe una especie de niebla que hace que la gente no se vea” (Paula, junio de 1998).

El capitalismo fue (es) un proyecto histórico con una ética y un lenguaje inconfundibles. Una cultura sostenida en la competencia, la lucha por la vida, como dijeron los darwinistas sociales. Para llegar al tope, a ser top, había que dejar atrás a los incompetentes, los inhábiles, las razas poco diestras, siniestras. El capitalismo chileno de 1973 tuvo ética y lingüísticamente ese componente esencial de inhumanidad. Por eso el discurso oficial distinguió a los seres humanos de los “humanoides” o los “auquénidos metamorfoseados”, como dijo el almirante José Toribio Merino, uno de los cuatro golpistas de la Junta Militar. Ponerse a la altura de las circunstancias, si se trataba de ser un animal, era alcanzar la estatura y el zarpazo de un tigre.

Hoy esa ética se derrumbó: nadie con un dedo de frente la puede defender. Está comprobada la inhumanidad del régimen acosador de Prometeo. No sólo por sus consecuencias sociopolíticas, sino espaciales, geofísicas, térmicas, hídricas. Descubrimos, tarde más vale que nunca, que la tierra no era nuestra. “¡Nosotros somos de la Tierra!”, como nos recordó Nicanor Parra.

Los más perspicaces artistas e intelectuales del mundo moderno y contemporáneo comprobaron y reclamaron de la tristeza cultural del capitalismo: su indolencia, su desarraigo, su amargura. Hegel, rector de la Universidad de Berlín en 1830, hablaba de una “edad viril de la historia” donde “ya no hay alegría, retozo, sino duda y amarga labor” (Lecciones sobre la filosofía de la historia universal). El filósofo Luis Oyarzún dejó esta visión cultural del capitalismo chileno en 1961: “Nuestras tierras han sido regadas por sangres y sudores de duelo. No tienen el légamo de la alegría colectiva, de la comunidad fundada en el amor, que detiene con sus exorcismos la degradación angustiosa de nuestra Madre Gea” (Diario). Isidora Aguirre contrastó, en La Pérgola de las Flores, magistralmente la estupenda e ineludible alegría popular con el estiramiento propietario y urbanístico de la primera mitad del siglo XX.

Si de algo careció el capitalismo, entre tantísimas cosas que obsesionó atesorar, fue de la alegría, la espontánea y maravillosa alegría, por supuesto, no la superficial de su propia y embustera publicidad.

Cuando en 1941 murió Agustín Edwards Mac Clure, fundador del decano de la prensa ‘seria’ de Santiago, El Mercurio, de su propiedad, declaró: “Había en Agustín Edwards un fondo de natural tristeza, reflejada en el mirar casi dolorido de sus grandes, melancólicos ojos negros […]. [Un] mortal que tuvo todo para ser dichoso y que, sin embargo, se sentía doblado por la tristeza infinita de sentir y de pensar, por las angustias de prever”. En 1959 Jaime Eyzaguirre, historiador de la élite santiaguina, al ingresar a la Academia Chilena de la Lengua, citó en su beneficio al cantor de la guerra de Arauco, Alonso de Ercilla: “El tiempo alegre pasa en un momento / y el triste hasta la muerte siempre dura”.

Gabriela Mistral, mujer de buen humor, y de comprobada cercanía con obreros y campesinos, alegó contra el tono tristón que asentaba el Chile burgués en las primeras décadas de la centuria pasada. Un mundo mezquino, guerrero, gris. Hace cien años, Gabriela alertó ante la epidemia que buscaba sepultar valores irrenunciables de la humanidad. Según ella había que recuperar la alegría, más que nada la alegría feraz y rotunda del Evangelio, la buena nueva para los pobres.

La denuncia Gabriela la hizo en las mismas páginas del diario de Agustín Edwards: “Nuestra falta de alegría es inferioridad o imperfección de alma. El alma alegre es la que conoce su destino celeste y su misión en la vida; la que, por saber mirar delicadamente el mundo, lo ve hermoso y sutil; la que, por impulso de amor ama a los seres y sabe realizar su cristianismo entre ellos” (“La raza triste”, El Mercurio, 22 de enero de 1922).

En 2019, el año en que Chile despertó, en su documental La cordillera de los sueños, nuestro cineasta Patricio Guzmán expresó su deseo entero salido del corazón: “Chile tiene que recuperar su infancia y su alegría”.

Maximiliano Salinas
Escritor e historiador. Académico de la Facultad de Humanidades de la USACH.