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Opinión

El país sublimado

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 30.05.2022
El país sublimado |
Chile vive en un estado de sublimación permanente, sin capacidad de mantenerse estable en un objeto de deseo. Este objeto es, al principio, intensamente identificado, pero rápido lo descartamos y nos dirigimos a otro. Esto lleva a deambular por diferentes imaginarios, que no nos permiten arraigarnos de manera estable en un relato y resignificando siempre nuestros focos pulsionales.

Desde un cierto sentido común, la palabra “sublime” la asociamos a algo cuyo valor no es simplemente terrenal, sino que se eleva a una dimensión desproporcionada en donde ese mismo algo está fuera de toda medida y es casi incomprensible. Decimos, por ejemplo, “qué cuadro sublime”, “tu belleza es sublime”, “fue un momento sublime”, en fin. Se trataría de una experiencia casi mágica y fuera de cualquier racionalidad.

Desde una perspectiva más especializada y teórica, hay al menos tres entradas a este concepto: 1) en la química, y como lo sostienen los expertos, “lo sublime es la transición de una sustancia directamente del estado sólido al estado gaseoso, sin pasar por el estado líquido” (interesante metáfora para pensar el Chile actual donde la noción de “lo líquido» de Zygmunt Baumann ha sido manoseada al extremo); 2) en filosofía la tradición vinculada a esta palabra tiene larga data y la podemos encontrar ya con Pseudo-Longino entre los siglos I y III (lo de “Pseudo” es porque no se está seguro de su nombre ni en qué tiempo preciso vivió), pasando por Kant hasta Hegel, entre otros; y 3) en el psicoanálisis lo sublime o sublimación es un destino posible de la pulsión, la que ha abandonado su objeto de deseo original redirigiéndolo hacia otra lugar.

Y es en esta última versión que quisiera detenerme y ensayar un breve análisis de un país como el nuestro que, pienso, vive en un estado de sublimación permanente, sin capacidad de mantenerse por un corto tiempo estable en un objeto de deseo. Este objeto es, al principio, intensamente identificado, pero rápido lo descartamos y nos dirigimos a otro. Esto lleva a deambular por diferentes imaginarios, en este caso político-culturales, que no nos permiten arraigarnos de manera estable en un relato y resignificando siempre nuestros focos pulsionales.

Este es el momento en que el psicoanálisis entrega herramientas para entender lo social, lo propio de un mundo en rodaje y sus configuraciones políticas. También lo específico de un país y su sociología, es decir, ese entramado relacional que se hilvana a modo de madeja compleja y muchas veces incomprensible, dejándonos sistemáticamente perplejos a la luz de un país tan dúctil como cambiante. Un país que se organiza reacción tras reacción y que es capaz de elaborar múltiples, y en tramos cortísimos de tiempo, lo que en el lenguaje de las encuestas se denomina “tendencias”.

Algunos ejemplos. Elegimos dos veces a Piñera sublimándonos respecto de una potencial sociedad de derechos sociales que nos adelantaba Michelle Bachelet. Perdimos, para variar, el punto y dirigimos nuestras pulsiones hacia la representación sublimada de la riqueza.

No todas ni todos íbamos a ser reinas con Piñera en La Moneda, sino ricos, al menos emprendedores de alto vuelo y con posibilidades ciertas de reconfortarnos, alguna vez, en el parnaso fugaz del exitismo neoliberal. Pero no fuimos ricos ni ricas y lo que tuvimos, al final, fue la desilusión y constatación trágica de que nuestras existencias estaban determinadas y que nada iba a ser mejor en las manos de un sujeto atragantado con su propia imagen, en su paranoia de líder mundial y con un afán de exposición al límite de lo pornográfico.

En conversación con Alberto Mayol hace algunos días, me decía que a Piñera lo elegimos –sobre todo la segunda vez– para odiarlo. Inquietante tesis. Identificamos y elegimos al padre millonario para después asesinarlo (simbólicamente, por cierto).

Y pasamos de adorar la imagen del éxito y el fardo grueso a un movimiento social sin proporciones ni parámetro históricos, que buscaba refundar al país impulsando un nuevo orden que diera fin a décadas de abuso neoliberal, las mismas que marcaron y marcan a la sociedad chilena hasta la médula y a fierro.

Entonces el mecanismo de la sublimación nos hizo “conscientes”, por primera vez y ahora de manera irrefutable, con los millones que se diseminaron a lo largo y ancho de todo Chile, de que si la ciudadanía no se activaba el motín se lo llevarían siempre los mismos y que, de no presionar a la institucionalidad desde las calles y los eslóganes (precisa y hermosamente diseñados para la ocasión), el statuquoismo podría tender a la perpetuación y pasaríamos otros 40 años de siesta y con la dignidad por los talones.

Todos y todas éramos refundadores; el 80% de la población apoyaba las demandas, casi nadie se sentía ajeno al romance octubrista y, es justo decirlo, no había cómo no encantarse con este acontecimiento increíble. Fue de las experiencias más intensas, hermosas y dolorosas a la vez, que viviremos jamás.

Y se ganó la posibilidad de votar por una nueva Constitución; y tuvimos una Convención Constituyente, electa, democrática, legítima en todos sus contornos; y por primera vez en nuestra historia una mujer proveniente de un pueblo originario (doble excepcionalidad histórica) presidía una instancia tan decisiva para el futuro de un pueblo. Comienza hablando en mapudungun y deconstruye la tradición respecto de lo fundacional.

Después vino el paseo en la góndola veneciana con Boric, y la sublimación nos llevó a amarlo; a entregarle por un par de meses –después de ganar las primarias a Jadue y cuando es electo Presidente– el reino mágico de sentirse el sujeto más querido de este país, depositario de todas nuestras esperanzas y el que tenía las claves para descifrar en clave institucional todo lo que sintomatizó el 18 de octubre. Vivió por un periodo corto de tiempo en una órbita casi esotérica, en el éter de la adoración, y no sólo en Chile, sino que en el mundo entero, y por un par de semanas fue la figura más rutilante y esperanzadora de la política mundial.

Sin embargo, nuestra compulsión a la sublimación nos hizo, en algo más de un mes, y a propósito de errores menores pero repetidos, invertir la magia por el más brutal principio de realidad y hoy, si le creemos a las encuestas, su nivel de rechazo según la Cadem alcanza al 57%. Seguro que los grandes medios, sumado a una derecha que se mueve mejor que nunca cuando se ve amenazada y al no menor blufeo que desde dentro de su coalición misma le han truqueado los naipes y cambiado la mano, tienen mucho o todo que ver en esto.

No obstante, lo que resulta inquietante es que en dos meses Gabriel Boric, que era el objeto de deseo nítidamente evidenciado –y en el que las pulsiones de una importante parte de la sociedad chilena se depositaban–, al día de hoy tiene que enfrentar el fin del embeleso, y empezar a jugar en áreas chicas, en potreros de barro y con jugadores/as tramposos.

¿Cómo pasamos por tantas sublimaciones (y eso que no las nombré todas) en los últimos años? ¿De qué silenciosa forma hemos sido capaces de ir de objeto en objeto de deseo sin capacidad de detenernos en uno y sin abandonarlo? ¿Es este mecanismo, el de la sublimación, el verdadero y más representativo demiurgo de la sociedad chilena?

Si esto es así y no hay más remedio, y esta es la esperanza, ojalá que este país de sublimaciones permanentes e imaginarios itinerantes logre desplazar su libido hacia las transformaciones que son urgentes e identifique, aprobando la nueva Constitución, una zona para depositar su energía y no clausurar su destino aceptando la invitación a una farra histórica que después, a modo de trauma filoso, vendrá por nosotros/as a acecharnos pidiéndonos cuentas y culpándonos por no haber sido capaces, por un solo momento, de evadir la sublimación. Esta pasada de cuentas sería, sin duda, insoportable.

Hay que estar muy despiertos y despiertas porque, nobleza obliga e historia indica, nunca se sabe lo que puede ocurrir en la indeterminación del país sublimado.

Javier Agüero Águila
Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.