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Opinión

Cambiar de dirección

Por: María Isabel Peña Aguado | Publicado: 10.06.2022
Cambiar de dirección |
Últimamente pienso a menudo que el cambio sólo va a ser posible si conseguimos que los varones dejen de convertirse en “machos”. Se me ocurre que aún tenemos que hacer más hincapié en que el feminismo no es ningún discurso de odio.

Recuerdo que en los años en los que me doctoraba en Alemania, tenía una pequeña postal en una de las paredes de mi estudio con una frase del pintor Francis Picabia. Decía algo así como que la cabeza es redonda para permitir al pensamiento cambiar de dirección. Esa frase predica, mejor que ningún tratado filosófico, la flexibilidad y movilidad de un pensamiento que nos capacita para observar las cosas también desde el punto de vista de los otros.

Esa sentencia me acompaña desde entonces, pero en los últimos días se ha convertido en una especie de mantra. Un mantra que no dejo de repetirme con la esperanza de que me ayude a salir de este estado de petrificación al que me han llevado las noticias de violencia de género y violaciones en manada que me llegan desde España.

Con no menos estupor, leo sobre las declaraciones de una política de extrema derecha que reprocha a las feministas que hayan terminado con los piropos en las calles y que hayamos contribuido a la desaparición de esas ‘muestras de admiración’ (¡!!!!) masculina. Por mucho que me esfuerzo, no logro hacer esos giros con mi cabeza, ni obligar a mi pensamiento a que siga esas piruetas retrógradas que nos devuelven a tiempos que —¿tal vez ingenuamente?— creíamos haber dejado atrás.

No soy la primera mujer —ni seré la última, por desgracia— que se lamenta de esta situación. Muchas otras han expresado la misma desesperanza, además de desesperación, ante situaciones parecidas. Con muchas de ellas, me he manifestado pidiendo que no desaparezca ni una más; como muchas otras, le di la bienvenida al movimiento del #yo también# defendiendo, además, la credibilidad de sus testimonios. Y, sin embargo, aquí seguimos: cuatro mujeres asesinadas en España en una semana, varias violaciones en manada en los últimos fines de semana, una mujer en cuidados intensivos tras la paliza recibida por su marido.

Se me congela la cabeza en un punto del horizonte mientras no dejo de preguntarme cómo es posible que sigamos así: ¿para qué ha servido todo el discurso feminista?, ¿para qué seguir escribiendo y denunciando esta violencia gratuita contra las mujeres? ¿No entiende esa señora que esos ‘dechados de creatividad’ masculina, que son los piropos, no son más que una expresión añadida de una forma de ver a las mujeres como algo que se tiene a disposición, como algo que se posee? ¿No son los piropos un eslabón más de la cadena que reduce a las mujeres a ser sólo y exclusivamente un cuerpo? ¿Qué nos pasa? ¿Qué parte de todo esto no hemos entendido? ¿Cómo es posible que sigamos obviando cifras, estadísticas y hechos que nos presentan autoras como Rosa Márquez y Marta Jaenes en ¿Cerró usted las piernas? Contra la cultura de la violación (2021) o como Caroline Criado Pérez en Invisible Women (2022)?

Últimamente pienso a menudo que el cambio sólo va a ser posible si conseguimos que los varones dejen de convertirse en “machos”. Se me ocurre que aún tenemos que hacer más hincapié en que el feminismo no es ningún discurso de odio. Tenemos que subrayar que el feminismo, en su arista más social e incluso política, también supone una liberación de los patrones de masculinidad establecidos por el patriarcado. Me consta que muchos varones lo viven así. Lo veo en mis clases en las que la teoría feminista cada vez despierta más interés y contribuye a hacer girar más cabezas. Ese es, por cierto, el giro de la cabeza que queremos: uno que lleve a un cambio de perspectiva en el pensamiento y no un giro que se produzca para desnudar a las mujeres con la mirada o decirnos cualquier barbaridad camuflada en forma de piropo.

No creo que haya que esperar, sin embargo, hasta la entrada en la universidad para empezar con una educación cuya finalidad principal tiene que ser terminar con un sistema patriarcal que incluye abusos de poder, violación de derechos humanos, y discursos de supremacía ya sea de raza, género o clase. No hay duda de que es necesario, para empezar, que la escuela termine con estereotipos respecto a lo que “es de niños” y lo que “es de niñas”; es de gran relevancia que cuestionen los modelos establecidos de feminidad y masculinidad. Se trata de un trabajo ingente, ya que no sólo hay que ocuparse de la percepción corporal que todos tenemos de nosotras mismas y de los demás. Esto conlleva, por ejemplo, que las niñas utilicen su cuerpo en el deporte igual que los niños y que estos se ejerciten en el mismo nivel de empatía que nos parece propio de las niñas.

Es imprescindible desarrollar una nueva sensibilidad para manejar y cuestionar siglos y siglos de cultura y religión que nos presentan repetidamente los mismos modelos de pensar y de entender el mundo, los mismos estereotipos de género, de estructura social, de formas de convivir, de modos de amar. Es fundamental que los varones se involucren en esta tarea y entiendan la envergadura de este cambio. No se trata de que “nos ayuden”, tampoco de que “nos protejan” y mucho menos de que “nos guíen”. Se trata de participar en un cambio radical de valores y creencias que termine con las habituales dialécticas de amo y esclavo, de sumisión y subalternidad. Se trata de una vieja ambición feminista que quiere terminar con un sistema de ideas y prácticas patriarcales para, en palabras de Gerda Lerner, “construir un mundo libre de dominación y jerarquía, un mundo que sea verdaderamente humano”.

Esta es sin duda la meta. ¿Demasiado ambiciosa? ¿Añoro algo que nunca fue? ¡Quién sabe! Aun así, me quedo con Pandora, que llegó a guardar la esperanza en su cajita.

María Isabel Peña Aguado
Académica de la Universidad Diego Portales y asesora filosófica de mujeres.