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Liberalismo en el Tercer Mundo: lo que los liberales no quieren decir

Por: Carolina Carreño | Publicado: 20.06.2022
Liberalismo en el Tercer Mundo: lo que los liberales no quieren decir Revolución Industrial, siglo XVIII |
Lo que algunos quieren vendernos como un discurso de la inquebrantable urgencia de libertad no es más que un justificativo usado arbitrariamente por poderes fácticos, grandes empresas y corporaciones internacionales para socavar las democracias de países débiles como el nuestro en democracia y derechos e instalarse sin grandes problemas normativos.

A raíz de los álgidos debates a propósito del plebiscito que se avecina, se ha expuesto fuertemente el tema de la libertad como uno de los argumentos para rechazar la nueva Constitución. La idea, en síntesis, sostiene que el texto escrito por la Convención vendría a sacrificar la libertad de elegir de las personas ante la imposición de sistemas regulatorios donde el Estado sería el único oferente de bienes básicos para nuestra vida y que el monopolio que se aseguraría a algunos entes sociales constituiría un obstáculo insalvable para la libertad de las personas.

Por ejemplo, a los trabajadores se les obligaría a sindicalizarse y perderían la libertad de pertenecer a un grupo negociador; a los pensionados se les obligaría a pasar a un sistema público de pensiones y se coartaría la libertad esencial de toda persona de elegir un sistema en que su esfuerzo adicional sería premiado (en un sistema privado); por último, en la salud la nueva Constitución nos obligaría a todos a estar incluidos en el sistema público, a pesar de que la libertad (actual) supone elegir entre dos opciones “relativamente equivalentes”. Más recientemente algunas voces han usado a la libertad como estandarte para rechazar el nuevo texto constitucional atendida una “amenaza marxista”.

Para quienes abogan actualmente por una postura liberal -y que argumentaría que la nueva Constitución vendría a dañarla seriamente-, es la libertad la que permitiría el desarrollo (citando a Amartya Sen) y no sería lógico que se sacrificara “uno de los atributos más esenciales del ser humano haciéndonos creer que la solidaridad con los más vulnerables es incompatible con la libertad”. Luego, argumentan que todos tenemos derecho a elegir un sistema de salud, un sistema de pensiones, etc.

Creo oportuno aclarar algunos conceptos que los liberales -especialmente en su discurso latinoamericano- han omitido explicar respecto de la libertad. Lamentablemente, en los tiempos que corren este concepto se aplica en términos bastante ambiguos y se amolda fácilmente al tiempo y las circunstancias. Sin embargo, hay que decir que incluso existen politólogos que se autodenomina “liberales clásicos” pero no enseñan las doctrinas originales del concepto (con el pobre John Locke sacudiéndose en su cripta). Por eso resulta tan relevante que aclaremos el concepto original del liberalismo y así desmentir el uso arbitrario que se le da por parte de los autollamados libertarios que son en realidad defensores de grandes conglomerados nacionales y extranjeros (muchos con réditos mediante) especialmente en Latinoamérica, considerado el último lugar del mundo para abusar del sistema gracias a su falta de proteccionismo y corrupción.

Un Estado con débiles regulaciones respecto del pago de impuestos, restricciones medioambientales y una “vista gorda” al soborno es tierra fértil para todo aquel que en su propio país se ve compelido a cumplir con leyes en contra de sus intereses, pero que son impuestas a favor de la sociedad. Desde ya es importante señalar que el discurso liberal que actualmente algunos sectores pregonan está muy alejado de su concepto clásico. Pero aún: está a años luz de la idea de libertad de aquellos países considerados originalmente liberales. Dicho en otras palabras: lo que algunos quieren vendernos como un discurso de la inquebrantable urgencia de libertad no es más que un justificativo usado arbitrariamente por poderes fácticos, grandes empresas y corporaciones internacionales para socavar las democracias de países débiles como el nuestro en democracia y derechos e instalarse sin grandes problemas normativos. Eso no podrían hacer en sus propios países, que por cierto son muy proteccionistas. Pero comencemos por explicar el origen del liberalismo.

El liberalismo fue una corriente filosófica, política y económica que promovió la libertad del ser humano, su igualdad política y jurídica y la búsqueda del progreso material de los pueblos. Nació en Inglaterra durante siglo XVII y tuvo su momento de máxima expresión con la Revolución Francesa en 1789, la Revolución Norteamericana en 1776 y los procesos independentistas en América Latina a partir de 1810.

Uno de los primeros pensadores de esta corriente fue John Locke (considerado como el fundador del llamado liberalismo clásico), quien planteó que todos los seres humanos poseen una racionalidad inherente a su ser, la cual le permite a los sujetos discernir entre el bien y el mal. Asimismo, Locke señaló que entre los derechos humanos básicos se encontraba el derecho a la propiedad, a la libertad y a la vida, los cuales se obtenían desde el nacimiento. ¿Por qué era tan importante la libertad para los pensadores en aquella época? Locke -así como Hobbes, Rousseau, Montesquieu y otros- vivió en una época muy convulsionada políticamente, ya que en Inglaterra (y Europa en general) se suscitaban tiempos de crisis y disputas entre el poder monárquico (los reyes, considerados la representación de Dios en la Tierra), el Parlamento y el pueblo, que moría de hambre y enfermedades producto de las malas condiciones de vida y la nula preocupación de los soberanos.

En efecto, el concepto de poder manejado de forma despótica y arbitraria por el supremo monarca influyó mucho en pensadores como Locke, para quien la monarquía no podía ser legítima porque su poder no había nacido del consentimiento de una mayoría de hombres libres. Pero este filósofo fue más allá: contrario al pensamiento de la época, postula que los hombres nacen libres (no sujetos a ningún poder absoluto), iguales y naturalmente racionales (contrario a los idearios monárquicos que postulaban que los hombres en su insuficiencia necesitaban de alguien que los guiara y cuidara).

Para Locke, la libertad es la facultad de que “que cada uno pueda disponer y ordenar, según le plazca, su persona, acciones, posesiones y su propiedad toda”, y “nadie pueda verse sometido a la arbitraria voluntad de otro”. Lógicamente, en sus ideas se refleja la figura del rey que somete al pueblo al hambre y la miseria afectando sus derechos más esenciales. Es por ello que para este filosofo la idea de que el hombre es libre por esencia y tiene derecho a la vida y la posesión de bienes resulta tan relevante pues son precisamente esos derechos que el rey no les permitía a sus súbditos. Ahora bien, ¿por qué era importante la propiedad de bienes para John Locke? Para este contractualista, la propiedad no poseía sólo una significación únicamente económica, ya que denominaba en un sentido amplio tanto el derecho a la vida, libertad y bienes. En relación con este último, consideraba la propiedad privada como una institución fundamental para preservar la libertad y restringir la discrecionalidad y los abusos de los gobernantes. No es difícil deducir que dichas ideas también tenían su origen en lo que veía día a día: los abusos de los reyes y la opresión que ejercían ante un pueblo oprimido, pobre y con hambre. Por eso es que Locke veía en la propiedad la posibilidad de superar esa situación.

Entonces, el liberalismo fue una corriente filosófica creada en respuesta a los abusos de los gobernantes en una época en la que los monarcas se sentían con la licencia de abusar de sus súbditos atendida la circunstancia de que eran considerados divinos. Sin embargo, esta corriente puso fin al paradigma del origen del poder: el poder ya no emanaba de un rey divino sino del pueblo, quien le entregaba su voluntad a un Estado representativo para que gobierne. En aquel entonces el liberalismo representó el respeto a las libertades ciudadanas e individuales (libertad de expresión, asociación, reunión), la existencia de una Constitución inviolable que determinase los derechos y deberes de ciudadanos y gobernantes; separación de poderes (legislativo, ejecutivo y judicial) para evitar cualquier tiranía; y el derecho al voto, muchas veces limitado a minorías.

Con todo, y con el paso del tiempo, este ideario sirvió para justificar la libertad económica en pleno periodo industrial. En efecto, en el siglo XIX la alta burguesía justificó por medio de esta corriente la no intervención del Estado en las cuestiones sociales, financieras y empresariales y, a nivel técnico, supuso explicar y justificar el fenómeno de la industrialización y sus más inmediatas consecuencias: el gran capitalismo y las penurias de las clases trabajadoras. Defendió las malas condiciones de trabajo bajo un pensamiento filosófico-económico que asumía este hecho como inevitable y que, en consecuencia, servía para tranquilizar su propia inquietud. Tal doctrina fue desarrollada por dos brillantes pensadores: el escocés Adam Smith (1723-1790) y el británico Thomas Malthus (1766-1834).

Respecto del primero, resulta relevante señalar que con su libro La riqueza de las naciones defendió la libertad de los sujetos para tomar sus propias decisiones económicas, lo que luego se conoció como laissez faire, es decir, dejar que el libre juego de la oferta y la demanda determinen las decisiones de los individuos en el campo económico. Del segundo, cabe decir que desarrolló el concepto de la individualidad de los sujetos, planteando que los individuos se van desarrollando y adquiriendo sus propias cualidades en un contexto social determinado. Consideró a los sujetos como seres singulares, los que deben desarrollar su propio camino que le permita alcanzar la plenitud y lo permitirá lograr el progreso de todos. Tanto la primera ideología como la segunda son consideradas hoy impracticables atendida la naturaleza eminentemente egoísta del hombre, quien siempre aspirará a lograr mayores triunfos y riquezas (ejemplos: monopolios, oligopolios, abuso de posición dominante, aumento arbitrario de precios, evasión tributaria entre otros), motivo por el cual es necesaria la regulación externa.

Es más: el país que fuera la cuna del liberalismo comprendió muy rápido (y quizás de la peor forma posible) que era absolutamente necesario que el Estado participara activamente en la protección de los derechos de las personas. En efecto, como consecuencia de las dos grandes Guerras Mundiales, Inglaterra desarrolló uno de los sistemas de seguridad social más exitosos de todos los tiempos.

Fue precisamente un liberal inglés, William Beveridge, quien propuso un modelo de reconstrucción para el periodo de posguerra. Su informe titulado Report to the Parliament on Social Insurance and Allied Services («Informe al Parlamento acerca de la seguridad social y de las prestaciones que de ella se derivan», más conocido como Informe Beveridge), de 1942, preconiza que todo ciudadano en edad laboral debe pagar una serie de tasas sociales semanales con el objetivo de poder establecer una serie de prestaciones en caso de enfermedad, desempleo, jubilación y otras. Para Beveridge, ese sistema permitiría asegurar un nivel de vida mínimo por debajo del cual nadie debía caer y -para convencer a los conservadores escépticos- explica que la asunción por parte del Estado de los gastos de enfermedad y de las pensiones de jubilación permitiría a la industria nacional beneficiarse de aumento de la productividad, y como consecuencia, de la competitividad.

Al terminar la Segunda Guerra Mundial, asume como Primer Ministro el conservador Winston Churchill, quien anuncia la puesta en marcha del Estado del Bienestar, tal y como había sido definido en el primer informe Beveridge. En la actualidad, se reconoce que el desarrollo del Estado del Bienestar británico arranca del Informe Beveridge, que propuso el desarrollo de un nuevo sistema de derechos sociales: prestación por desempleo, enfermedad y retiro y asistencia sanitaria. Y todo gracias a un liberal.

Por último, cabe decir que el Imperio británico fue uno de los más poderosos y crueles colonizadores en el mundo entre los siglos XVI y XX comprendiendo dominios, colonias, protectorados, mandatos y otros territorios gobernados o administrados por el Reino de Inglaterra y su sucesor, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, en América, Europa, Asia y África. Ha sido el imperio de mayor extensión hasta la fecha. Pero, a diferencia de su política nacional, respecto de sus colonias no aplicó una política de protección, desarrollo y auto sustentación. Al contrario, ninguna de las colonias tuvo un desarrollo importante en materia tecnológica, política económica, ya que a este imperio no le importaba que se desarrollaran, más bien quería que produjeran sólo los bienes que serían importados para su enriquecimiento. Fue por ello que, cuando estos territorios se independizaron, ninguno tenía un desarrollo a nivel político, social o tecnológico. A la fecha, muchos de esos territorios padecen graves crisis internas como consecuencia de su pasado colonial.

En resumen: el país originario del liberalismo es tremendamente proteccionista para adentro y tremendamente liberal para afuera. ¿Por qué? Simple: es sólo una cuestión de conveniencia económica: los conglomerados de estos países necesitan países con gobiernos débiles donde instalar sus megaempresas y puedan desarrollarse libre de impuestos y limitantes medioambientales o sociales, de modo de obtener las máximas ganancias posibles, lo que no podrían hacer en sus propios países de origen. Para ello financian centros de estudios en Latinoamérica que fomenten en libre emprendimiento y la iniciativa económica y pongan en entredicho los derechos de las personas. Y este es sólo un ejemplo: países como Estados Unidos, Alemania y otros instalan en países tercermundistas escuelas dogmáticas que buscan defender el libre mercado y la libertad de emprendimiento con el fin de lograr mejores exenciones y debilitar cualquier política proteccionista. Nuestro país es, desde hace décadas, sede de varios de ellos.

Las anteriores reflexiones nos llevan a repensar los hechos que se suscitan en la actualidad: se pregona la libertad como la gran afectada producto de la nueva Constitución, pero nada se dice de los legítimos derechos que avanzamos como sociedad. Mientras que hay países que poseen sólidos sistemas de seguridad social, algunos usan manipuladamente filosofías anticuadas para argumentar lo que ni en esos países sería posible de defender. Pero no sin menos éxito, ya que gracias a ello nuestro país lleva cinco décadas bajo la lógica de premisas que han quedado marcadas con fuego en nuestro inconsciente colectivo y en nuestro ideario social, construyendo imaginariamente un modelo de sociedad individualista, en el cual la palabra solidaridad no tiene cabida. El autosustentamiento y el esfuerzo individual han sido los motores de un modelo siu generis legalizado y legitimado por una institucionalidad subsidiaria, carente de facultades reguladoras y subsumida en una lógica de mercado.

Las actuales isapres y AFPs son por hoy excelentes negocios con ingresos cautivos, muy poca inversión y rentabilidad asegurada. Un modelo que lucra con los derechos de las personas, consagrado en la Carta Fundamental, en las leyes, y preconizado por una sociedad entrenada en la lógica del que “es pobre porque no trabaja”, ha consolidado el éxito y la riqueza de unos pocos. No por nada somos uno de los países con el mayor índice de desigualdad en el mundo, amén de ser la cuna del incremento de las riquezas más meteóricas de los últimos años. Cabe señalar que -afortunadamente- la máxima del “flojo pobre” ha sido progresivamente desestimada, estallido social mediante. La lectura del que puede ser uno de los episodios más reivindicativos de la historia de nuestra sociedad es simple: no más a la legitimización de los abusos.

Rosenblatt, preocupada por la pérdida de confianza en la democracia liberal y el auge de su antítesis, la «democracia iliberal» y los populismos —como la de Viktor Orban en Hungría, o incluso algunos rasgos de los EE.UU. de Donald Trump—, cree que se han perdido valores liberales esenciales: «Me temo que nos hemos vuelto demasiado individualistas. Hay demasiado énfasis en los derechos, opciones e intereses individuales y no tanto en la comunidad y la ciudadanía. El gran teorista liberal Alexis de Tocqueville dijo que el individualismo era otra palabra para el egoísmo. No estoy diciendo que los derechos individuales no sean importantes, pero se necesita un cierto equilibrio. El liberalismo tiene los recursos para salvarse y emerger más fuerte si aprende de su propia historia». Su próximo reto: adaptarse a los cambios que provoque el coronavirus en nuestras sociedades.

Es efectivo que una persona sin libertad se encuentra más dificultada a desarrollarse y, desde ese punto de vista, es posible darle la razón a Amartya Sen. Sin embargo, esta aseveración esta sacada de contexto: en sociedad todos deben tener espacio para desarrollarse y para ello es necesario que se creen espacios comunes de crecimiento y desarrollo. Luego, una vez satisfechas las necesidades básicas de todo individuo es posible ampliar las libertades.

El crecimiento económico de un país puede constituir un medio relevante para ampliar las libertades que disfrutan los miembros de la sociedad, pero esas libertades dependen también de otros factores, como los planes sociales y económicos (programas para la educación y el cuidado de la salud) y los derechos civiles y políticos (libertad de participar en el debate y los escrutinios públicos). De esa misma forma la industrialización, el progreso tecnológico o la modernización social pueden contribuir sustancialmente a la expansión de la libertad humana, pero estas dependen también de otros factores.

Con todo, es el desarrollo el que genera libertad y no al revés. El desarrollo requiere de la eliminación de importantes fuentes de la ausencia de libertad como son la pobreza y la tiranía, oportunidades económicas escasas y privaciones sociales sistemáticas, falta de servicios públicos, intolerancia y sobre actuación de estados represivos. Sin embargo, a pesar del incremento sin precedentes de la opulencia global, el mundo contemporáneo niega libertades elementales a enormes cantidades de personas, si no es que a la mayoría.

Unas veces la falta de libertades reales se relaciona directamente con la pobreza económica, que priva a la gente de la libertad de satisfacer el hambre, alcanzar una nutrición adecuada, obtener remedios para enfermedades curables, contar con techo y abrigo, agua limpia e instalaciones sanitarias. En otros casos esta ausencia de libertad se une estrechamente a la falta de servicios públicos y asistencia social, tales como la inexistencia de programas epidemiológicos, medidas organizadas para el cuidado de la salud, instalaciones educativas, instituciones efectivas en la preservación de la paz y el orden locales. Hay casos, incluso, donde la violación de la libertad es el resultado directo de la negación de libertades civiles y políticas de parte de un régimen autoritario, así como de la imposición de restricciones a la libertad de participar en la vida social, política, y económica de la comunidad. Y, en especial, no es posible elegir con un tipo de participación ciudadana que en sí es un derecho y que se promueve como una libertad pero que en la practica resulta un engaño negando la verdadera posibilidad a elegir.

Hoy los libertarios critican que el borrador constitucional podría privar del derecho a elegir prerrogativas supuestamente concedidas, pero omiten que ninguna persona en nuestro país tiene posibilidad a elegir, por la sencilla razón que esos bienes están sujetos a la oferta y la demanda de un mercado dirigido por el mejor postor. Y que con un sistema instalado en la actualidad en nuestro país es posible que menos y menos personas tengan acceso a derechos hoy considerados privilegios. Está en nuestras manos darle el real significado a la libertad.

Carolina Carreño
Abogada, magíster en Derecho Constitucional. Directora jurídica de la Fundación Equidad.