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Opinión

Me parece que no somos felices

Por: Maximiliano Salinas | Publicado: 11.07.2022
Me parece que no somos felices |
La infelicidad de la derecha chilena se la jugó por detener la victoria del Frente Popular en 1938. Y, qué decir, con tal de detener la victoria de la Unidad Popular en 1970. Siempre infelicidades, malaventuranzas. No alentar la esperanza. Una élite cascarrabias. Hoy es la minoría conservadora, de menguada representación política en la Convención, pero con un poder mediático monumental que transfigura su estatura.

La historia de Chile es la historia de los huasos ricos de San Felipe ¿no? Son todos Presidentes de la República [Roberto Matta]

La expresión insuperable de Enrique Mac Iver, célebre antibalmacedista, “me parece que no somos felices”, dicha en 1900, compendia la sensación de contrariedad y ansiedad que la élite chilena ha mantenido sostenidamente durante el siglo pasado y el presente. Es una confesión o una autoconfesión de infelicidad. Ahora esta expresión tremebunda y apestada es la que transmiten los apóstoles del Rechazo a la nueva Constitución.

La derecha anunciando las malaventuranzas. Esa fue la actitud de la élite contraria a Balmaceda en 1891: “Los viejos hipócritas, acostumbrados a ver y tocar Presidentes caseros sin un rezongo, fueron ellos en buena parte quienes gritaron contra Balmaceda el grito de cacería que rebana el aire y va rodando hasta lejos: ‘¡A él, a él!’” (Gabriela Mistral, Don José Manuel Balmaceda, 1930). En 1948 el cura Osvaldo Lira, profeta de la antidemocracia en Chile, denunciaba a la “repugnante pandilla de degenerados mentales que fueron los promotores de la revolución francesa” (Lira, Visión política de Quevedo, 1948). Nada menos.

Eran los tiempos en que los socialcristianos agitaban las aguas del conservadurismo católico. Lira volvió entonces la mirada filial hacia el absolutismo barroco de España, a la gloriosa monarquía peninsular. Según el clérigo desesperanzado el régimen monárquico era “no sólo el más perfecto, sino aun el único perfecto”. Había que retornar a los dorados tiempos coloniales, de la administración de los Habsburgos, los Austrias, sin asomo de democracia. Adelantado del golpe militar de 1973, profesor universitario, padre espiritual de Jaime Guzmán y amigo de Pinochet, el cura Lira juntaba rabia y descontento. Se había identificado con Francisco de Quevedo, el intelectual reaccionario del siglo XVII.

La derecha atacaba a Maritain, el humanista cristiano. En 1950 Gabriela Mistral denunció a los agoreros que extendían sus influencias hasta el Vaticano, incluyendo a Pío XII. “La leyenda negra de Maritain es obra y logro sólo de los pechoños de las Bolsas y de algunos curas malos –malos curas. En el Vaticano tiene a pocos, pero tiene al N° 1, y eso basta (al Papa)” (Gabriela Mistral, carta a los Tomic Errázuriz, 1950). La élite conservadora y antidemocrática fue la que apoyó la Ley Maldita en Chile, baldón de la historia política del siglo XX. Gabriela Mistral le comentó a su amigo y compadre Radomiro Tomic: “Me quedo perpleja de la entrega casi total que el Partido Conservador ha hecho, a trueque del aniquilamiento del enemigo, de todos los principios republicanos. ¡Me pasma!” (carta a Radomiro Tomic, 17 de junio de 1948).

La infelicidad de la derecha chilena se la jugó por detener la victoria del Frente Popular en 1938. Y, qué decir, con tal de detener la victoria de la Unidad Popular en 1970. Siempre infelicidades, malaventuranzas. No alentar la esperanza. Una élite cascarrabias. Hoy es la minoría conservadora, de menguada representación política en la Convención, pero con un poder mediático monumental que transfigura su estatura.

Mientras se celebraba el 4 de julio con expectación y emoción en el ex Congreso Nacional la entrega oficial de la nueva Constitución, un periodismo malhablado, extrañamente asociado al grande y ancestral río Bío-Bío, distrajo a los chilenos con comentarios inopinados como si el presidente Boric llegaba o no llegaba a la sesión, si le rendían o no honores militares, o si se ponía o no los anteojos, si una silla estaba suelta, o si había llamas de incendio en el centro de la capital.

El asunto era restarle autoridad, seguridad, concentración y entusiasmo a la ocasión magnífica donde se puso a disposición de los chilenos y las chilenas la nueva Carta Magna democrática. Distraer, estorbar, molestar, ponerse grave. Lo contrario de grávido, fecundo. “La tiranía está perfectamente organizada por los mass media” (Matta, Autorretrato).

La nueva Carta Magna no se aviene con la infelicidad. Se aviene con la proximidad. Con el contento de unos pueblos que empiezan a reconocerse hermanos, parientes, no desperdigados desde el centralismo latero de Santiago, apóstol de la vieja España. Se aviene con los pueblos ancestrales nunca reconocidos por las administraciones racistas blancas. Se aviene con la alegría de la naturaleza que quiere volver a revivir para hacernos vivir. Se aviene con la dignidad, esa palabra linda, como dijo el Presidente de la República. Se aviene con el encuentro entre todos.

“Para que cambie la sociedad hay que cambiar de dimensión, la gente tiene que comprender que el otro es indispensable, con todas sus diferencias y sus obstáculos, y no verlo como hostil y como un obstáculo para la relación. El otro es el otro. Es el otro elemento que se necesita para que haya procreación, que es una disponibilidad hacia un deseo, que no es del orden sexual, pero es un deseo como el sexual, que excita todas las energías a procrear. Eros es eso. El amor es eso […]. Ahora se trata de inventar el des-odio” (Matta, Autorretrato).

Maximiliano Salinas
Escritor e historiador. Académico de la Facultad de Humanidades de la USACH.