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Opinión

Del sueño de octubre a la realidad de septiembre

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 21.07.2022
Del sueño de octubre a la realidad de septiembre | Agencia Uno
¿Cómo hacemos para dejar el romance y recuperarnos de cara a lo que puede ser la reafirmación de un modelo en su versión más transformista? ¿De qué forma abandonamos la pura poética octubrista para recuperar el principio de realidad septembrista?

En su libro Los bordes de lo político (1990), el filósofo francés Jacques Rancière apunta que la democracia podría ser representada como un “trirreme de marinos ebrios”, es decir como un barco de borrachos a la deriva en altamar entregados sin conducción al vaivén del oleaje y las vicisitudes de los océanos. El desafío sería entonces sacar a la democracia –y entonces a lo político– de su naturaleza entrópica (al mar lo entiende como el lugar del caos, del mareo) para llevarla a tierra firme y de esta manera construir institucionalidad olvidando, o más bien ignorando, ese origen cuyo destino no era otro que el naufragio. Toda política, y en este caso la democracia –escribe Rancière en clave platónica–, debe edificarse de espaldas al mar.

Me sirvo de esta metáfora para pensar y preguntar de qué va la política chilena actual en un contexto de indeterminación radical, en donde en menos de tres años hemos pasado por un sin número de mareas, altas y bajas, naufragios y sublimaciones que, si en algo se coordinan, es justamente al interior de una saga inestable de acontecimientos que no terminan por cuadrar –al menos a mí no me cuadran– y en los cuales no alcanzo a divisar costa alguna, sino más bien constatar una suerte de humedal pantanoso en el que es imposible anclarse, establecerse. No tenemos hoy ritmo político estable, sino una partitura descoordinada que descarta cualquier análisis de tierra firme, por recitar a Rancière, que nos devuelve, nuevamente, al siempre inconcluso pulso marítimo en donde solo hay farra y resaca.

La política es una medusa. Aún estamos afiebradas/os con octubre, habría que decirlo. Con ese momento caótico lleno de belleza que a punta de ciudadanía, acéfalo y sin más programa que el que salió de un grito callejero (en el mejor de los sentidos), hizo simplemente evidente lo que por siglos, es probable, ya sabíamos y vivíamos: una extendida y ominosa cultura del abuso que, en su abyecta conducción de nicho, vertebró un país a la medida de una oligarquía económico-política; la misma que en un ejercicio de reproducción no menos dinástico y endogámico había construido un páramo desolador y eufórico a la vez, páramo en el que no teníamos nada en común salvo la sospecha por el otro, al tiempo que la temperatura consumista se disparaba sin pudor al compás de un relato exitista y pletórico de ficciones.

Pero había que bajar la fiebre y ganar en la arena política. El romanticismo y la nostalgia por el octubre perdido casi nos llevó a tener un Presidente de ultraderecha que no habría sido sino la lápida incoherente e irónica de un país que había –como se coreaba en las calles de todo Chile– despertado. A tiempo se volvió a la política, se bajo el tono, se entró a la antiestética pero necesaria práctica negociadora y, así, evitamos morfarnos 4 años de pesadilla ultraconservadora.

¿Cómo hacemos, en un contexto en que el Rechazo ha ganado definitivamente terreno, para dejar el romance y recuperarnos de cara a lo que puede ser la reafirmación de un modelo en su versión más transformista? ¿De qué forma abandonamos la pura poética octubrista para recuperar el principio de realidad septembrista? ¿Cómo asumir en la dura que, de no pelearla en la política cotidiana, esa que parece intrascendente pero que la derecha ha sabido siempre gestionar (revolucionando todas las agujas), la ironía histórica de seguir con la Constitución del 80 no tiene nada de fábula, sino que es la pura verdad y nada más que la triste verdad?

Es cierto que la izquierda, o lo que sea que esta palabra pretenda decir, pero de la cual me siento parte, es más cebollera que la derecha. Somos más melancólicos, añoramos mundos desaparecidos, nos emocionan las canciones de Violeta Parra, Víctor Jara o Quilapayún, y permanente hacemos de la nostalgia un recurso identitario. Esto, que es en parte lo propio de la izquierda, hace que muchas veces nos cueste enfocarnos en lo puramente político entendido en su variante electoral. Ahí donde la batalla cultural está ganada, siempre, y por esta pulsión a la melancolía, tenemos que sufrir para evitar el avance, o más bien la preeminencia, de los famosos poderes fácticos.

La derecha, por el contrario, no siente ni tiene nostalgia porque simplemente reacciona ante la posibilidad de perder sus privilegios históricos y es capaz hasta de matar al padre Pinochet, su significante amo, y de venderse a precio de liquidación con tal de no soltar el listón.

Esto es muy resbaloso y extremadamente peligroso porque si seguimos narcotizados con la velada octubrista, con el placer utópico de lo que fue, paradójicamente lo que nos aprestamos a vivir es una distopía, una hemorragia de fantasmas y hologramas guzmanianos que no sabrán abandonarnos nunca. Seguirán ahí, siempre en el radar del imaginario político y cultural de un país que no supo sacudirse el lastre de su fiel y larvado conservadurismo.

Hace unos días y en un gesto, a mi juicio, de astucia política de alto calibre, Gabriel Boric generó un escenario completamente nuevo. Nos puso de frente al Rechazo y a la posibilidad cierta de lo que significa el hecho de que gane. Lo dijo en un matinal, a la hora en que todas y todos tienen acceso a esa zona que, entre farándula y política contingente, entre cahuines bufos y prédicas electoralistas de lado y lado (la “farandupolítica”), ha sabido transformarse en una suerte de ágora postmoderna. Además, también hay que otorgárselo, Boric pavimentó tácticamente el camino para decir lo que quería decir. Y lo dijo a modo de irrupción, desmantelando el articulado de la conversación y armando un tinglado medio a la ligera pero denso y penetrante. Fue un movimiento táctico de nivel, sin romanticismo ni nostalgias disparadas a la eternidad, solo pulso político y nitidez contextual.

El Apruebo parece estar en el oleaje. Es necesario ir a tierra firme nuevamente, recuperarse en lo real y superar, tanto como se pueda, la bella modorra romancera de octubre. Fue extraordinaria, lo definió y lo define todo, es cierto, pero el sueño no puede descansar ad eternum en la cama del faquir.

Ahora en clave septembrista, y no octubrista, hay que volver a despertar.

Javier Agüero Águila
Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.