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Opinión

Moral y política en tiempos del Rechazo

Por: Martín de la Ravanal | Publicado: 18.09.2022
Moral y política en tiempos del Rechazo Grafiti en Valparaíso |
Cuando hay una crisis social también suele haber una crisis moral, que es una crisis de desorientación, un choque de valores de la sociedad que no pueden conciliarse, y donde la jerarquía de lo más importante colectivamente no logra articularse. Esto redunda en una crisis de la autoridad. Esa crisis la experimentamos hace rato.

Derrotada la opción del Apruebo, mordiendo el polvo de la derrota quienes la apoyamos, aparecen los matarifes. Los llamados a la autocrítica, desde luego necesaria, parecen esconder un poco pudoroso y malsano regocijo en ver derrotada la propuesta. Desde el académico que se excita en repetir una y otra vez “se los dije”, el que cree que el proceso fue algo parecido a un triunfo deportivo (que requiere de cierta humillación pública del adversario) hasta el político “de trayectoria” que sale del closet en que lo metieron, para pretender juzgar y dirigir lo que queda de futuro.

Del otro lado, flaco favor hacen quienes intentan superar el dolor del fracaso evidenciando y exponiendo las opiniones poco articuladas de algunos compatriotas que apoyaron el Rechazo. Impotencia muestran quienes se contentan con un nuevo orgullo identitario de “somos del 38%” y cosas semejantes. La atendible sospecha sobre el rol de fake news, estrategias de desinformación, bots, trolls, influencers y toda esa fauna digital no alcanza a tapar los evidentes problemas de imagen, contenido y comunicación que tuvo la nueva propuesta y su camino.

Comenzamos una etapa en que nos llenaremos de diagnósticos, ensayos, libros, síntesis, columnas, que intentarán darle perspectiva a este fracaso. Cada cual armará, según su interés y mezquindades inevitables, el análisis que convenga acorde a lo que pretenda ganar –o rescatar– de este acontecimiento.

Parece evidente que el resultado del plebiscito da cuenta de un “espíritu” que habita en las mayorías, y que está atravesado por una profunda sensación de malestar, cansancio y hastío con la “situación” que viene arrastrando el país y su institucionalidad, y que castiga a la política, votando. Ese espíritu es una mezcla de sentimientos, deseos y razones, cuyo de modo aparecer no es puro, ni lineal ni obligatoriamente consistente.

No es una racionalidad pura, no es un cálculo de algo, ni un escrupuloso argumento moral. Tampoco es una mazamorra invertebrada: tiene una sustancia, y tiene una historia también. Ella toma forma, resiste, se expresa, calla, juzga y opina por fuera de twitter y las pretensiosas columnas de opinión con que solemos aburrir a los pocos lectores que tenemos.

Ese espíritu puede apoyar entusiastamente la revuelta social y condenar, al mismo tiempo, los excesos de la violencia callejera. Puede estar de acuerdo en cambiar la Constitución pero rechazar una que no sea clara, que no trate los temas que le tocan en lo más inmediato, o que no respete cierto sentido de lo tradicional, la costumbre y el sentimiento arraigado. Puede tratar de “merluzo” al Presidente por no ocupar corbata y se escandaliza con el comportamiento poco formal de algunos convencionales, pero también celebra la “viveza” del compatriota que burla la ley y el desparpajo sexual del reggaeton o el trap. Puede denostar a los políticos, expertos y académicos y, al mismo tiempo, considerar que que deben gobernar los que saben y no un “cualquiera”.

Es cierto que el alma de nuestro país fue modelada, a sangre y fuego, hace 49 años, por una versión radicalizada del capitalismo que mantuvo, en lo profundo, un núcleo conservador y autoritario. Pero es una conclusión apresurada pensar que las mayorías se inclinan por una competencia desalmada y por el “frío interés y el pago al contado” (pago en cuotas habrá que decir). Gran parte del descontento tiene que ver con que lo inmediato de las preocupaciones de las familias permanece sin una respuesta adecuada: la seguridad, el sustento económico y la posibilidad de prosperar.

No son “problemas de ricos”, como sugirió alguien por ahí. El sistema socioeconómico en que nos encajó la dictadura cívico militar prometía seguridad, tranquilidad económica y progreso material. Esa promesa asociada a la modernización que implementaron, luego, los gobiernos de la Concertación no alcanzó a cumplirse para las mayorías, y se fue entrampando, cada vez más, en los tentáculos del juego partidista y parlamentario, en los frenos constitucionales, en el necio apego al status quo, y en la concentración de poder desmedida en las élites empresariales, políticas y mediáticas. Y siempre habrá crisis toda vez que un sistema no sea capaz de hacer los cambios necesarios para hacerse cargo de sus incómodas contradicciones internas.

Pienso en la moral de ese pueblo que en muchas comunas de Chile votó en contra de lo que supuestamente era lo que le convenía. Esa moral no es algo homogéneo ni puro sino más bien cabe representársela como una mezcla que, como enredadera, crece entre lo silvestre y lo edificado culturalmente, y que va desarrollando sus propios modos de sentir y expresar. Dicha moral no aparece como un un deber racional al que llegamos luego de un profundo examen de conciencia. Tampoco es un argumento que suspende nuestros prejuicios, pertenencias y sentimientos más arraigados. Toda moral reposa su fuerza, más bien, en el sentido colectivo de lo heredado, en lo que ha probado su eficacia bajo las presiones y pruebas del tiempo.

La palabra costumbre tiene en su raíz la noción de lo común. ¿Y que parece ser la conformación de ese común? Algo tiene que ver con un sentimiento de lo patrio, un amor por la familia y la descendencia, un sentido de orgullo y defensa de lo propio y la herencia. A ese sentimiento de lo patrio le hace sentido la idea de una ley que sea igual para todos, o sea, una ley justa e igualitaria, al mismo tiempo que es celoso con la idea de nación como valor que está por encima de toda diferencia étnica, religiosa, sexual, etc. La idea de libertad que tenemos parece que no se origina tanto en las tradiciones de pensamiento europeo, ilustrado, y, menos aún, posmodernas. Es un sentimiento que apoya sus pies en la historia de un pueblo mestizo que fue a la guerra por la Independencia y tuvo que  defender al país para su sobrevivencia (y en beneficio final de oligarcas nacionales y magnates extranjeros)

Los llamados “rotos” (por cuicos y aristócratas) han levantado y reconstruido ciudades en un país de terremotos, labran los campos y conocen las laberínticas costas de nuestro mar. Su idea de libertad toma cuerpo en un pedazo de tierra que orgullosamente se declara mío: un “lugar donde caerse muerto”, el anhelo de la casa propia, en la despensa donde “nunca falta lo esencial”, en la educación que se entrega como único regalo a la prole, para darles un mejor futuro.

Es un pueblo de hombres y mujeres trabajadores que se muerden la lengua y callan ante la explotación y la deuda, para darle un mejor pasar a los hijos e hijas. Padres y madres que se les hincha el pecho ante los logros materiales o sociales del esfuerzo y el mérito de sus hijos. Muchas de esas familias sienten el abandono del Estado frente a la delincuencia y el narcotráfico, y la falta de políticas públicas robustas: un Estado que proteja lo que ellos consideran más valioso. Basta con darse una vuelta por las calles para saber que mucho de esto se comparte, efectivamente, como una forma de vida sentida entre las y los habitantes, y votantes, de nuestro país.

Pregunto: ¿es todo esto patrimonio de una derecha liberal o conservadora? No, como tampoco lo ha sido en exclusividad de la izquierda. Puede sintonizar con ese espíritu, pero lo puede perder fácilmente, si se obsesiona con “forzar” un modo de entender y leer la realidad, sin tener la capacidad de acoger y comprender lo dado y heredado.

Una izquierda que se dedica a “criticar”, “corregir”, “censurar”, “cancelar” o “ningunear” un sentir común profundamente arraigado está condenada a que se le devuelva como resentimiento, revancha y odio. ¿Habrá que quedarse entonces con todo lo que ese sentir popular conlleva, incluso en su cara más oscura que abraza el machismo violento, la xenofobia, la homofobia denigrante, y el clasismo y racismo más feroz? No. Si la lucha por una vida con menos sexismo, menos discriminación, menos exclusión y más igualdad tiene sentido –y vaya que lo tiene– es que hay que repensar cómo llegar allí desde esa moral “aterrizada”, que se aloja más en el corazón y en la experiencia que en los libros de derecho y ética.

El intenso deseo de libertad y el amor a la patria puede vincularse a la idea de justicia social en la medida en que nadie es libre si no tiene lo mínimo para poder vivir. Amar a la patria también es que a ningún compatriota le falte lo esencial.

El generalizado sentido de respeto y estima que aparece cuando alguien se siente humillado, ofendido y pisoteado, puede vincularse a un reconocimiento del anhelo moral de dignidad de toda persona, el deseo de no ser descriminado por sus opciones de vida, su posición socioeconómica o los orígenes étnicos.

El dar cabida a la importancia de la familia puede armonizarse con la crítica de la violencia intrafamiliar, con la injusticia del abandono de las responsabilidades paternas, y con la necesidad de que la carga de labores domésticas y de crianza en casa se repartan de manera menos desigual. Amar a la familia también es demandar barrios seguros, parques y escuelas públicas decentes. Implica también trabajos decentes, una vida ojalá libre del endeudamiento, y que permita cuidar adecuadamente del hogar.

El deseo de prosperidad puede combinarse con comprender la necesidad de tener un Estado social y democrático de derecho dotado de instituciones y normas claras y fuertes, que consagren derechos sociales, que se construyan como grandes políticas sociales que aborden cuestiones urgentes a las mayorías: educación, salud, pensiones, seguridad, transporte, etc. Soprende, entonces, que hayan predominado comunicacionalmente otros temas, cuando se tiene, sobre todo en la izquierda, una larga tradición de lucha social e ideológica en torno al trabajo, derechos humanos, la seguridad social y la solidaridad amplia que permite conversar mejor con ese Chile que votó rechazo.

¿Cómo se ha de volver a generar confianza allí donde te rechazaron? No me cabe duda que hay que conversar y sobre todo escuchar más allá de los círculos de convencidos, de este columnismo pretensioso y de los rings de provocación y odio en twitter. La moral de la que hablábamos tiene su vida propia, pero no está cerrada en sí misma, ni está fijada al pasado de una vez y para siempre.

Ella se va perfilando a lo largo y ancho de todo lo social: la conversación y el hábito familiar; los aprendizajes en la escuela; en las veredas, ferias y los barrios; en los sindicatos y reuniones de apoderados; en las ideas que circulan en los medios de comunicación; a través de comportamiento que infunden las leyes y el buen o mal ejemplo que dan las élites. Cuando hay una crisis social también suele haber una crisis moral, que es una crisis de desorientación, un choque de valores y perspectivas de la sociedad que no pueden conciliarse, y donde la jerarquía de lo más importante colectivamente no logra articularse. Esto redunda en una crisis de la autoridad, que es una parálisis de la decisión y la acción. Esa crisis la experimentamos ya hace rato.

Hoy se demanda una sabia y firme guía política, que sea capaz de erigir un proceso democrático arraigado en los anhelos mayoritarios y no pierda nunca de vista rendir cuentas al único soberano, que es el pueblo. La Convención Constituyente quiso ser eso, pero no resistió el boicot interno de la derecha, el asedio desinformativo, la falta de apoyo institucional y las ambigüedades de ciertas normas claves.

Especialmente costosos fueron los escándalos y errores comunicacionales de varios constituyentes, convenientemente amplificados por una sector de la prensa muy poco neutral. Pero qué error sería dejar esto en manos de una élite que a puertas cerradas decidiera “lo mejor” para todas y todos. Estaríamos repitiendo la historia, y abonando el terreno para nuevas y futuras catástrofes sociales.

Martín de la Ravanal
Profesor de Ética y Filosofía Social y Política en las universidades de Santiago y Alberto Hurtado.