Avisos Legales
Opinión

De la economía al ethos: la tiranía de los modos de vida

Por: Pablo Salvat | Publicado: 22.09.2022
De la economía al ethos: la tiranía de los modos de vida Milton Friedman con Pinochet |
Es de lamentar que esta dimensión societal más profunda de los modos de vida, de la eticidad, no merezca una atención suficiente en la búsqueda de opciones alternativas al modelo actual. Por lo mismo resulta inconducente hacer recaer la responsabilidad de la derrota en el plebiscito de salida a las clases subalternas, porque eso es desconocer que en nuestra sociedad el ethos que organiza la vida, las expectativas y las necesidades populares, está moldeado por el neoliberalismo imperante.

Doloroso resultado, qué duda cabe. La propuesta de nueva Constitución no era perfecta, pero abría un valioso camino de participación y debates respecto a su elaboración final. Han surgido, y es legítimo que así sea, diversas lecturas de lo sucedido. Ojalá que nadie desde lo alto de algún púlpito dé por cerrado los debates y los diálogos un día cualquiera (como sucedió con la discusión entre los mal llamados autocomplacientes y autoflagelantes a fines de los años 90). Lo sabemos.

Las derechas no tienen predilección deliberante. La política es apego al orden dado, marketing y fake news para muchos de ellos y ya. Lo importante y decisivo es poner sus intereses clasistas-elitarios a buen recaudo siempre. Es decir, ocultarlos o disfrazarlos para hacerlos pasar como “el” interés general.  Para eso, todos los medios son válidos.

Aquí solo quisiera poner atención en una de las dimensiones de esta situación. Aquella que tiene que ver con los modos de vida y su incidencia en una ciudadanía intencionalmente despolitizada. Es decir, en cómo la racionalidad neoliberal ha permeado, desde la economía, las acciones y decisiones en diversos planos del vivir, de todos nosotros, desde comienzos de los años 80. Cuidado. Como alguna vez Clinton le espetó a uno de sus adversarios: “Es la economía, estúpido”. Tendríamos que decir: es la economía y también la ética, entendida como ethos prerreflexivo…

O, dicho de otra manera, cómo un cambio radical se proyecta, no desde la superestructura en primer lugar, sino desde la misma base material de sobrevivencia.

Esas han sido las tesis de los neoliberales (entre otros, de Hayek, Friedman y sus seguidores): liberar al mercado, totalizarlo, hacerlo entrar hasta los últimos intersticios de la vida cotidiana, para remodelar desde allí conductas, opciones, prácticas. Teniendo siempre, claro está, el “enemigo” a la vista: todo lo que pueda implicar una orientación socializante en la economía y sus portadores. Aquí cabe desde la verdadera socialdemocracia hasta, obviamente, opciones de socialismo poscapitalista.

Esto era lo que tenían en mente Jaime Guzmán y sus “expertos” para redactar la Constitución de 1980: nunca más el pueblo chileno debería inclinarse por una alternativa al modelo que impuso la élite dominante. La tarea era hacerlo viable y aceptable por los muchos; con la mera represión no bastaba. De allí entonces el rol que entra a jugar el ethos, es decir, los hábitos, conductas, valoraciones, costumbres, presentes en la vida cotidiana. Se trataba de promover una ética funcional. ¿Funcional a qué? A la reproducción del sistema en el tiempo largo.

Lo sabemos. Donde interactúan dos personas se crea ya un sistema, y con ello, se condensan diversos tipos de relaciones. Obviamente, una contrarrevolución del calado que pretendía la dictadura cívico-militar no podía funcionar si no era capaz, al mismo tiempo, de remodelar las creencias y hábitos de chilenos y chilenas. Al menos las que tenía antes del Golpe cívico-militar del 73. No es que los ideólogos neoliberales quisieran promover de manera directa e intensiva un marco ético-normativo X o Z. Se puede creer en los dioses que se quiera a nivel personal.

Lo importante es que, a nivel de relaciones sociales, las orientaciones de la acción y decisión se muevan o funcionen de manera coherente con las demandas del sistema impuesto desde su racionalidad económica. No podemos olvidar que en tanto sujetos y ciudadanos existimos siempre en el sistema. Sin embargo, al mismo tiempo, no podemos olvidar tampoco que, en cuanto humanos, somos algo más que el sistema existente. Así vivimos, en la tensión entre una lógica sistémica que quiere reducirnos a determinadas funciones y, al mismo tiempo, la imaginación de nuevas posibilidades de superación del actual estado de cosas.

Veamos una cita que expresa muy bien lo ya dicho: “Una sociedad libre requiere de ciertas morales que en última instancia se reducen a la mantención de vidas: no a la mantención de todas las vidas, porque podría ser necesario sacrificar vidas individuales para preservar un número mayor de otras vidas. Por lo tanto, las únicas reglas morales son las que llevan al ‘cálculo de vidas’: la propiedad y el mercado” (F. Hayek, en entrevista a El Mercurio, 19 de abril de 1981).

Lo que se da en llamar neoliberalismo ha sido un intento exitoso por colonizar las conciencias y prácticas desde el ángulo económico. Claro, se me dirá, en medio de un terrorismo de Estado, por cierto. El miedo es un ingrediente permanente de esta forma de ver la sociedad y la ciudadanía. Al precarizar la existencia de todos nosotros; al dejarla sujeta a los vaivenes del mercado y unas legislaciones que favorecen al capital, la vida de cada cual se ha visto sujetada, subordinada, sin tener contraparte desde la cual resguardarse, encontrar solidaridad, compasión, estima social.

Está claro que, sin la práctica del terrorismo de Estado impuesto desde el mismo día del Golpe del 73, no habría sido posible implementar el modelo como se hizo acá. Sin embargo, su predominio, o la dificultad para salir o intentar ir más allá del modelo, no puede adjudicarse solamente a la represión o al miedo. Las fuerzas de las derechas han sido capaces de mantenerlo en el tiempo, y hacer creer a las mayorías, que no hay alternativa posible: solo queda el trabajar día a día, y sacar adelante la propia vida o la de los más cercanos. Del conjunto pues que se ocupe el resto, o los “señores políticos”. Eso estaba ya de un modo u otro expuesto por los liberales del siglo XIX, cuando decían que cuanto más tiempo nos deja para nuestros intereses privados el ejercicio de los derechos políticos, más preciosa será para nosotros la misma libertad (B. Constant).

Disciplinamiento por el cálculo costo/beneficio en el mercado, por un lado; privatización ciudadana por el otro. Cada cual no es ya más que un individuo individualizado, pero una individualidad ocupada con su interés particularizado: sobrevivir en medio de una base material siempre precarizada; la que puede moverse de manera imprevisible de un día para otro, dependiendo incluso muchas veces, de cracks o crisis que se dan muy lejos de aquí. Hábilmente los adalides de este modelo promovieron el irse para adentro como modo de vida; nos repitieron hasta la saciedad que todo lo demás ha fracasado (capitalismo del bienestar, socialismos varios).

Por ende, lo que nos queda es la lucha de todos contra todos bajo mínimos de coexistencia (la rigurosa competencia) ¿para realizar qué?: nuestras preferencias. Puesto que aquí ya no ternemos necesidades, sino preferencias. Ser pobre o rico; estar incluido o excluido; tener o no derechos es cuestión ahora de preferencias subjetivas calculables.

Las consecuencias de la aplicación de esta globalización elitario-neoliberal, su acumulación de poder y riqueza en manos del 1%, las desigualdades injustificables, la crisis medioambiental y alimentaria, más las dificultades en el diario vivir de las mayorías, han llevado a protestas, manifestaciones y expresiones de un malestar profundo aquí, al sur del mundo, pero también en el norte desarrollado.

Sin embargo, esas protestas y malestares no han logrado cuajar por ahora en un movimiento de democratización real de la vida cotidiana y las instituciones existentes. Quizá no hemos logrado comprender ni pensar de manera suficiente el alcance de la hegemonía en las prácticas que ha tenido la razón neoliberalista y su aliada, las nuevas tecnologías. Parafraseando a Bourdieu, la instauración de un mundo de darwininismo moral es uno que encuentra su adhesión al trabajo o a la empresa, no solo en la inseguridad, el sufrimiento y el stress, sino también en la complicidad que manifiestan los hábitus precarizados a todos los niveles de la escala social. Agrega al respecto: “El fundamento último de todo este orden económico orientado por la libertad de los individuos está en la violencia estructural de la cesantía, de la precariedad y del miedo que inspira la amenaza de perder el trabajo”, y, por tanto, el temor de pasar a engrosar el ejército de reservas de los cesantes.

Apenas se vislumbró en el texto propuesto por la Convención Constituyente, por ejemplo, la posibilidad de modificar los ejes de actuación personales e institucionales, la propaganda por el Rechazo recogió hábilmente –ocultándose además– el lobo del miedo a perder sus propiedades y sus deudas, la incertidumbre de lo nuevo, las imágenes repetidas del desorden y la delincuencia. Y, entonces, por ahora, dejemos todo como está, no vaya a ser que el remedio resulte peor que la enfermedad.

Es de lamentar que esta dimensión societal más profunda de los modos de vida, de la eticidad, no merezca una atención suficiente –salvo como castigo a corruptos o prédica desde púlpitos, religiosos o laicos– en la búsqueda de opciones alternativas al modelo actual. Por lo mismo resulta inconducente hacer recaer la responsabilidad de la derrota en el plebiscito de salida a las clases subalternas, porque eso es desconocer que en nuestra sociedad el ethos que organiza la vida, las expectativas y las necesidades populares, está moldeado por el neoliberalismo imperante.

Este ha logrado la desintegración de las organizaciones culturales y sociales que venían desde antes del 73, la vida de las clases subalternas, produciendo con ello “una atomización generalizada de la sociedad misma”, y –como bien dice Miras Albarrán (a quién sigo en estas reflexiones)– “un mundo de individualidades aisladas, que es lo que nos vuelve impotentes”. Sin comunidad parece que no hay República…

Pablo Salvat
Licenciado en Filosofía y doctor en Filosofía Política. Profesor del Departamento de Ciencia Política y Relaciones Internacionales de la Universidad Alberto Hurtado.