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Estamos todos locos

Por: Bárbara Salinas | Publicado: 27.11.2022
Estamos todos locos |
Quizás mi hermano y los miles de enfermos psiquiátricos que existen en Chile tienen más claridad y cordura acerca de sus reales necesidades, pues la falta de atención sólo provoca más sufrimiento, crisis recurrentes y mayor deterioro orgánico. Tal vez seamos todos nosotros, el resto, los supuestamente “cuerdos”, los que realmente estamos locos.

Les advierto a los lectores que esta columna es personal, pues sin complejos desnudo frente a ustedes una dolorosa realidad que afecta mi núcleo familiar y, en particular, a mi hermano, que desafortunadamente es también la realidad de miles de familias en Chile. Me refiero a las enfermedades psiquiátricas de gravedad.

No estoy hablando de una depresión que puede tratarse de manera ambulatoria; me refiero a aquellas patologías que por su naturaleza e irreversible evolución son de un manejo tan complejo que incluso el propio sistema de salud es superado, al punto que sencillamente “tiran la toalla” con el paciente.

Se trata de personas que ya tienen un deterioro orgánico, demencia progresiva e irreversible que afecta hasta las más simples actividades de la vida diaria. En otras palabras, son pacientes que necesariamente dependen y requieren una atención especializada las 24 horas del día.

Y acá viene el dilema o, mejor dicho (en mis propias palabras), la incomprensible locura de nuestro sistema, pues Chile desde el año 1952 cerró las puertas a los manicomios para dar paso a un sistema de asistencia ambulatoria. ¿La razón? Cumplir con el nuevo paradigma internacional, en el que la mirada hacia centros de larga estadía conlleva una discriminación por falta de integración a la sociedad y, en consecuencia, una vulneración a los derechos humanos, muy loable y razonable.

Sin embargo, esta nueva mirada que contempla centros o plazas en hogares y residencias protegidas, con el objeto de acoger a las personas autovalentes y que califican para ingresar a dichos espacios, no se hace cargo de los pacientes que no son autovalentes, como es el caso de mi hermano y de miles de pacientes en la misma condición. Y son estos los casos en que (en mi experiencia como familiar) se vulneran gravemente los derechos humanos de este tipo de pacientes.

Ello porque, más grave que una falta de integración social, sufren lo impensable: la falta de atención médica en pacientes de gravedad, porque, por una parte, el cuidado en centros abiertos no es suficiente ni adecuado para su tratamiento y, por la otra, no existen cupos ya que la tendencia y objetivo es cerrar definitivamente los centros de larga estadía.

¿Qué hacen las familias de estos pacientes? ¿Dónde recurren? Los mismos psiquiatras nos han dicho que mi hermano no puede vivir “en sociedad”, pues representa un riesgo para sí y eventualmente para terceros. ¿Cuáles son entonces las opciones?

Además de aspirar ingenuamente a que sea acogido en uno de los pocos centros de larga estadía que están en extinción, en un esfuerzo por encontrar otras respuestas pedimos información al Hospital del Carmen, perteneciente a la Orden Hospitalaria de los Hnos. de San Juan de Dios (institución sin fines de lucro) y fue un verdadero mazazo la respuesta: los valores mensuales varían entre los $ 4 millones hasta los $ 600.000 mensuales, tan sólo por la estadía, pues no contempla honorarios médicos, insumos, medicamentos y personal de apoyo, es decir, ese costo es la “hotelería”. Ciertamente es inviable, para la gran mayoría de los pacientes y sus familias, costear por tiempo indefinido esta opción, que se jacta de no tener fines de lucro… Decepcionante.

Es triste: según un informe del Instituto Nacional de Derechos Humanos (INDH), el presupuesto de salud mental en Chile representa tan sólo un 2,16% del presupuesto total de salud pública. Yo no me imagino cómo piensan implementar más centros o casas de acogida con ese presupuesto, y que no acogen a los “no autovalentes”. Mientras tanto, los únicos que ganan con estas políticas son los privados, que ven en esta necesidad una enorme fuente de enriquecimiento a costa de una enfermedad que nadie eligió tener o se la autoprovocó, como lo sería, por ejemplo, el enfermo de cáncer al pulmón que fumó durante toda su vida.

Dejar fuera a estas personas porque no “califican” en el sistema actual, el que bajo el nuevo dogma, y amparado en los derechos humanos, desecha los centros de larga estadía, implica de facto vulnerar gravemente el derecho humano primigenio y más esencial: el derecho a la vida e integridad física, pues no contempla para ellos otras alternativas acorde con la realidad médica descrita.

Definitivamente, mi familia y yo –frente a esta encrucijada o colisión de derechos– preferimos menos “integración extramuros” para mi hermano, antes que la incertidumbre diaria sobre si atentará contra su vida o contra terceros, pues no hay punto de comparación entre el derecho a la no discriminación y el derecho a la vida.

Como lo señalé al inicio de esta columna, en el sentido de que es personal, no aspiro ni albergo esperanzas de un cambio hacia el rumbo correcto. Sólo pretendo visibilizar, desde el más profundo dolor, una realidad que muchos pacientes y sus familias viven a diario, y ser –a través de este medio– una voz que se sienta como un reflejo de sus mismas realidades.

Quizás mi hermano y los miles de enfermos psiquiátricos que existen en Chile tienen más claridad y cordura acerca de sus reales necesidades, pues la falta de atención sólo provoca más sufrimiento, crisis recurrentes y mayor deterioro orgánico. Tal vez seamos todos nosotros, el resto, los supuestamente “cuerdos”, los que realmente estamos locos.

Bárbara Salinas
Abogada.