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Umor shileno

Por: Clorozo, el mirador | Publicado: 27.11.2022
Umor shileno |
El umor shileno no tiene hache. Eliminó esa letra muda pues aquella sutileza de la grafía peninsular impedía hacer chiste de la más tremebunda desgracia. Y esta es la fuente última de toda jocosidad made in Chile: el umor –sin h– de grueso calibre ante la desgracia ajena. Como que la h le restaba brutalidad al humor.

Nunca se ha calibrado acuciosamente la magnitud y rareza de nuestra más clara seña identificatoria: el umor shileno.

Se me ocurre que Maximiliano Salinas –barbudo e insobornable historiador, columnista de este periódico– es quien con más constancia ha dedicado su tiempo a escarbar el pasado de este detalle. Él lleva no sé cuántos años anclado en la Biblioteca Nacional intentando reconocer en revistas vetustas los humores vernáculos. Ha escrito sobre la risa o la persistencia de los senos en el ingenio nativo, y llegó incluso a lo inverosímil: hallarle la veta humorística a Gabriela Mistral. Tal vez él mismo es preclaro ejemplo de las características de este curioso umor, donde a la tragedia se le yuxtapone la comedia.

El umor shileno no tiene hache. Eliminó esa letra muda pues aquella sutileza de la grafía peninsular impedía hacer chiste de la más tremebunda desgracia. Y esta es la fuente última de toda jocosidad made in Chile: el umor –sin h– de grueso calibre ante la desgracia ajena. Como que la h le restaba brutalidad al humor.

Habiendo millones de casos, hay uno del que siempre quise escribir y que por pereza fui dejando pasar. Bien valga la oportunidad para reivindicarme, por postrero que sea. Se trata del atentado del 11-S de 2001 (esta nomenclatura, bien poco graciosa, es la que ha ido quedando). Por favor: no es que ese hecho haya sido jocoso. Lo que sucede es que una debacle como aquella reafirmó lo que antes he expresado: el prontuario nacional del sarcasmo.

El derrumbe de las Torres Gemelas provocó dimes y diretes sobre los más gruesos asuntos de los que se informó matiné, vermú y noche, como se decía antes. En algo que nos concierne a nosotros, sin embargo, no se ahondó nada sobre un efecto periférico que el atentado trajo consigo: mostrarnos de improviso la enorme dimensión del umor shileno.

Como la prensa en su momento informó, dos compatriotas fueron procesados, en Miami y en Santiago, y no porque se les vinculara al acto maldito, sino sólo por ser “bromistas”. Estos chilenos inmisericordes fueron, aun en el momento más trágico del mundo globalizado, fatalmente talleros.

El primer afectado, sobrevolando los cielos caribeños (de Cuba, para rematarla), cometió el desliz de lanzar la tan chilena talla. Le preguntaron si traía algún objeto prohibido en su bolso de mano y contestó, bromista él, algo así como: “sí, una bomba”. No sopesó la sicosis del momento ni consideró la falta de sentido del humor de la tripulación norteamericana, y estalló el pánico en el aeroplano. El avión, que volaba a Santiago, regresó a Miami. Le esperaba un aeropuerto zumbando sirenas y una conglomeración de policías armados hasta los dientes. Se le lanzó al suelo y todas esas cosas. Luego se le esposó y se le llevó detenido a un oscuro calabozo. No sirvió de nada que el tipo, inmediatamente después de notar la incomprensión que tuvo su chiste a bordo, hubiera tranquilizado a la azafata rubia con un: “es una talla, claro”. Ni importó que, tras revisarlo de los pies a la cabeza, quedara claro que no traía siquiera un alfiler. Cayó a la cárcel y fue condenado al mal chiste de un presidio de cinco años. No sé qué pasó después.

El segundo caso tranquilamente se paseó por el aeropuerto Pudahuel, ad portas de vuelo también a Miami. El tipo embarca. Una vez en el avión, la azafata estadounidense inspecciona los bolsos de mano. Entonces ocurre la pregunta: ¿algún objeto peligroso? No, dice, nada de nada. Ante la insistencia, el hombre se empieza a cabrear. ¿Y qué hace el chileno cuando se ve acorralado? En vez de apelar de forma directa a sus derechos cívicos, ocupa el eufemismo que lo habita desde su nacimiento, la ironía local, la talla: “sí, traigo una metralleta”, dice, chistosito. Alarma general. Se detienen los motores del aparato volador, se le baja a puntapiés del avión y ocurre idéntica parafernalia. En la revisión exhaustiva del equipaje, el pánico no disminuye pues le descubren unas tijeras. El tipo se defiende: era una broma; soy estudiante de arquitectura; confecciono maquetas; se me quedaron las tijeras en el estuche. Les importa un bledo: se lo llevan directo a la Penitenciaría y lo ponen a disposición de un rudo fiscal militar.

¿Resulta casual que, a días del desplome del World Trade Center, Chile haga noticia porque justamente es a dos chilenos que los mandan a la cárcel por reírse en medio de la trágica fila? Nada de eso. Corresponde a nuestra naturaleza: la talla gruesa frente a la calamidad. Así lloramos. Con el umor.

Nuestra risa en el fondo es tristísima. Escondemos la amargura con el chiste más ácido en medio del velorio. Nosotros lo sabemos de sobra: es el mecanismo de defensa chileno. La manera de camuflar la desgracia. Pero los otros no pueden comprenderlo: corresponde a los códigos que nos hemos mamado solos desde el primer día en que tuvimos teta para mamar.

El tallero que fue recluido en Miami tuvo menos suerte que el que cayó preso en Santiago: se sometió a la carencia de umor estadounidense, que no entiende que haya gente tan rara que se atreva a reírse en el clímax del llanterío. El que aún no salía de Pudahuel, por mucho que se viera sometido al fiscal del Ejército, la tuvo fácil: pronto quedó libre: el fiscal, como todos los chilenos, entiende la broma: él también ha echado la talla para desahogarse en la solemnidad tan triste del velorio. Él también, como nosotros, en el fondo es un umorista.

Clorozo, el mirador
Inquilino de La Dehesa.