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Opinión

A propósito de una entrevista a Pablo Oyarzun

Por: Luis Cifuentes Seves | Publicado: 28.11.2022
A propósito de una entrevista a Pablo Oyarzun Pablo Oyarzun |
Pablo señala que el difícil devenir chileno del último cuarto de siglo debe ser observado “con cierta distancia”, colocándolo “en un contexto histórico”, porque “todavía no lo entendemos bien”, “no entendimos el proceso mismo”, “(no hay que) tratar de decir de inmediato lo que te está pasando” y “necesitamos ver el proceso en toda su extensión”.

Una entrevista al filósofo y académico chileno Pablo Oyarzun publicada en El Desconcierto (https://www.eldesconcierto.cl/reportajes/2022/11/12/pablo-oyarzun-y-los-drasticos-giros-de-la-politica-no-seria-raro-que-terminaramos-con-kast.html) acerca de los “drásticos giros de la política” me motivó a las reflexiones que aquí comparto.

Por cierto, Pablo no es un recién llegado a la filosofía ni a la academia ni a la política. Lo conocí con ocasión del Encuentro Universitario, una suerte de congreso de la Universidad de Chile, que tuvo lugar en enero de 1998. Tuve el honor de participar en calidad de uno de siete delegados académicos de mi facultad (Ciencias Físicas y Matemáticas) elegidos por nuestros pares.

En aquel foro, en que confluyeron representantes de los tres estamentos y de todas las facultades e institutos de la U, Pablo se destacó como el hombre que aterrizó el más que multitemático debate hacia propuestas claras y concisas que contribuyeran a redactar un nuevo estatuto orgánico que sería sometido a consideración de toda la comunidad antes de ser propuesto al gobierno de la nación.

Las universidades estatales chilenas vivían momentos difíciles en términos presupuestarios y también debido a la competencia de numerosas universidades privadas que no tenían que vencer las muchas limitaciones legales que afectaban a las úes fiscales.

A nivel global, el paradigma universitario decimonónico estaba en crisis, pero los libros de Willy Thayer (1996) y Bill Readings (1997), que anunciaban la pérdida terminal de sentido de la universidad, habían sido publicados muy recientemente como para influir de manera gravitante en los debates del Encuentro. Aquellos que empujábamos hacia el mismo lado que Pablo, reconociendo explícita o tácitamente su liderazgo, considerábamos, con una dosis de ingenuidad, que la universidad era “nuestra última mejor esperanza para una existencia transfigurada” (Shiels, 1988).

Durante las discusiones, tanto en comisiones como en plenarios, se recordó la larga historia de la universidad, nacida con el nombre de tal en Europa en el siglo XI, aunque contando con precedentes que se remontaban a la cultura sumeria, 24 siglos a. C. La primera universidad perdurable fue la de Bolonia, con lo que parecía validarse al menos parte del dicho “todo lo trascendente lo inventan los italianos, lo piensan los alemanes, lo popularizan los ingleses y lo hacen los franceses”.

Ante este extremo eurocentrismo, yo tiendo a pensar que lo trascendente lo han inventado los chinos, lo han hecho los mongoles, lo han sufrido los rusos y lo han arruinado los turcos; pensamiento centrado en Asia, en consonancia con la geopolítica del presente, que considera que quien controla el centro de ese continente controla el mundo.

En la actualidad hay dos candidatos a mammasantíssima globales: los EE.UU. y China, pero antes que uno de ellos se imponga podríamos llegar a la profecía de Kubrick (1964) en la que todo termina con Vera Lynn cantando We’ll meet again / don´t know where / don´t know when… mientras el planeta se vaporiza en una orgía de hongos termonucleares.

Aquí y allá, el entrevistador (Claudio Pizarro) deja caer nombres, pero Pablo no agarra papa; sólo reacciona ante los conceptos. Desafiado por la noción de “clinamen”, demuestra que en filosofía jamás lo van a pillar sin perro. Declara que ama la tradición atomista griega y acude a la expresión “metafísica materialista”. Si hemos de creer a Engels, esta podría ser una fuerte alusión a Ludwig Feuerbach (aunque no sea esta la intención de Pablo).

Si persistiéramos en esta línea de razonamiento, hasta podríamos apoyarnos en su temprana referencia a poner a trabajar a la filosofía (lo que podría equivaler a poner a trabajar a los filósofos) en cosas tan terrenales como un nuevo estatuto universitario. Y esto coincidiría con la enérgica opción del Moro, que a sus 27 años de edad pateó el tablero, sacando a sus colegas de su zona de comodidad y mandándolos a cambiar el mundo, en su célebre Tesis 11 sobre Feuerbach.

Tengamos en cuenta que la tesis doctoral del Moro, escrita en Berlín, pero defendida exitosamente en Jena aprovechando el conveniente principio de Lernfreiheit, versó acerca de las filosofías de Demócrito y Epicuro, siendo el segundo de ellos maestro de Lucrecio, quien a su vez utilizó el clinamen para ofrecer una solución al problema del libre albedrío.

En diversos lugares de la entrevista, Pablo hace referencia a “la euforia”, los “deseos y placeres”, “algo de fiesta” y de nuevo “el placer”. Este hedonismo, aparte de ser simpático, coincide con el de aquel joven activista del campus Berkeley a quien se le cayó el cassette afirmando que, lejos de una lucha por la conquista del poder (porque esa carta nunca salió en el naipe en los añorados late sixties), los enfrentamientos estudiantiles con la policía tenían por remate (y acaso por objetivo) entusiastas sesiones de sexo a guisa de consuelo por los moretones. A poco andar, aquel jolgorio tuvo que inclinarse ante la dura realidad de los muertos de Vietnam y de Kent State.

Al comienzo, el entrevistador nombra la “política líquida” como tema de la conversación, pero, cautelosamente, no vuelve al tío Zygmunt, ya que Pablo hace clara referencia a “la primavera árabe (…) los chalecos amarillos de Francia (…) los indignados de España” y a “la rebelión de Sri Lanka”, ejemplos de grupos que encontraron algo sólido en que apoyarse (¿qué será?) para enfrentar a sus poderosos adversarios.

Pablo señala que el difícil devenir chileno del último cuarto de siglo debe ser observado “con cierta distancia”, colocándolo “en un contexto histórico”, porque “todavía no lo entendemos bien”, “no entendimos el proceso mismo”, “(no hay que) tratar de decir de inmediato lo que te está pasando” y “necesitamos ver el proceso en toda su extensión”.

Esto me recuerda una frase erróneamente atribuida a Mao, que en verdad pronunció Ho Chi Minh. Al preguntársele cuál era su visión de la revolución francesa, dijo: “Han transcurrido sólo 200 años; es muy pronto para opinar”. Por cierto, Pablo no está sugiriendo ese plazo, pero acierta al evitar las conclusiones prematuras.

Acerca del áspero tema del rechazo a la propuesta de la Convención Constitucional, afirma que, a pesar de las fallas del proceso, “ahí donde se expresa el espíritu (de una nueva Constitución) hay hartas cosas que son totalmente irrenunciables”. ¡Valiente! Oyarzún dinamita la letanía que nos transmiten 24 horas diarias los grandes medios de comunicación, incluidos todos los canales de TV: que el resultado de la Convención fue pésimo y desechable y que los ilusionados del 38% perdimos todo derecho a voz sobre temas constitucionales por siempre jamás.

Por otro lado, se atreve a nombrar al movimiento del 2011 (educación gratuita y de calidad) como un “nivel mayor de inquietud” y a afirmar que la poderosa marea feminista del 2018 “abre las puertas a octubre”. Esto vuela en la cara de los supuestos triunfadores del 62% que condenan en todos los tonos al “octubrismo” como un vendaval de violencia irracional y nada más.

Reconociendo que la violencia puede conducir a una “ingobernabilidad crítica”, indica que el estallido octubrista no tuvo “un liderazgo explícito, ni tampoco tácito u oculto”, lo que contradice a aquel opinante que, con los ojos llenos de estrellas, afirmó que el movimiento era liderado… ¡por la Mesa de Unidad Social!, cuya existencia, en cuanto vocera de la ecléctica cascada de aspiraciones expresada en las calles, duró menos que un suspiro.

Hacia el final, enfrentado a la compleja situación política nacional actual, con un gobierno “arrinconado” y con el peso “absolutamente gigantesco” de los “poderes fácticos, el empresariado y los medios de comunicación”, Pablo conjura a la Cabra de Mendes (el Diablo en persona) y lo asocia al adjetivo “aterrador”. Sin duda lo es. Tal vez se trate del viejo tema de la respuesta del intelectual ante la violencia física: “(Pablo) empuña con firmeza el cuchillo, que acaso no sabrá manejar, y sale a la llanura” (Borges, 1956).

Luis Cifuentes Seves
Profesor Titular (jubilado) de la Universidad de Chile. Su libro más reciente es “Dilo, antes que sea demasiado tarde” (Cuarto Propio, 2020) y el próximo a publicarse será “Mi catedral todavía está ahí”.