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Opinión

La política de los disensos

Por: Juan Pablo Correa Salinas | Publicado: 22.01.2023
La política de los disensos |
Lo que hace posible el funcionamiento de una democracia no es que ciudadanas y ciudadanos piensen, sientan y actúen de la misma manera, o que tengan una misma idea de la vida buena. Una democracia funciona cuando las personas validan reglas e instituciones en las que se respeta el punto de vista de los demás, así como el derecho de cada persona a sostener una opinión propia en todos los temas, incluida la democracia.

Una antigua tradición política busca legitimar mañosamente los acuerdos mayoritarios como compromisos consensuados. A veces ni siquiera se trata de acuerdos de mayoría. Si un grupo encuentra la forma de imponer su opinión al resto de la población -a través de una alianza con poderes fácticos, por ejemplo, o reclamando algún tipo de privilegio- la puede arropar con el lenguaje del consenso.

Obviamente se trata de un discurso contradictorio. Ha sido construido para excluir a quienes disienten de lo acordado, invisibilizando su presencia a través de una retórica de plena inclusión. La referencia a significados y símbolos comunes, como la patria, la moral y la ética, los emblemas nacionales o, incluso, la selección nacional de fútbol, constituyen estrategias de legitimación recurrentes. Y son también una manera de acallar la divergencia, ubicándola en un lugar imposible: el de quién se opone a cualquier forma de convivencia social.

Llamaré a esta práctica “el juego del consenso”. Comúnmente ella se vincula a otra que denomino “la exclusión del conflictivo”. Este segundo juego de lenguaje complementa el anterior, administrando el poder a través de la persecución o exclusión de alguien -una persona, un grupo o una categoría social- a quién se identifica como único responsable de un conflicto. Y la acusación -o el conflicto identificado- puede ser, justamente, que el otro no se suma al consenso imaginado. De este modo, la descalificación del interlocutor como “alguien conflictivo” opera como una estrategia de cancelación de su participación en el debate público.

El reverso de la estrategia de imposición de un consenso inexistente es la autovictimización. Quienes la desarrollan se presentan como víctimas cuando sus planteamientos no son incorporados en los acuerdos hegemónicos. En la cultura chilena es común recurrir a lo que llamaré “el juego del ofendido” para desarrollar esta estrategia. En “el juego del ofendido” el primero que declara haber sido objeto de una ofensa, y en virtud de eso logra obtener el reconocimiento de los demás, es el que gana. La autovictimización es empleada como un recurso para alcanzar una posición hegemónica. De este modo, ser reconocido como víctima puede ser el primer paso para sugerir luego que el propio punto de vista ha de ser aceptado como alternativa de consenso. Así, sólo hay amos y esclavos o enemigos, no queda espacio para la crítica, la adversarialidad y la disidencia.

El lenguaje moralizante y la queja constante son los dispositivos más eficientes para desempeñarse en este juego. Cabe señalar que la denuncia de una falsa cancelación -interpretando, por ejemplo, una crítica como si de una descalificación se tratara- puede ser, también, una forma de declararse ofendido, e intentar ganar mañosamente el juego.

En cada uno de estos juegos la queja y la prepotencia operan como dos caras de un mismo esfuerzo o, a veces, como dos momentos de una estrategia para hacerse del poder. Se repite la disposición permanente a patear el tablero, a saltarse las reglas, a esconder las verdaderas diferencias políticas y reemplazarlas por idealizaciones maniqueas. La especificidad y claridad de las diferencias se diluye en una lucha imaginaria entre el bien y el mal. Entre nosotros, los seres humanos decentes que sabemos cómo hay que vivir, y ustedes, los orcos malvados, humanoides perversos, sucios mamarrachos que atacan las bases éticas y estéticas de nuestra convivencia amable.

En nuestro país, estos juegos se despliegan en todos los lugares en los que se define o administra el poder. En las organizaciones sociales, en las empresas, en las instituciones políticas, en el debate público, en las relaciones de pareja, en las interacciones familiares, etc. Aparecen en todos los sectores políticos, alejando la posibilidad de construir conversaciones donde las diferencias y los conflictos sean administrados por medio del diálogo racional y el debate democrático. Porque la democracia tiene menos que ver con la búsqueda de consenso que con la gestión racional de los disensos.

Se requiere valor y convicción democrática para disentir. Hay que estar dispuesto a escuchar críticas -de quienes también son demócratas pero no piensan como uno- y recibir descalificaciones o cancelaciones de quienes no entienden el valor de la adversarialidad democrática y prefieren jugar a la confrontación entre bandos que todo lo moralizan, clausurando de antemano toda posibilidad de diálogo y debate racional.

Lo que hace posible el funcionamiento de una democracia no es que ciudadanas y ciudadanos piensen, sientan y actúen de la misma manera, o que tengan una misma idea de la vida buena. Una democracia funciona cuando las personas validan reglas e instituciones en las que se respeta el punto de vista de los demás, así como el derecho de cada persona a sostener una opinión propia en todos los temas, incluida la democracia.

En este sentido, las democracias modernas buscan instalar conversaciones razonadas donde antes no había más que dogmas y tabúes. Reconocemos una sociedad democrática porque en ella no existen temas prohibidos (que no se puedan conversar), ni opiniones vedadas (que no se puedan expresar o emitir). Esto no significa, por supuesto, que debamos valorar por igual todas las opiniones y todos los temas. Validar una opinión no equivale a juzgar positivamente su contenido. Habrá opiniones que nos parezcan insulsas, inmorales, poco inteligentes, mal fundamentadas o incoherentes. La actitud democrática no consiste en desconocer esa valoración, sino en reconocer la legitimidad de su emisión, a pesar de la apreciación negativa que podamos tener de su contenido. Porque es la existencia de esa opinión que no compartimos lo que nos permite dialogar racionalmente y debatir democráticamente con ella.

Los ciclos de protesta de las últimas décadas y la aparición del Frente Amplio en la política chilena declararon el fin de la llamada “política de los consensos”, articulada en torno a la institucionalidad reformada de la Constitución del 80. Ya no bastaba con disentir del pinochetismo y sus prácticas de silenciamiento, persecución y muerte. Necesitábamos construir una nueva institucionalidad, sin resguardos autoritarios, que permitiera a la ciudadanía decidir entre proyectos políticos bien diferenciados. Proyectos políticos que incluyeran, por supuesto, el carácter de nuestra institucionalidad democrática.

Mantener esta política, en medio del auge populista que hoy vivimos, requiere valor y convicción, además de la disolución de los juegos antidemocráticos que describo en esta columna. De ese modo podremos experimentar la dignidad de las palabras del gran Pedro Lemebel: “No necesito disfraz / Aquí está mi cara / Hablo por mi diferencia”.

Juan Pablo Correa Salinas
Psicólogo social.