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Opinión

¿Obediencia patriarcal o cooperación democrática?

Por: Juan Pablo Correa Salinas | Publicado: 12.02.2023
¿Obediencia patriarcal o cooperación democrática? ¿Obediencia patriarcal o cooperación democrática? | El Desconcierto
Como ha mostrado Sonia Montecino, la ausencia paterna ha sido una constante en la historia de Chile. Las formas autoritarias de imposición del padre como patrón y propietario, además de progenitor violento y maltratador, no son más que el reverso de su ausencia como figura protectora. Eso quita legitimidad a cualquier proyecto patriarcal. Una reunión de los dueños del país en el Club de La Unión no equivale a una deliberación de “los sabios de la tribu”. Al no existir un reconocimiento generalizado de la función paterna, la autoridad patriarcal se desdibuja.

En un sentido sociológico, la RAE define “patriarcado” como una “organización social primitiva en que la autoridad es ejercida por un varón jefe de cada familia, extendiéndose este poder a los parientes aún lejanos de un mismo linaje”. El patriarcado es, entonces, el “gobierno o autoridad del patriarca”, un “hombre que por su edad y sabiduría ejerce autoridad en una familia o en una colectividad”. Aquel a quién los romanos llamaban el pater familias.

La autoridad del patriarca se asocia al vínculo que tiene con una idea de la vida buena, producto de su participación en el mundo de la vida de una comunidad. Esto ocurre tanto en sociedades religiosas que no distinguen entre Iglesia y Estado -la sociedad islámica iraní, por ejemplo- como en regímenes secularizados, en los que la autoridad patriarcal se justifica a través de referencias históricas desvinculadas de toda creencia religiosa -como ocurre en la sociedad cubana-. Tan patriarcal fue el régimen del ayatolá Jomeini como el gobierno de Fidel Castro. Y, más allá de los poderes fácticos en que se apoya, la autoridad del patriarca se sostiene, en primer lugar, en el reconocimiento de sus subordinados.

Tampoco las sociedades occidentales que se identifican con el liberalismo y la democracia se encuentran a salvo del patriarcado. La dificultad que las mismas tienen para separar Iglesia y Estado, distinguir entre política y moral y resolver su ordenamiento jurídico-político en el espacio deliberativo de la política -sin lograr reconocer a las mujeres, a las identidades no hegemónicas, a los pobres y a las personas racializadas el estatus de persona plena- manifiesta la tensión constante que en ellas existe entre un auténtico proyecto de democracia liberal y sus distintas alternativas (incluidas las patriarcales).

El patriarcado es una versión autoritaria de la función paterna en el gobierno de la sociedad. El padre/patriarca funda su sabiduría y justifica sus prerrogativas en la cultura de una comunidad y es por esta razón que inspira respeto en sus subordinados (una mezcla de afecto y temor).

La relación que los subordinados -hijos, discípulos, etc.- establecen con el patriarca es, en primer lugar, de obediencia. Por eso, su relación requiere de un conjunto de creencias compartidas e incuestionables que sólo pueden ser justificadas en un poder que excede el de la comunidad: una divinidad, la Historia, la naturaleza humana, etc. El patriarcado es dogmático por definición, y sostiene sus prerrogativas en la imposición de las creencias y valores de una comunidad sobre la sociedad en su conjunto. En este sentido, el patriarcado es tribalista y predemocrático. Regularmente incluye marcas de clase, género, religión y/o etnicidad. Reemplaza a las autoridades elegidas democráticamente por “los sabios” de la propia tribu y sustituye la discusión crítica de ideas por “verdades reveladas”.

En Chile, la hegemonía de la cultura autoritaria viene de la época de la hacienda. Si bien el proceso de Independencia logró instalar formalmente una república democrática, ésta no logró separar por completo Iglesia y Estado, ni validó en Chile el pluralismo ético, estético y epistémico característico de la democracia. La presencia de proyectos patriarcales es directamente proporcional a las limitaciones de nuestra democracia, así como a la ausencia de una cultura crítica entre nosotros.

Por otra parte, la autoridad patriarcal ha estado siempre en entredicho en nuestro país. Como ha mostrado Sonia Montecino, la ausencia paterna ha sido una constante en la historia de Chile. Las formas autoritarias de imposición del padre como patrón y propietario, además de progenitor violento y maltratador, no son más que el reverso de su ausencia como figura protectora. Eso quita legitimidad a cualquier proyecto patriarcal. Una reunión de los dueños del país en el Club de La Unión no equivale a una deliberación de “los sabios de la tribu”. Al no existir un reconocimiento generalizado de la función paterna, la autoridad patriarcal se desdibuja.

En Chile, la identificación popular con aquellos que aspiran a ser patriarcas es muy baja. Lo más cercano a la condición de patriarca ha sido el Lonco (entre los mapuche), el cura párroco (entre los católicos) y el pastor (entre los evangélicos). De este modo, las identificaciones culturales, de carácter étnico o religioso, han legitimado parcialmente la autoridad patriarcal dentro de comunidades particulares, nunca en el conjunto de la sociedad.

Las sociedades se democratizan reemplazando la autoridad del padre/patriarca por la relación cooperativa de ciudadanas y ciudadanos. En la utopía democrática no existe otra autoridad que la que surge de la indagación libre y la negociación colaborativa de personas iguales. Fue lo que la ciudadanía gritó en las calles, escribió en los muros y reprodujo en las redes sociales en la revuelta de octubre de 2019. Más y mejor democracia implica sustituir la sociedad del honor (del patriarca) por la sociedad de la dignidad de quienes detentan los mismos derechos (las ciudadanas y los ciudadanos de una sociedad libre).

En una sociedad patriarcal las grandes decisiones son adoptadas por los “honorables” (expertos, poderosos, propietarios, muchas veces también hombres, blancos, formalmente instruidos). En una sociedad democrática la soberanía reside en el pueblo. En una sociedad patriarcal los padres tienen un “derecho preferente” a decidir la educación de sus hijos. En una sociedad democrática el Estado garantiza a niños y jóvenes el acceso a una educación pluralista, donde pueden construir sus creencias en la conversación y debate de las ideas. En una sociedad patriarcal existen colegios y universidades confesionales. En una sociedad democrática se respetan las parroquias, pero no dentro de los colegios y las universidades, pues eso destruye el pluralismo y la formación de la conciencia crítica.

La separación entre el Estado y todas las iglesias (monoteístas, politeístas, ateas, machistas, hembristas, clasistas, etnocéntricas, universalistas, etc.) es requerida para instalar una sociedad democrática, esto es, una sociedad que sustituye la obediencia a los dictámenes patriarcales por acuerdos cooperativos. Porque la libertad de conciencia democrática requiere tanto de conciencia crítica como de deliberación colectiva.

Próximamente deberemos decidir si apoyamos la sociedad patriarcal que algunos intentan legitimar, validando sus componentes clasistas, racistas, machistas y heteronormativos -así como una cierta indiferenciación entre las iglesias y el Estado- o avanzamos en un proceso de democratización que reconozca la cooperación de la ciudadanía como única fuente de legitimidad de nuestro ordenamiento social.

En mi opinión, este debate está en el centro de nuestro proceso constituyente.

Juan Pablo Correa Salinas
Psicólogo social.