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Opinión

El “Jilismo”

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 19.03.2023
El “Jilismo” Pamela Jiles |
El Jilismo sería una mezcla de los siguientes elementos: decadentismo, bufonería, populismo inmediatista de carácter omnívoro y una no menor dosis de liviandad de la palabra empeñada, es decir, jamás confiable.

Debo atribuir, de entrada, este concepto a Daniel Matamala en su columna “Pasó la vieja”, publicada el 11 de marzo en La Tercera. Ahora, si bien acuña la palabra, no profundiza en ella porque su objetivo era otro: el de dar cuenta de un asunto estructural y grueso que trata del cómo las decisiones políticas que afectan a la esfera económica se sustraen del Estado y lo propiamente político para ser tomadas, al final de todo el trayecto y cacareo de los partidos, por el gran empresariado.

Así, dice Matamala, ha sido siempre y esta vez –con el rechazo a legislar en torno a la reforma tributaria propuesta por el gobierno y de la que dependía vitalmente la posibilidad de sacar adelante su programa– no fue la excepción, y la negación a discutir el proyecto del ministro Marcel por parte de la(s) derecha(s) más las abstenciones, entre ellas la de Pamela Jiles (quien se retiró de la sala para no votar), selló el destino de un gobierno que vio tropezar, una vez más, sus expectativas de cambio de cara a un sector político que, evidente, excede por mucho a la(s) derecha(s), y que le enrostra sesión tras sesión su condición de minoría en ambas cámaras.

El Congreso entonces, no es más que un sempiterno muro de los lamentos donde se estrellarán, en espiral continuo, Boric y su círculo proclive.

Lo que persigo en este breve texto no es volver a insistir sobre el tacle brutal que se le aplicó a la reforma tributaria que, a esta altura, ya es ceniza, sino analizar –tanto como se pueda en una columna de opinión– un fenotipo político, digamos, novedoso y que demanda análisis: el “Jilismo”, así, entre comillas y en mayúsculas. Lo anterior porque considero que en Pamela Jiles no se da única y simplemente la performance populista o la recalcitrante, y a esta altura ya patética, autopercepción de outsider o de un discolaje exagerado, sino que en sí misma su figura expresa algo que, pienso, no habíamos visto en la política chilena, por lo menos, en las últimas décadas. Y sí, pienso, da para un “ismo”, uno menor y vulgar, pero no menos amenazante e ismo al fin.

Ahora, primero, ¿qué es un ismo’ Según la RAE, ismo “suele significar ‘doctrina’, ‘sistema’, ‘escuela’ o ‘movimiento’” (https://dle.rae.es/-ismo).

Estamos claros que al hablar del Jilismo no hacemos referencia a un amplio movimiento intelectual nutrido de una batería de conceptos relevantes que terminan por configurar una ideología en el sentido marxista del término, es decir, como la articulación de un imaginario complejo y heterogéneo que permite explicar el mundo y penetrar cualquier percepción respecto de la realidad. Una ideología, de este modo, crea un tipo de sociedad y racionalidad singular, tiene ese poder y esa energía para vertebrar sociológicamente a un grupo humano.

Pero no, el Jilismo no alcanza ni la primera letra de esta definición. Sin embargo, y desde su volatilidad superflua y su metabolismo reaccionario, puede hacer daño, incluso historia; puede polarizar e impulsar la reconfiguración contingente del campo y la distribución de fuerzas, acercándose –en una suerte de gestualidad hiperbolizada, inconsciente, posmoderna (pero instrumental y calculista en su despliegue)– a todas las esquinas políticas, desde los amarillos de Warnken hasta los republicanos pasando por los “demócratas” y, evidente, por todo Chile Vamos.

No obstante esta vulgaridad, superficialidad, hemorragia verbal, compulsión populista y de imantación en la ciudadanía (sobre todo con su fatigante fábula de los “retiros”), el Jilismo tiene impacto, y uno severo; aunque amparado en el sopor de su propia cursilería y operetas bufas, donde la palabra pesa menos que el hombre en la luna, llena espacios que generan sentido a un sector de la población y, de paso, pulveriza programas, idearios, imaginarios, inoculando así el virus de la indeterminación y echando por tierra todas las potenciales reformas en beneficio de las/os más vulnerables de este Chile itinerante y sublimado.

Si pudiéramos resumir, el Jilismo sería una mezcla de los siguientes elementos: decadentismo, bufonería, populismo inmediatista (no es Evita, obvio) de carácter omnívoro y una no menor dosis de liviandad de la palabra empeñada, es decir, jamás confiable.

Independiente del orden de estos elementos, lo que se genera es una suerte de tubérculo que se adhiere al sistema político cercándolo como una membrana que, desde su aparente irrelevancia, recubre todo lo que puede ser significativo para la deliberación y la democracia.

A la derecha le concedo todas las volteretas y permutas respecto de sus compromisos porque la historia indica que jamás han respetado sus relatos; estos siempre han sido oportunistas, ultra-contingentes y volubles cuando de calmar la furia de la plebe se trata. Aquí no hay trampa, no hay truco: la derecha sabe mejor que nadie el significado de la palabra traición y, simplemente, la ejecuta.

Ahora, de Jiles y el Jilismo tampoco me sorprendo, pero sí me preocupo, en el entendido que tras toda su estética de abuela al margen y proto-popular, lo que se esconde es un poder de fuego no menor y que, de no detenerlo a tiempo, puede ir más allá de sí misma y volverse una gárgola de plumas rosadas que bien podría hacer temblar a la democracia entera, arrastrándola al páramo de la ridiculez y la banalidad que, aunque en apariencia naif, pueden ser letalmente destructivas, como quedó demostrado.

Entonces siempre será mejor cuidarse las espaldas y no menospreciar a las/os “Jiles”, porque desde la itinerancia de su circo barato pueden producir debacles macizas y licuar y sabotear a la democracia, por imperfecta y secuestrada que nos parezca.

Javier Agüero Águila
Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.