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Opinión

Sangría e impotencia ciudadana

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 09.06.2023
Sangría e impotencia ciudadana |
¿Acaso pensamos que esta lonja de participación que se nos ofrece para estucar el plagio con “consultas ciudadanas” cambia en algo la historia de Chile? ¿No caemos en la cuenta que en esta misma historia de dados cargados la sangría, el margen, la soberanía fue, una vez más, sacada del pacto y exiliada al islote donde reina el impoder?

Según la tipografía, se entiende por sangría a la introducción de una cantidad de caracteres en blanco (espacios) al empezar un párrafo. Se “sangra” por una única vez en el párrafo y no es sino hasta uno nuevo que la sangría tiene otra vez la posibilidad de aplicarse.

La sangría es entonces el desprendimiento del cuerpo de un texto, la escisión, la distancia, el borde excluido que anuncia lo que está por construirse.

La podríamos entender también como una suerte de zona fantasma que se intensifica por su ausencia (la escritura como lenguaje del ausente, diremos parafraseando a Freud en El malestar en la cultura), no obstante, es sintomática respecto de lo que estaría por iniciarse; está ahí, al margen, de alguna forma latente a lo que después se articulará en la redacción formal y visible. Por lo general la usamos de manera automática, inconsciente, dispuesta sola desde una región espectral y, en principio, carente de sentido, vacía, etérea.

Me pregunto si la sangría puede existir por sí sola. Esto es sin cuerpo textual que la siga: ¿puede la sangría tener una posibilidad sin ser solamente el “recurso” estético y sintáctico para que algo llegue a tomar forma? ¿Puede, al final, ser hacía sí, sin adherirse a nada y quedar para siempre suspendida en ese espacio en blanco que percibimos pero que no vemos (o no queremos ver)?

Pienso que la sangría es el margen invisible arbitrariamente descartado por el protocolo de la forma y que, si lo llevamos al plano político, es la soberanía.

La sangría es la soberanía y el cuerpo del texto –el párrafo– las formas o disposiciones que toma una sociedad sin ella, aunque su condición de holograma indique sistemáticamente que está ahí, desajustada, informe, inefable, sin léxico, pero insistente; densa y para siempre dispuesta a emerger desde esa zona sin perímetro que es su hábitat blanco. Sangría-soberanía que se intuye como el vapor de un pueblo que no fue invitado a la fiesta de la fundación y al que hoy, ya conformado el párrafo constituyente, se le atribuye el mote de “ciudadanía”. Ahí donde todo lo que se ha venido regenerando desde la desactivación octubrista, de manera geométrica y en partitura restauradora perfecta, es el metabolismo que impulsó un proceso vacío y vaciado de legitimidad, el cual, una vez repuesto el pacto oligárquico histórico típico, se perfila como un espacio abierto a la deliberación democrática haciendo aparecer el espejismo de que “el pueblo” algo tendrá que ver en la construcción de su propio destino. Algo que muestre que, ya precisado y delimitado el consenso, se viene el momento plebeyo que le dará a esta Constitución el canon soberano que la legitimará de ahí en más.

El 7 de junio reciente un grupo de instituciones, liderado por la Universidad de Chile y la Pontificia Universidad Católica, decretaron “El mes de la participación ciudadana”, cuyo lema es “Si estamos todos/as, será de todos/as”. ¿Se puede establecer “el” mes de la participación ciudadana como si fuera una efeméride, el mes del mar, el de las glorias del ejército o el de la independencia de Chile?

Esto es más bien la constatación de una «im-potencia ciudadana» y no de su participación. Lo que dicen ciudadanía, en su mejor versión posible, no puede participar siendo ya gestionada, monitoreada. Es, justo, lo anti-ciudadano, la anti-participación y la expresión vívida del secuestro del presente político (otra vez).

Del 7 de junio al 7 de julio «se participa». Principio y fin, alfa y omega temporal de una inclusión instrumental y formateada en cuatro mecanismos posibles para hacerse parte del proceso: consulta ciudadana, diálogos ciudadanos, iniciativa popular de normas, audiencias populares (todos vía plataformas virtuales, repleta de «tutoriales» y sin cabildeo real, cara a cara, a rostro descubierto y en la plaza pública). Todo con el objetivo de imprimirle validez a una historia que ya se hizo, que ya está escrita y que ya fue firmada en el tabernáculo de una clase política tan desprestigiada como autorreferente, tan homogénea en sus fines como precisa en sus efectos. Proceso viciado en su origen por el canon oligárquico.

¿Acaso realmente pensamos que esta lonja de participación que se nos ofrece para estucar el plagio con “consultas ciudadanas” cambia en algo la historia de Chile? ¿No caemos en la cuenta que en esta misma historia de dados cargados la sangría, el margen, la soberanía fue, una vez más, sacada del pacto y exiliada al islote donde reina, por citar a Blanchot, el impoder?

Sin embargo, la sangría sigue ahí y, aunque excluida como de costumbre, no dejará de asediar al párrafo histórico que ya fue escrito. La sangría no amenaza, el borde no es un matón, la soberanía no es una mafia. Simplemente ya está, aunque no se vea; es su doble potencia y es, igual, la fuente que acoge el grito silenciado de un país que no ha podido ser algo más que sí mismo y que ha sucumbido, como sea, a la fuerza fantasmática de la impronta oligárquica.

Javier Agüero Águila
Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.