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Opinión

Fabiola y Myrna (A propósito de la dignidad)

Por: Javier Agüero Águila | Publicado: 14.06.2023
Fabiola y Myrna (A propósito de la dignidad) |
La memoria no sobrevive por sí sola, y aunque los ojos de Fabiola Campillai no ven, el solo sentirla cerca, así como a Myrna Troncoso, desadecuaba el momento, lo desajustaba en su cronología y espacialidad; eyectándonos a un lugar-otro que tiene que ver con lo insoportable y lo monstruoso, pero con la dignidad inquebrantable de quienes han sobrevivido a la furia del exterminio.

En Talca, en la Universidad Católica del Maule, nos visitaron Fabiola Campillai y Myrna Troncoso. La primera, senadora de la República y víctima de la represión de Estado durante la revuelta de 2019 que le significó la pérdida de la visión, del gusto y del olfato. La segunda, presidenta de la Agrupación de Familiares de Detenidos/as Desaparecidos/as y Ejecutados/as Políticos/as de Talca y su coordinadora de la Región del Maule (su hermano Ricardo está desaparecido desde agosto de 1974).

Entre ambas al menos dos generaciones de distancia; entre ambas una misma historia de dignidad y de espanto, todo a la vez: sombra y luz, resistencia y horror, testimonio y pérdida.

Pero en lo que quisiera insistir es que su presencia, el sentirlas ahí, ser ahí como expresión viva, sensible y corporal de una batalla sin tiempo por una justicia que nunca será la que esperan (es lo que particularmente se transparenta en la mirada siempre triste de Myrna: “buscaré hasta mi muerte”, dijo), es igualmente el recuerdo brutal de lo que puede llegar a hacer un puñado de psicópatas enamorados de su propia imagen que, en su momento (y en todos los momentos), se enajenaron avalados por la urgencia patriótica de asesinar, desaparecer, descuartizar y torturar a seres humanos en nombre de sus propio nombres; signatura delirante de una historia que los ensalzaría al pódium de héroes patrios pensando que cientos de calles llevarían su nombre, que serían monumentalizados en estatuas y que, en su honor, miles de niños se llamarían Augusto, Gustavo, José o César.

Ensoñación patriotera ahí donde no fueron otra cosa que la orgía mortal intensificada por una oligarquía petrificada de miedo frente a la arremetida del pueblo allendista, nutrida por los dólares que inoculaba Nixon a través de la Democracia Cristiana para desestabilizar un gobierno, este sí, radicalmente democrático y transformador; fronda empresario-cívico-militar-chicagista que, en cuanto fue sintiendo que el poder lo podía despilfarrar a su antojo, comenzó su racional y programado protocolo del crimen.

Fabiola, al comenzar su intervención, dijo algo que no me pudo pasar de largo y que me perforó toda la noche hasta este momento en que lo escribo: “Tengo que hablar porque, como no puedo ver, no puedo leer ni usar ‘ayuda-memoria’”.

Y caí en cuenta de la extensión de la barbarie y de los múltiples rostros que puede tomar la venganza cuando viene del Estado en cualquiera de sus formas. Fabiola no solo dijo que no puede ver, sino que no podía usar “ayuda-memoria”; palabras que estremecen porque se vinculan a una memoria que, justo, tiene que ser ayudada, respaldada, incitada y para siempre dicha. Todo para que no olvidemos el escándalo y la ira que alcanza la miseria humana desatada en el corazón de su propia y criminal fábula.

Pensé, igual, que no hay justicia en exigir mirar al futuro cuando de la memoria del espanto se trata (como intenta filtrar la propaganda del gobierno a propósito de los 50 años).

La insistencia es a recuperar un pasado terrible, ya sea de 50 o 3 años atrás, dándole la palabra, dejándolo aparecer sin sacrificarlo de cara a la retórica de la reconciliación y “la mirada hacia adelante”. Esta es una fraseología puramente instrumental, política en el peor de los sentidos; fraseología que pretende ecologizar, pasteurizar y hacer sintética una historia que no cicatriza y que no debe cicatrizar nunca.

Los países que han podido continuar después de sus tragedias se reconocen en sus heridas y viven con ellas como testimonio de lo que no puede volver a ocurrir. Si olvidamos, si se nos exige la tarea imposible de la reconciliación sin justicia, o de pontificar las amnistías (derivado de “amnesia”), siempre habrá otra tragedia porvenir.

No hay mérito en superar el terror radioactivo de Hiroshima, tampoco visión de Estado cuando Villa Grimaldi se transforma en un paseo dominical; cuando la gente –como lo vi– se saca selfies en Auschwitz o se va a turistear con intención “de informar” a la Franja de Gaza. No se trata de vivir sin el dolor, sino de constatarlo una y otra vez hasta que la conciencia se genere –tanto como se pueda y hasta donde alcance– y la memoria se desplace a la zona protegida en donde no hay, no puede por un asunto moral, dos versiones sobre una masacre.

La memoria no sobrevive por sí sola, y aunque los ojos de Fabiola no ven, el solo sentirla cerca, así como a Myrna, desadecuaba el momento, lo desajustaba en su cronología y espacialidad; eyectándonos a un lugar-otro que tiene que ver con lo insoportable y lo monstruoso, pero al mismo tiempo, con la dignidad inquebrantable de quienes han sobrevivido a la furia del exterminio y al salivar rabioso de asesinos que nunca dieron tregua.

Ambas, también, nos derivan a la constatación cierta de que los derechos humanos no pueden ser solo un léxico, una “forma de decir” o el lugar común en el que la sociedad vocifera sus triunfos civilizacionales.

La trivialización de los derechos humanos, su masificación como discurso sin densidad, ha sido al final su condena. Su diluirse en la retórica siempre bien portada y políticamente correcta de esta suerte de abracadabra que abre el portal mágico, para quien la pronuncia, hacia la autoformación de lo demócrata que se es, de lo cuadrado que estamos con el respeto por lo fundamental y lo militantes que somos de cara a la defensa de la dignidad humana. Los derechos humanos mismos no tienen concepto, no se pueden fijar, son sin coyuntura específica. Lo contrario sería firmar su banalidad.

La visita de Fabiola, que ve como nadie ve, y la presencia de Myrna, que siente como nadie siente –cada dolor es singular e irrepetible–, fue la reunión de dos dignidades que nos enrostran, con belleza, pero no con menos firmeza, que los derechos humanos no están blindados jamás. Que nunca están a salvo y que pueden ser violados en una dictadura feroz o en una democracia sin escrúpulos.

Lo más emocionante fue verlas, al final del conversatorio, reunirse en un abrazo que no fue otra cosa que la fusión de dos dolores, de dos tiempos, de dos desgarros unidos por una dignidad inclaudicable y una preciosa resistencia.

Javier Agüero Águila
Director del Departamento de Filosofía de la Universidad Católica del Maule.