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Chile tiene festival

Por: Elisa Montesinos | Publicado: 21.02.2019
Chile tiene festival Sexta Noche del Festival de la Cancion de Viña del Mar 2016 |
Digámoslo. El Festival de Viña nos representa internacionalmente como un Chile pop, de sopaipilla. Un Chile que a muchos nos da franca vergüenza, un Chile de Titos Fernández y Albertos Plaza. Que canta Myriam Hernández teniendo a Violeta Parra.

Festival Internacional de Documentales de Santiago, Festival de Poesía en las Escuelas, Festival Nacional de Bandas Jóvenes, Festival Internacional de Innovación Social, festival de la sandía. El Festival de la Una. Un país festivalero. En mi anterior columna predije estas líneas. Oh Festival de Viña, sagrada meca patria.

Entraba en la mitad de febrero sin lograr tomarme algunos días de vacaciones y cuando por fin avizoraba una ventana, la editora me propuso que cumpliera mi autoprofecía escribiendo algo más sobre Viña del Mar. Imposibilitado de morder la mano amiga –que da de comer– acepté el desafío. Pero yo voy al Womad, advertí.

Sucede que en el mercado hay para todos los gustos. Alta y baja cultura. El Festival de Jazz de Providencia versus el Festival del Huaso de Olmué. Eventos con estrellas del mainstream para las masas, y eventos con las revelaciones del underground para los entendidos. Hay un Teatro Municipal para la ópera, un Teatro Nescafé para las comedias, y en cada mall una plaza abierta para los que no tienen siquiera el hábito de entrar a una sala de teatro. La nítida separación de públicos, aunque antigua como las clases sociales, fue un aprendizaje.

Recordemos que en la modorra del fin del milenio, antes de la llegada definitiva de la era digital, hubo aproximaciones locales que buscaron el encuentro de los distintos públicos. Ahí está el recordado Amnesty, donde compartieron la escena artistas consagrados como Sinnead O’Connor, con otras apenas conocidas en estos lares como Luz Casal, y hasta los divos que la moda de entonces encaramaba al podio desatando el griterío de las adolescentes, los New Kids on the Block. ¿Qué tenían que ver estos con aquellos?, ¿qué tenían en común con otros con los que compartieron afiche, como Inti Illimani o Wynton Marsalis? Nada. Pero bajo el dudoso paraguas conceptual de los derechos humanos y el reciente retorno de la democracia, aquel Chile que aún no conocía ni la Copa Libertadores tuvo la oportunidad de ponernos a prueba como espectadores.

Quizá fue esa excusa humanitaria la que apaciguó cualquier asomo de crítica. Lo cierto es que luego hubo un festival Bressler atroz, en que los fans raperos de Cypress Hill escupieron a Nick Cave. No funcionaba así como así. Echando a perder se aprende. A la par de la globalización, se desarrollaron conceptos, apareció la palabra curatoría, y hoy hay un Fauna Primavera  y un Womad cada vez más estupendos.

Pero sucede que la cultura además de un lucrativo negocio de espectáculos, de concursos de talentos o de vitrinas de lujo, es una dimensión política, porque en definitiva el arte siempre lo es. Y por eso es una responsabilidad colectiva, que nos compete como miembros de una sociedad o de un país: tú eres tu cultura. La inspiración de Viña está en el San Remo italiano de mitad del siglo pasado. Ese es su molde. Un arte apolítico, de una pretendida belleza apolínea en forma y fondo. Mutatis mutandis, un Acapulco-Miami en la costa opuesta al californiano Lollapalooza que nos atrae a los globalizados, a la gente de mundo, hippies demócratas y liberales. Digámoslo. El Festival de Viña nos representa internacionalmente como un Chile pop, de sopaipilla. Un Chile que a muchos nos da franca vergüenza, un Chile de Titos Fernández y Albertos Plaza. Que canta Myriam Hernández teniendo a Violeta Parra.

Yo soy partidario de la intervención estatal en estas materias. Me parece bien que el Estado chileno ponga la plata que se supone es de todos para organizar o patrocinar a un festival X que puede ser de alta o de baja cultura, y es de cajón que idealmente una política pública buscará justamente reducir esa brecha. La baja cultura tiene al mercado para ser omnipresente, la alta cultura tiene a internet para seguir despertando la curiosidad de la mente inquieta. El Estado no puede, por lo tanto, ser administrado con una irresponsabilidad como la que ha demostrado el actual gobierno. No creo estar quedando de comunista por decir que me parece espantoso que un presidente pueda llegar a simplemente eliminar un ministerio, como pasó en Brasil. Pero sé que es posible concitar un apoyo transversal cuando señalamos como una vergüenza la decisión del actual gobierno de quitarle el financiamiento a un evento de alto nivel como el FIDOCS y por otro lado beneficiar perdonando impuestos al show kitsch de dos televisivas momias de pinochetismo indolente e insultante, como si fuesen un aporte a la cultura. Eso, como señal, es imperdonable.

Si Viña es nuestro más importante evento internacional, y es considerada una instancia oficial de exhibición, un evento cultural representativo de lo mejor de lo nuestro, entonces no debiera estar en manos de una alcaldesa que a duras penas sabe qué significa el vocablo latino opus. Tampoco puede estar en manos de un canal de televisión. Si Viña es, como el canal televisivo estatal, de todos los chilenos, es el Estado quien debiera tener al menos una cuota de injerencia en la curatoría, en la decisión de qué es lo que se muestra ahí. Y si me apuran, debiera estar comprometido financieramente también. Como chileno lo digo. Porque se supone que todos pagamos impuestos, gerentes y peones, auditores de Radio Beethoven y fanáticos del reguetón, todos pagamos impuestos y eso es en definitiva lo que nos hace chilenos en el documento nacional de identidad. Pero la palabra evasores la usamos para apuntar a los que saltan el torniquete de nuestro lujoso y caro transporte público, o a los que venden en la calle sin dar boleta. No la usamos para los empresarios coludidos, porque además ellos siempre salen libres. Hay una penumbra, una zona blanda comprensible y humana de sentido común. Pero la ley se aplica y cuando es implacable con unos y no con otros, emerge la inequidad basamental que pervierte todo. Impuestos. El Estado, que se supone somos todos. Un Estado acorde con los tiempos, un Estado que somos todes. Todes pagamos impuestos. ¿De qué estamos hablando? De maquillaje, de máscaras, de lenguaje inclusivo. Estamos en la superficie del significado. Tal es la arena de la baja cultura, el meme automático con la alcaldesa Kathy Barriga y el emoticón con el gordo matón del gas diciendo salgan de mi wsp! Todes reímos hasta de la parodia de la brecha social que fue el “que no nos roben el Daewo”. Naturalizar esos mecanismos. Reír como ateos con la calma del postrer cariño al crucifijo. El bálsamo de la risa. El humor de Viña. Quedarnos para siempre en la superficie, en la copia feliz del Edén.

¿Por qué necesitamos un Festival como el de Viña ? No lo necesitamos, toda la cultura entendida como el arte, es ya lo hemos dicho suntuaria, gratuita, no es útil. Cantantes y humoristas arriba de un escenario. No es primera necesidad. No necesitamos nada de eso. Pero lo consumimos. Es su negocio, ellos obtienen utilidades, productores, artistas, medios de comunicación, publicidad… Usted paga una entrada. Hay entradas caras que se venden incluso en verde para el Lollapalooza, y entradas voceadas afuera del Marga Marga por morenos enjutos y por obesas teñidas. Yo haría un plebiscito, o al menos una encuesta seria nacional. ¿Y si se acaba un día? Un día se va a morir Mario Krutzberger y el futuro de la Teletón va a tambalear, es seguro. Las cosas llegan a su fin.

Estas disquisiciones no me dejan dormir mientras espero la llegada de una nueva versión de Viña. Raphael y Yuri, Wisin & Yandel, Marc Anthony y BAd Bunny. Una ensalada rusa. Llegará un día en que el Festival de Viña no sea más que un recuerdo, una memoria, el patrimonio fotográfico de una concha marina por escenario.

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