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¡No la abra!

Por: Pía Gonzalez Suau, escritora | Publicado: 26.06.2020
¡No la abra! |
Quiero explicarle, presidente, cómo enterramos nuestros muertos. De tanta tragedia enumerada, tal vez perdió la pista, se le olvidaron los significados. Otras veces ya ha pasado, pero esto es grave, más que las cifras o incluso el desempleo.

Esto es el final, el tiempo del último momento, del no retorno. Nadie va a venir a reclamarnos ni a pedirnos cuentas, más que nuestra propia conciencia y el dolor contenido. No se trata de formalidades ni de pompas ceremoniales. Tampoco de cuánto se gastó o de la gente que vino, ni de los saludos, tarjetas con bordes negros y el lugar escogido, siempre con ese aroma dulzón de las flores. Poco importa si la madera es fina o es pino aglomerado, si la música es clásica (algún réquiem) o un reguetón que se escucha por todo el pasaje, lleno de globos negros. Si hubo fuegos artificiales, bandera del club o disparos para el finado. Porque los ritos, presidente, son importantes. Pero no por lo que acabo de describir, sino más bien por lo que no puede explicarse, aquello que no se ve pero está latente en el aire, como un éter que nos envuelve desde el momento que nos avisan, que esa vida ya no está.

Cualquier persona que ha perdido un ser querido, sabe que lo primero es negar lo que está pasando. Si el timbre de su risa, el tono de su voz están ahí, en la pieza contigua. El olor de su cuerpo aún permanece en el clóset, en las sábanas, en su ropa. No, no es posible y cuesta mucho aceptar su muerte.  Son los días más difíciles, pero también los más importantes, porque se tendrá la oportunidad de vestirlo o vestirla por última vez. Podremos tocar su cuerpo y ponerle esa chomba que le tejimos el invierno pasado, o esa camisa que tanto le gusta o el vestido azul que le queda tan bien.

No es un cadáver, aún es nuestro, todavía queremos abrazarlo, reconfortarlo, ayudarlo a partir. La hija vestirá a su madre o la nieta a su abuela, o la mujer a su marido, o a su hijo, a su hijita. Debe irse de nuestro lado lo más hermoso o bella posible. No como un cuerpo abandonado en su desnudez, con frío tal vez, porque para quien lo ama, no es un muerto, todavía es un ser que siente, que espera ser atendido, contenido con nuestra cercanía.

Es el rito, presidente, y hay diversas formas de vivirlo. Algunas religiones los lavan, otras les ponen objetos, maquillan sus rostros, lo que sea que prolongue y vuelva especial el momento del no retorno. Es muy difícil aceptar que esa persona ya no estará nunca más. Necesitamos mirar su rostro, fijar en nuestra mente sus rasgos porque el tiempo será brutal y con los años iremos olvidando esas expresiones, se desvanecerán en nuestra memoria aunque intentemos retenerlas con desesperación.

Todo se cae con la muerte, nuestro entorno se desmorona. Buscamos con afán seguridades, actos, gestos que nos confirmen que lo que está pasando es  real, que no es un mal sueño del cual podemos despertar. Es entonces cuando acudimos a los detalles que nos otorguen algo de calma. Miramos su rostro no solo como despedida sino para encontrar tranquilidad en él, queremos asegurarnos que haya partido en paz, que esta maldita enfermedad no le haya dejado un rictus de dolor.

Pero ahora, presidente, en este presente brutal, hay una realidad que nos impide enterrar a nuestros muertos y vivir el imprescindible duelo. Debemos aceptar que no debe haber música, que el silencio y la soledad lo acompañe. Está bien, lo aceptamos. Sabemos que no depende de nadie y de todos, acatamos las normas que envuelven su cuerpo desnudo en un plástico extraño y tosco. Que cubrirán su identidad con un número más, de los tantos del día, de las estadísticas de la semana.

Sí, presidente, lo aceptamos, porque al contrario de usted, en el momento más difícil de nuestras vidas, cerramos los ojos y acatamos. No tenemos su poder, no contamos con sus influencias, no inventamos las reglas. No somos nada más que seres comunes, que al parecer no sufrimos la  pérdida como usted porque se nos obliga a despojarnos de todo sentimiento de apego y despedida en aras del bien común. Algo que usted ha ignorado de una manera cruel hace unos días, justo en este momento, frente a un país sangrante, nos muestra lo contrario, porque usted sí pudo vestir a su muerto, lo rodeó de una música plácida, lo acompañó, y a pesar de las voces de alerta, pudo confirmar que era él, que no se confundieron en el trajín del hospital. Se acercó y le murmuró palabras en silencio, esas que al resto se nos quedaron atrapadas en la garganta y se las llevó el viento.

Usted, presidente, se exhibe frente al país mostrando una mezquindad espiritual indigna para las personas que gobierna, indiferente a la cantidad de deudos que lo están viendo ¿Qué hacemos entonces? ¿Seguimos las normas o que nadie se meta conmigo cuando tenga que enterrar a mi madre? No venga usted ni nadie de sus cortesanos a decirnos que nuestros ritos están prohibidos, que nos guardemos el duelo, que nuestro dolor es diferente. Ya las espaldas de sus camaradas políticos cargan con muchos cuerpos no velados, no vestidos, ignorados al fondo del mar, disgregados en el desierto. 

Nuevamente no habrá música ni flores ni gente que nos acompañe, pero nadie les sacudirá lo negro a nuestros padres o a nuestras hijas, como quien se saca unas pelusas del hombro. No los esconderemos como uno o una más del lote. Ni siquiera usted, presidente, invalidará nuestro dolor, con su actitud arrogante, que le impide mencionar la palabra perdón.

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