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Notas sobre teatro: Vivir en la Venda Sexy

Publicado: 05.10.2019

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En esta patria penan heavy. Irán#3037 es una obra sobre la dolorosa memoria reciente. Porque el daño y la muerte constituyen el territorio, se hacen escena del crimen. Las direcciones que en un mapa señalan los hitos donde se ejecutó, torturó, desapareció, equivalen a las cicatrices y heridas de un organismo vejado. Nuestros tatuajes no voluntarios.

En la calle Irán 3037 hay una propiedad antigua, amplia, en la que se torturó y desapareció a más de un centenar de compatriotas, mayoritariamente del MIR, que actualmente puede ser traspasada o vendida a una empresa inmobiliaria para que en el predio se levante acaso un edificio. El cinematográfico motivo de la casa o el edificio donde las ánimas penan porque fue construido encima de un cementerio milenario, es más que plausible. 

Así como Londres 38 detrás de la Iglesia San Francisco, Villa Grimaldi en Peñalolén o la exclínica Santa Lucía frente al cerro del mismo nombre, Irán 3037 es hoy un lugar de memoria, declarado Monumento Histórico por el Consejo de Monumentos Nacionales. Sin embargo, ha sido tasada en alrededor de 360 millones ante las ofertas inmobiliarias, provocando la reacción de las mujeres sobrevivientes que pasaron por este antro del horror. Decimos mujeres pues el emplazamiento era conocido como la “Venda Sexy” o “La Discotheque” y en él se practicó específicamente la tortura contra mujeres, dando rienda suelta a la depravación sexual de los agentes de la DINA, a través de todas las formas posibles de violación, incluyendo incluso a un perro adiestrado por la siniestra Ingrid Olderock. 

Estos y muchos otros datos nutren la ficción de Patricia Artés y Tomás Henríquez. La obra nos propone un escenario futuro, supongamos 10 o 15 años más adelante. La propiedad fue vendida y en ella vive una familia conformada por un padre arquetípicamente autoritario y machista, que insulta y golpea a su mujer constantemente, un abusador. Ambos saben el peso y la carga histórica del lugar, pero les importa poco porque son de los que quieren dar vuelta la página y echar al olvido lo que consideran pura majadería de las familiares de detenidos desaparecidos. Ella, la madre, es una mujer presa de los estereotipos, sometida e histérica, aburrida de lidiar con los fantasmas y sus propias visiones del horror. El triángulo lo cierra la hija, que está en el colegio y con ayuda de una compañera enfrenta el momento de abrir los ojos y encarar a sus padres detonando la acción.

El montaje abunda en recursos visuales y sonoros. La Discotheque funcionaba de día, con agentes que cumplían una rutina de torturas en horario de oficina, y que para tapar los gritos de las vejaciones colocaban música a todo volumen. Las imágenes nos dibujan el plano de la casa, nos muestran el baño donde las mujeres violadas podían tener un mínimo momento de intimidad, quitarse la venda sexy, y mirar por una única ventana redonda que daba al patio, un árbol que en su deshojarse y reverdecer se tornaba símbolo de la fuerza irrefrenable de la vida. O el sótano, que operaba como estación terminal, allí donde el perro adiestrado perpetraba el peor ultraje antes que las víctimas pasaran a la calidad de desaparecidas. 

Los testimonios van alimentando la atmósfera del horror. Las escenas de la familia quebrándose por el alegato de la hija estudiante se intercalan con los datos y testimonios a los que esta accede. Y en ese contrapunto creo que hay al menos dos momentos de clímax feroz.

El primero es un efecto perturbador, que se logra con la fantasmática aparición de un par de mujeres desnudas y en ropa interior, vendadas, que nos erizan la piel con su sola presencia, con la sencilla fragilidad de la víctima,expuesta. Su abrazo en medio del espanto. Si sales de acá dile a mi abuela que estoy bien, dile a papá que me perdone. Quizás esa sola escena hace que muchas otras resulten gratuitas, tal es el poder de la misma.

El segundo momento lo protagoniza la madre, y es su monólogo que termina haciéndola gritar y saltar enloquecida cuando no logra limpiar la sangre de la mesa, de  las paredes y del piso mismo. La luz roja, luz de motel, luz de discotheque, lo cubre todo. No quiero vivir acá. Este momento humaniza a un personaje que se ha mostrado frío y sólido en su negacionismo, generando una grieta argumental, un intersticio por el que se filtra la duda.

Este año, el 11 de septiembre junto a los familiares de ejecutados y detenidos desaparecidos, marchó una agrupación de familiares de militares genocidas. Hijos, sobrines, hermanas de aquellos que cometieron torturas y crímenes. Historias desobedientes. se llaman. Ese acto, el de buscar fin al pacto de silencio, de combatir el discurso del empate (“hubo una guerra con muertos de los dos lados”), habla de una sociedad o de una parte de ella, que busca sanar. Sanar las heridas. Recuerdo la obra de teatro Réquiem, de la compañía La Malinche, otra obra que plantea ese enfrentamiento de los hijos y nietos, de los herederos de un estigma o una culpa. ¿Qué clase de bienestar es el que me propiciaste para justificar eso, papá? ¿Qué valores puedes sostener?

No es fácil hacer una obra de teatro con este material. ¿A qué tipo de público se le puede hablar de estas cosas sin estar convenciendo a los ya convencidos? Hay lamentablemente una no menor cantidad de personas que acaso sigan argumentando no tener suficiente información, y hay quienes derechamente son cómplices del negacionismo y que no querrán ver esta pieza ni entenderán por qué se hacen obras así. Por eso mismo este trabajo es sin duda tan necesario.

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