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CRÍTICA| Un diario en clave claustrofóbica: «La azotea» de Fernanda Trías

Por: Leonardo González, escritor y dramaturgo | Publicado: 22.06.2021
CRÍTICA| Un diario en clave claustrofóbica: «La azotea» de Fernanda Trías |
La escritora uruguaya Fernanda Trías (1976) escribió «La azotea» cuando tenía 22 años. No sabemos cuánto la corrigió, pero el libro se publicó por primera vez el 2001. Se agotó, fue inhallable por muchos años y más de una década después resucitó.

Reediciones en Venezuela, Colombia, México, España, Uruguay y Chile. Tal vez en otras partes. La novela, dicen algunos críticos, sintoniza con el mundo que hoy vivimos. En particular, con las inseguridades, con los miedos de la gente. Ese miedo al otro que nos podría dañar y del cual hay que esconderse. 

Clara, la protagonista de La azotea, desconfía permanentemente. Es una narradora que produce una sensación de inseguridad, una narradora no fiable. “Puedo estar inventándolo todo”, nos dice. “¿Qué me importa? No tengo nada que probar. Lo que sé, solo yo lo sé y a nadie le interesa”. 

No sabemos qué edad tiene, ni entendemos qué tipo de amor siente por su padre y por su hija, Flor, ni por qué insiste en el encierro como única posibilidad para evitar sus deudas, para evitar que la separen de su familia. En el confinamiento, Clara encuentra un lugar, una guarida, la azotea. “La azotea era mi lugar; el único donde no pudieron vencerme”. 

El encierro aquí dialoga con la poética de Trías en su última novela, Mugre rosa, que acaba de ser publicada y que narra un Montevideo distópico donde una madre debe cuidar a su hijo con una curiosa enfermedad, no puede parar de comer. La azotea podría leerse como un diario de la pandemia actual si uno no sabe que se trata de un libro con una vida de más de veinte años en una autora de cuarenta y cuatro que después de vivir en Montevideo, Francia, Nueva York, Berlín, enseña escritura creativa en Bogotá. Podría leerse como un diario en clave claustrofóbica, asfixiante, a ratos difícil de leer, con imágenes poéticas que aparecen como ráfagas en la voz en primera persona de Clara: “Una luz roja iluminó por un instante las paredes, como hombrecitos de fuego que bailaron en el aire”. 

En la obra de Trías imaginar no es sinónimo de inventar

La imaginación aquí se encarga de encarnar la experiencia, traducirla en otra cosa, no menos real que la realidad. El lenguaje con el que Clara describe la vida al interior de este universo creado con pocos elementos (una casa, tres personajes centrales) está plagados de una profunda observación: “Las abejas viven en panales, esos nidos marrones con puntas como espinas. Sin la abeja reina, el enjambre se disuelve y abandona el panal”. Clara describe las várices de un personaje (otra invasora, Julia) como “Un mapa de ríos y cordilleras en relieve”. O esta descripción que hace de su hija: “Flor miraba alrededor como si quisiera comerse el mundo con sus ojos, no se daba cuenta de que era el mundo el que iba a comérsela a ella”.

La escritura no se desborda

Clara desconfía del mundo que observa, critica a la policía, a los vecinos, aquellos invasores que ponen en peligro la vida. En espacios de silencio, en lo que no se dice, transcurre lo que no vemos y eso es lo que produce una rara sensación de incomodidad, como si ella, la narradora, no confiara en sus lectores.

Junto a los personajes habita un canario que no puede volar. Clara necesita comprobar que sigue vivo, como si ese pájaro, con el potencial de liberarse alguna vez, fuera la única esperanza que queda al interior del departamento 302.

Hay una trama, pero eso no es lo que importa. De hecho, dudo que las nuevas ediciones y traducciones de la novela (recientemente al inglés), tengan que ver con la solidez de su argumento. No. Esa categoría, un tanto masculina para identificar aquello que se construye con palabras para llegar a tener un sentido, no define una novela cuya estrategia es arrancarle pedazos a la memoria para ir hacia atrás, en fragmentos, sospechosos fragmentos que no develan más que instantes detallados, obsesivos, donde una persona existió y pudo describir.

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Sospecho que la estrategia de Trías aquí es provocar una emoción inolvidable, una suerte de estado de hipnosis, incertidumbre, desconfianza, a través de la primera persona subjetiva. 

Quien entienda La azotea desde una clave realista echará en falta algunas cosas, y quien la entienda desde el ángulo opuesto, tal vez pasará por alto la profunda experiencia terrenal que hay en ella. Como cuando describe “el merengue regando migas sobre la colcha” o la policía, esa a la que le gusta meterse en casa de la gente para averiguar asuntos privados. En este caso, la palabra casa podría entenderse como un mundo, el único posible para esta familia. 

La azotea compone una estructura compleja a partir de la imaginación como traducción de la experiencia de lo vivido. Me quedo con la imagen indestructible de la azotea, como la metáfora universal de un espacio seguro en medio del caos, del miedo, de la inseguridad. Y también, como una novela de exploración familiar que cruza umbrales, tabúes en torno al incesto (¿De quién es hija Flor, del padre de Clara?) y provoca, al mismo tiempo, ganas de saber más y rechazo. La experiencia de lectura es la de haber entrado en una zona oscura que luego te acompañará por mucho tiempo. 

La azotea

Fernanda Trías

Laurel, 2020

126 páginas

Precio de referencia: $12.000

 

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