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ADELANTO| Berlín, capital del fin del mundo (fragmento de Juan Villoro)

Por: El Desconcierto | Publicado: 26.01.2022
ADELANTO| Berlín, capital del fin del mundo (fragmento de Juan Villoro) Muro de Berlín |
«Berlín dividido» es un libro de crónicas escritas por los periodistas Juan Villoro y Matilde Sánchez durante sus pasos por la capital alemana en los años ochenta. Donde el muro, los vestigios de la guerra, y un mundo bipolar formaban parte de su estética. Aquí, en esta nota, te presentamos un fragmento de él.

En el verano de 1981 llegué a vivir en Berlín Oriental con una idea bastante borrosa de la ciudad. Nueve años de Colegio Alemán, incontables programas de Combate, un par de discos de Lou Reed y David Bowie, películas donde un inevitable Fritz se colocaba el monóculo para contemplar fotogénicas batallas y la mitología derivada de Adiós a Berlín, la novela de Christopher Isherwood que mi generación conoció primero por la película musical de Bob Fose, sugerían un sitio suficientemente contradictorio para ser irresistible. 

Imaginé un cabaret con teléfonos en cada mesa y la voz empapada de aquavit de una mujer de uñas verdes y maquillaje expresionista. 

El folclore de mi destino de aterrizaje se completaba con documentales de la DEFA: el incendio del Reichstag, un rosario de bombas sobre la ciudad, la bandera roja en la cima de un edificio en ruinas. 

A mis amigos de entonces, Berlín les parecía un desastre digno de visitas pero no de mudanza. Ellos querían viajar a París para agregarle otro capítulo a Rayuela y descubrir en sus rectos bulevares «las secretas aventuras del orden» que Borges encontró en la prosa de Valéry. Berlín era una meta inusual: la frontera donde el Pacto de Varsovia y la OTAN se rozaban con las yemas de los dedos. 

En esa época solo las aerolíneas de los aliados podían aterrizar en el aeropuerto de Tegel, en Berlín Occidental, y debían seguir un estricto corredor aéreo. Viajé en Pan Am y lo que vi desde la ventanilla hizo que todas las prenociones de Berlín se disolvieran en favor de una que no he mencionado. A través de jirones de bruma, descubrí el Muro mojado por la lluvia, que parecía poner en escena el libro que me había servido de bitácora de vuelo: El espía que surgió del frío, de John Le Carré. 

Una cadena de casualidades (la más importante: nadie quería el trabajo; mi puesto había tenido tres ocupantes en tres años) me convirtió en agregado cultural de la embajada de México en la RDA. Durante tres años me dedicaría a buscar pistas de intriga internacional con el presunto afán de llevarlas a una novela. Pero solo supe que conocí a un espía cuando ya había dejado de tratarlo. 

Martin Winkler era el funcionario más sociable de la sección de América Latina del Ministerio de Asuntos Exteriores. Se parecía a Paul Newman y volvía locas a las secretarias de la embajada. Jamás me hizo una pregunta política comprometedora, contaba chistes sobre el tortuguismo socialista e imitaba con destreza el acento de la nomenclatura del Partido Socialista Unificado de Alemania (el afán de imitar a Erich Honecker había llevado a una delirante fonología: todos los políticos hablaban como sajones). Cuando lo nombraron encargado de negocios de la embajada de la RDA en Uruguay, le hice una fiesta de despedida en la que desaparecieron dos sacacorchos y un diablo de Ocumichu. Solo culpé a Martin del hurto cuando pidió asilo en la embajada de Estados Unidos en Argentina: la RFA acababa de descubrir la extensa red de espionaje de la RDA.

En 1988 regresé a Berlín y mi amigo Gerhard Haupt me aconsejó solicitar mi expediente en la Seguridad del Estado de la RDA. La misma aventura burocrática había causado severos daños entre algunos conocidos; los archivos revelaban que sus más cercanos familiares habían conspirado en su contra. Uno de cada tres habitantes de la RDA era «informador no oficial» de la Stasi.

Gerhard no había solicitado su expediente porque no quería que su pasado se transformara en un laberinto de espejos, donde cada persona podía ser un espía. En cambio, le parecía que yo estaba a la distancia propicia para indagar un pasado que solo alteraría mi vida en forma parcial y en cierta forma la haría más interesante. La superficie de los días suele ser rutinaria. ¿Había llevado sin saberlo una apasionante vida secreta?

Obligados a denunciar para probar su lealtad al Estado, numerosos habitantes escribían cualquier cosa para salir del paso. También los espías recurren a la ficción.

El aluvión de acusaciones se volvió tan copioso que algunas actas solo comprometían al tedio. Como narra Thomas Brussig en su novela Héroes como nosotros, muchos informes no solo eran inofensivos sino idiotas, y nadie los leía. Una vez desatada, la marea de delaciones rebasó la curiosidad del Estado y convirtió la denuncia en el más banal de los géneros literarios: «Udo tomó café con Inge…».

El verdadero impacto informativo de la Stasi ocurrió después de la caída del Muro, cuando los ciudadanos tuvieron derecho a conocer su existencia rigurosamente vigilada. 

Gerhard confiaba en que mi antigua vida en la RDA volvería a flote con suficiente interés para producir la novela berlinesa que había sido incapaz de escribir y suficiente suavidad para no decepcionarme de mi círculo más íntimo. En pocas palabras, me convenció de buscar mi expediente.

En diciembre de 1998 entré a una oficina que conservaba el mobiliario de madera prensada y las lámparas con pantalla de hongo de plástico de la RDA. Una señora de cabellos blancos y voz letárgica me explicó que dos millones y medio de solicitudes antecedían a la mía.

—¿Su reputación está en peligro? —me preguntó. 

Tuve que decir que no por eso.

Me explicó que otra razón para lograr acceso prioritario era padecer una enfermedad terminal. En tal caso, se aceleran los trámites para que la víctima pueda salir del mundo con una pésima opinión del prójimo.

En promedio, el solicitante debe esperar dos años para conocer su archivo completo. Sin embargo, la oficina de averiguaciones se comprometió a informarme en breve de dos cosas: si había sido fichado por la Stasi y cuáles eran los datos básicos de mi expediente.

Al cabo de unas semanas recibí la noticia de que el ojo invisible de la Seguridad del Estado me siguió desde julio de 1981 (un mes después de mi llegada a la RDA) hasta el 4 de julio de 1989, poco antes de la caída del Muro. Como solo viví en Berlín Oriental de 1981 a 1984, los datos posteriores correspondían a cartas que había enviado o a esporádicos contactos con ciudadanos de la RDA.

Después de este arranque prometedor, encontré ínfimas frases en diversas caligrafías, con datos como este: «la tarjeta de visita de V. estaba en el pasaporte de Carlos Cerda cuando cruzó a B. Occ.». El escritor chileno Carlos Cerda fue uno de mis mejores amigos en los tres años berlineses. Que mi tarjeta estuviera en su pasaporte era algo perfectamente común. Que anotaran esos datos en el cruce de Chekpoint Charlie, pertenecía a la norma. La trama de sombra que había aventurado, se disolvió pronto.

Hubo, con todo, algunos datos de interés. Una críptica frase decía: «Pintor (código de algún informante): reporte de encuentro». En julio de 1989, hospedé en México a un pintor de la RDA. Había llegado a México invitado por amigos de amigos y trataba de vender algunos cuadros de colorido afán post-post-expresionista. En aquel tiempo anterior a Internet, las reputaciones tardaban más en establecerse. Escribí a Gerhard Haupt diciéndole que había hospedado a un representante del expresionismo supertardío. Semanas después recibí su respuesta: «¿Cómo pudiste hacerlo?». Me explicaba que se trataba de un conocido charlatán que apenas trabajaba y se aprovechaba de cualquier persona. Para entonces, los amigos de amigos que me lo habían recomendado ya estaban hartos de él y yo me había cansado de verlo dormitar hasta las tres de la tarde y de que se comiera todas mis galletas de canela. Le pedí que se fuera. Él abrió su agenda; comprobó que ya llevaba tres semanas en mi casa, juzgó que su visita había sido un éxito, me dio un apretón de manos y me regaló tres cuadros por si yo quería venderlos.

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