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VOCES | Foucault: Un Dios androcéntrico y patriarcal

Por: Antonia Piña, filósofa feminista | Publicado: 05.04.2021
VOCES | Foucault: Un Dios androcéntrico y patriarcal |
En los debates intelectuales y activistas de la izquierda del norte metropolitano de los años 70 y 80, la figura de Michel Foucault es ineludible. Fue un verdadero rockstar de la escuela filosófica que los gringos llamaron french theory, impartiendo clases con chaquetas de cuero y tomando LSD con sus estudiantes.

Llenó auditorios con más de 500 personas, y las ilustres universidades disputaban sus cátedras. Dio miles de entrevistas y viajó por el mundo dejando tras su muerte en 1984, una cuantiosa bibliografía y una mirada crítica que sin lugar a dudas le sobrevivió.

En estos días su nombre regresa a la palestra y nada tiene que ver con su filosofía. Una crítica emerge del relato del franco-americano Guy Sorman que afirmó en su libro Mi diccionario de mierda que cuando Foucault vivió en Túnez, ejerció prácticas pagas de pedofilia con niños árabes. Conductas que según el autor, eran conocidas en los ámbitos intelectuales y periodísticos afines al filósofo francés.

Para reflexionar a las luz de esta problemática que no me deja indiferente, propongo navegar en las aguas eidéticas foucaultianas desde una perspectiva ética feminista, que establece la triada patriarcado/asimetría de género/abuso, como fundamental al sistema sostenido durante siglos e invisibilizado por la gran mayoría; incluso por Michel Foucault, quien suele ser pensado como el estudioso de los mecanismos del poder.

Foucault y de las relaciones de poder ¿con un toque de misoginia?

La contribución de la obra de Foucault es original por ser una crítica radical de las sociedades del norte, especialmente la francesa. Develó el entramado subrepticio de relaciones de poder y de control ejercidas históricamente por instituciones disciplinarias como la religión y la medicina, y como estas formas de dominio, se encarnarían como micropoderes –invisibles e inmanentes– en las esferas públicas y privadas de nuestras vidas. 

Sus tesis sobre el ejercicio de la voluntad de poder fueron ampliamente difundidas, fundamentales para los debates filosóficos influyendo en generaciones y escuelas de pensamiento subalternos que circularon en el centro del pensamiento imperial –de Europa y EEUU– como la poscolonialidad o los feminismos académicos blancos.

Mientras se transformaba en una de las figuras claves de la filosofía contemporánea francesa –alejándose de los idearios del mayo del 68–, comienza a gozar de un estatus simbólico –y económico– de intelectual comprometido. Pero en medio de su prolífica producción no se detuvo, ni siquiera frente a los debates con los feminismos de los cuales pudo haber internalizado la crítica; a analizar el sistema patriarcal.

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En otras palabras, el filósofo del poder actúa como un médico que disecciona solo sus estrechas áreas de interés, dejando de lado partes del cuerpo patriarcal –como la historia de las opresiones de las mujeres– que le habrían dado claves fundacionales de las relaciones de dominio que tanto deseaba describir. Su caja de herramientas filosóficas no incluye la llave que desmonta el primer acto de dominio y la condición de posibilidad de las relaciones de poder. Como diría Adriana Guzmán, la humanidad ha aprendido la apropiación, la explotación y la cosificación en el cuerpo y en las subjetividades de las mujeres. 

Siguiendo el hilo de sus propias reflexiones, podríamos decir que el origen del régimen de verdad de la biopolítica –aquella que quiere la obtención de la sujeción de los cuerpos y el control de las poblaciones– es el fruto de un paradigma patriarcal que lleva más de cinco mil años perfeccionándose en Occidente. Sumado a esto, opera a través de un aprendizaje transgeneracional del ejercicio de dominio que proyecta la asimetría como su forma primaria de organización –la pedofilia es aquí, una expresión de la adultocracia patriarcal–; instalándose sobre los cuerpos de las mujeres, para luego diseminarse al resto de la población. 

Nadie le exigió a Foucault ser un filósofo feminista, pero su androcentrismo fue una elección epistemológica y profundamente política. En palabras de Silvia Federici, Foucault funde la historia de los hombres y de las mujeres como un todo indiferenciado, incapaz de reconocer la asimetría primordial de esa desigualdad histórica.

Un Dios en Francia o simplemente un Dios y punto

“Cada una de mis obras es parte de mi propia biografía”, nos cuenta Foucault en Verdad, individuo y poder. Sin embargo sus teorías han adquirido un lenguaje universal que pocos vinculan con su búsqueda íntima de sentido. Si la pregunta foucaultiana por el poder es motivada por su trayectoria, reflexionar sobre algunos puntos de su biografía se vuelve necesario.

No es secreto que Foucault rechaza el mandato patriarcal de su familia al convertirse en filósofo –perdiendo la aprobación de su padre–. Tampoco es un dato desconocido que creció en la Francia colonial de la posguerra, altamente en crisis –por el conflicto social, la escasez y la sobrevivencia–. No sabemos hasta qué punto logró desembarazarse de las ideas homofóbicas de su época, que se internalizaron en sus primeros años de socialización.

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En un país donde la diversidad sexual es juzgada sociablemente como anormalidad, desviación y enfermedad, las sexualidades disidentes se ven disminuidas en su legitimidad y profundamente reprimidas. Luego, los rechazos constantes de las universidades francesas a sus búsquedas filosóficas –instituciones masculinas que reflejan la aceptación de sus pares- y la expulsión del Partido Comunista por ser parte de la “amenaza homosexual burguesa”. Son elementos biográficos que ciertas feministas han señalado como posibles respuestas a su  búsqueda incansable –en la historia de las ideas– de fundamentos concretos que avalarán la homosexualidad, y los causantes de su ceguera epistémica masculinizante.

Al convertirse en el rockstar de la filosofía francesa, Foucault aceptó el rol de referente mesiánico construido desde los privilegios imperiales de la clase, raza y género que le concedía su cultura dominante. Sin cuestionar este rol ni su propia autoridad, acabaría por caer en el agujero negro de la idolatría que en las sociedades patriarcales le confieren al hombre de turno; el rol de dios. Ostentando el pedestal del dominio más allá del bien y el mal, lo perverso y lo posible, el elixir y el veneno tienden a confluir en un mismo lugar. 

 

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