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VOCES| Violeta Parra: En la calle Jaime Guzmán, no

Por: Jorge Montealegre, poeta, ensayista y guionista de humor gráfico | Publicado: 02.12.2021
VOCES| Violeta Parra: En la calle Jaime Guzmán, no |
En estos días se discute la probable disolución de la Fundación Museo Violeta Parra y que las obras serían llevadas al Campus Oriente de la Pontificia Universidad Católica. Es decir a la calle Jaime Guzmán. Ojalá no sea así. 

Caminando por el barrio, paso por la calle Violeta Parra, de apenas dos cuadras, en La Reina. Me parece poco para una artista tan grande que vivió en distintos puntos de la comuna. Su última residencia fue la carpa, que estaba instalada en el terreno que cedió la municipalidad cuando su alcalde era don Fernando Castillo Velasco, con cuyo nombre se bautizó una estación del Metro. Don Fernando, como rector de la UC, fue clave para la edición de las Décimas y las primeras exposiciones póstumas de Violeta Parra. Agreguemos que buena parte de los integrantes de la familia Parra –con don Nica a la cabeza– han sido y son vecinos de la Reina. 

Me interesa la memoria que contienen los nombres de las calles y de los hitos que marcan la vía pública. Es un conocimiento que nos ofrece la ciudad. Y tiene sentido recorrerlas. Quizás por ello a las calles se les llama “arterias”, suponiendo que palpitan como las personas que las caminan. En mi barrio –cerca de la calle Violeta Parra– se junta Blest Gana con su personaje Martín Rivas. Me parece casi mágico. En Estación Central, donde está la UTE-USACH –donde hago clases– recién se juntaron en una esquina Enrique Kirberg con Víctor Jara. Y no por casualidad. Producir esa esquina fue una decisión política. Hubo distintos empeños, de mucho tiempo, para conseguir el rebautizo de esas calles. Me permito decir algo sobre esto, a propósito de Violeta Parra y sus recuerdos y olvidos en la ciudad.

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Alguna vez se pensó que el aeropuerto internacional se podría llamar Pablo Neruda. La idea no tuvo eco. También se pensó en el nombre de Violeta Parra. Dos nombres muy chilenos, pero si vas para Chile llegarás al aeropuerto Comodoro Arturo Merino Benítez, nombre del primer Comandante en Jefe de la Fuerza Aérea. Acercándote a la capital tomarás la avenida General Oscar Bonilla, el primer ministro del interior de Pinochet; por ahí llegarás a la Avenida Libertador General Bernardo O’Higgins y cruzando calles importantes, como la avenida General (José) Velázquez, el ministro de Guerra y Marina del presidente Balmaceda, llegarás al final de la principal avenida –que a pesar de su nombre oficial igual le llamamos Alameda– donde nos esperaba a caballo el General Manuel Baquedano, que fue comandante en jefe del Ejército durante la Guerra del Pacífico. Y bajo él un soldado desconocido –un NN– que fue carne de cañón en esa guerra. Todo hoy día fantasmal, en un eriazo circular que marca a una ciudad con grandes diferencias sociales. Baquedano es una estación del Metro. Violeta Parra no tiene estación con su nombre, pero la tuvo.

El 29 de julio de 1972 el presidente Salvador Allende recorrió las obras de construcción del Metro, comenzando por la futura estación Violeta Parra en el sector de Barrancas, donde la artista había vivido con su madre y su hermano Roberto. Esa vez Allende  habló con los trabajadores, halagó los avances y el significado del tren subterráneo y aprovechó el encuentro con los obreros para criticar el “San Lunes” y el alcoholismo. 

En lugar de Violeta un militar

Violeta Parra

En esos tiempos en Chillán hubo un lugar al que los pobladores –por unanimidad en una asamblea–decidieron llamar Violeta Parra. Inmediatamente después del golpe de Estado y la muerte del presidente, la dictadura le cambió nombre a la Población Violeta Parra. Se le impuso el nombre de un héroe de la batalla de la Concepción y pasó a llamarse población Luis Cruz Martínez. La artista fue reemplazada por un militar –decía El Mercurio del 2 de octubre de 1973– “como una manera de hacer justicia a los valores propiamente nacionales y poner término a las designaciones políticas”. Bajo el mismo nombre del subteniente Cruz se reunió en una sola población a los tres sectores del barrio chillanejo: las poblaciones “Luis Emilio Recabarren”, “Camilo Torres” y “Violeta Parra”. Curiosamente, Cruz Martínez había pertenecido al Regimiento Chacabuco, el mismo nombre de la oficina salitrera donde –convertida en campo de prisioneros– estuvo preso Ángel, el hijo de Violeta Parra.

En Pudahuel había una población Violeta Parra. Después del golpe le cambiaron su nombre por población Libertad y luego se le llamó villa Huelén. Cuando se inauguró el metro, en 1975, a la estación que originalmente se llamaba Violeta Parra se le asignó el nombre Estación San Pablo. Así como hubo desapariciones físicas de personas, también hubo desapariciones simbólicas.

Revisando la información del Centro de Documentación del Museo Violeta Parra, leo una noticia del 17 de marzo de 1992, o sea veinte años después del anuncio de Allende, sobre una conferencia de prensa de la Fundación Violeta Parra. En ella, con la presencia del alcalde Jaime Ravinet, se informa sobre “el rebautizo de la Estación San Pablo del Metro que, a partir del martes 24, se llamará Estación Violeta Parra, tal como estaba contemplado en el proyecto original”. Sabemos que no hubo rebautizo.

No obstante, nada es irreversible. Después del terremoto del 27 de febrero de 2010, como parte de las tareas de reconstrucción, los pobladores de Chillán se plantearon tareas de recuperación de la memoria histórica de la población Luis Cruz Martínez, entre ellas reivindicar sus antiguos nombres y generar memoria colectiva.

Vecina de Barrancas y La Reina

Vuelvo a la Avenida General Bonilla que estratégicamente es el camino por el cual se entra o se sale de la capital. Está en las Barrancas de Violeta Parra, un sector de migrantes campesinos que durante la dictadura de Pinochet se subdividió en las comunas Pudahuel, Cerro Navia y Lo Prado. Había mucha historia de luchas populares en Barrancas. Que una arteria con esas memorias represente un homenaje al general Oscar Bonilla nos parece que, junto con ser un privilegio inmerecido, constituye una expresión de violencia simbólica que ofende la conciencia de quienes sufrieron la represión del momento más violento del régimen militar. No soy partidario de olvidar al personaje, pero que sea sin honores. Propongo entonces que esa avenida se rebautice con el nombre de la señora Violeta Parra. Vecina de Barrancas y de La Reina. Y de todo Chile.

Escribiendo con la modalidad de “el cuerpo repartido”, en la tradición del canto a lo humano, Violeta Parra da cuenta de los nombres de innumerables lugares por donde pasó. Esos lugares también pueden recordar –en una memoria circular– el nombre de la artista.

Culturalmente, si hay algo común que identifica a las personas es el nombre del espacio que comparten. Más aún si ese nombre ha sido acordado por los habitantes fundadores y no ha sido impuesto desde fuera. El nombre de un lugar no es solamente para simplificar la descripción del domicilio y ubicarse en el espacio de una localidad. Es parte del imaginario colectivo y un elemento de identidad de quienes comparten la denominación. Es parte de la memoria en permanente construcción de la comunidad que habita ese nombre y el significado de quien lo encarnó. La señalética también señala una cultura. El nombre es un lugar de memoria, un punto de encuentro que remite tanto a la historia de la localidad como a la de aquella persona que encarnó el nombre con que se designa el sitio.

Mapa simbólico

El pasado se hace presente simbólicamente en la toponimia, en el nombre de una población, una calle, una estación, un cerro, un edificio. Es parte del texto de una ciudad que las personas transeúntes leen cotidianamente como parte de su diario de vida. El nombre contribuye a su identidad, a la construcción de su imaginario y lo nutre de evocaciones que laten con mayor o menor fuerza según el sentimiento de pertenencia de los habitantes respecto del nombre y el lugar compartido. La ciudad va dejando una huella cultural y la construcción de su mapa simbólico es parte de nuestra vida como lo son las áreas verdes para una ciudad amable y saludable.

En estos días se discute la probable disolución de la Fundación Museo Violeta Parra y que las obras serían llevadas al Campus Oriente de la Pontificia Universidad Católica. Es decir a la calle Jaime Guzmán. Ojalá no sea así. 

La obra de Violeta Parra trasciende las instituciones y las veleidades familiares o de contingencia. Existen las fundaciones de carácter familiar (las hay de “Violeta Parra” y “Nicanor Parra”, así como existe la Corporación “Roberto Parra”); y están aquellas –como la “Museo Violeta Parra” que es más pública, en el sentido de que compromete recursos del Estado e involucra en las decisiones a un ministerio y un municipio que están representados en su directorio. En este segundo ámbito –el público y no el familiar– podemos opinar y compartir preguntas o peticiones ciudadanas.

En esta línea de reflexión, sobre la memoria y el territorio, me parecería un despropósito que Violeta Parra se domicilie en la calle que lleva el nombre del principal asesor de la dictadura que –desde su instauración- intentó hacerla desaparecer simbólicamente borrando su nombre del espacio público. Es cierto que afuera del Campus Oriente de la PUC Jaime Guzmán fue asesinado, ya en la posdictadura, en un repudiable crimen político. También sabemos que en el entorno del Museo Violeta Parra –muy cerca de la calle Carabineros de Chile– la represión le arrebató la vista a Gustavo Gatica y a otros manifestantes. La obra de la misma artista da cuenta –especialmente en algunas de sus pinturas expuestas en ese museo– de que la ciudad está marcada por la violencia contra las manifestaciones populares.

El museo fue víctima de la violencia incendiaria. ¿A quién le podría motivar, odiosamente, quemar el Museo que protegía y difundía la obra de Violeta Parra? Es obvio que no está en la “sensibilidad de izquierda” semejante crimen. Para la memoria colectiva el llamado estallido social ha resignificado el lugar. El museo de Violeta Parra es una de sus víctimas y la revuelta, ahora, también es parte de la historia de ese museo. Vivimos días en que se dice que la esperanza debe vencer al miedo. Y estoy de acuerdo. Por ello no es buena idea abandonar los lugares donde circunstancialmente se ha impuesto la violencia. También sería curioso que la Municipalidad de Santiago –representada en el directorio de la Fundación Museo– no defendiera su permanencia en la capital, en un lugar de fácil acceso para toda la gente que incluye las visitas escolares y turísticas. Con la próxima vecindad de la Universidad de Chile, la cercanía de la Sociedad de Escritores y la restauración del cine arte Alameda ese lugar será un polo cultural significativo. 

Finalmente, me parece necesario decir que para la construcción de un imaginario democrático, es interesante reconocer –y entender por qué– el estallido social ha tenido una dimensión iconoclasta (varios próceres fueron botados de su pedestal) y también de construcción de nuevos imaginarios. Sin embargo, en la revuelta se revolvieron también descolgados de las manifestaciones con provocadores, pirómanos, infiltrados, turbas de vándalos, anarquistas y carabineros que incendiaron lugares patrimoniales y centros de cultura como el Cine Alameda y el Museo Violeta Parra. Todos ellos alejados de las reivindicaciones centrales de la protesta social y de la manifestación pacífica más grande de nuestra historia. Daños al bien común. Agreguemos que en esta dimensión iconoclasta ha existido una respuesta de la derecha vandalizando murales, monumentos (como una estatua de Salvador Allende) y sitios de memoria (como la tumba de Víctor Jara). En esa espiral se intenta de hecho borrar las expresiones materiales de las memorias, y habría que suponer que tras las motivaciones hay diversas lecturas y relecturas de los relatos históricos e imaginarios culturales. Parte de ese imaginario es la obra múltiple y los caminos de Violeta Parra. 

 

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