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La cosa nostra

Por: Francisca Quiroga | Publicado: 04.11.2015

 

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La Mafia y sus organizaciones colaterales conforman parte importante del universo empresario global. Desde sus orígenes nacionalistas italianos en su lucha contra Francia (Mafia es un acrónimo que acota la frase: “Muerte a la Francia Italia anhela”), hasta su transformación natural de lo político a lo económico, y viceversa, la organización ha desarrollado sus actividades en el amplio campo de los negocios sucios, que vistos de algún modo más amplio, son parte muy importante –si no la más importante- de los negocios así llamados limpios. Todo el mundo sabe que en el quehacer empresarial, “legal” e “ilegal”, son nociones relativas y espacios en los que se despliega a sus anchas todo tipo de artimañas, sobre todo en el área de la contabilidad. Dado que el objetivo último de toda empresa es ganar incontables cantidades de dinero, en el caso de las sociedades anónimas para sus accionistas, y que para ello todo vale, es natural que a  sus diversos niveles ejecutivos –y ejecutores- converjan toda clase de estrategas expertos en acomodar los preceptos éticos con los fines comerciales de modo tal que el dinero fluya en una corriente constante y eterna. Para ello, se contrata también al personal idóneo y calificado para hacer las cosas como si fueran ficciones de aventuras, gente bien dispuesta a transgredir todas las normas, a distorsionar las obligaciones, a imponer criterios informales,  sin importar a quienes afecten sus decisiones. Cuando los mercados profesionales locales no los producen, se corta por lo sano y se mandan a hacer, a confeccionar, como quien ordena la confección de un traje a la medida de la empresa, sin importar el costo. Para ello, también se instalan institutos y escuelas de rango universitario en las que se forman tales caracteres que luego servirán en las empresas que han ordenado su formación.

En el Chile mitopolitano eso es pan de todos los días. La mafia local ha sido asimilada, entonces, a esa notable suborganización, que en Italia se hizo llamar “La cosa nostra”, y que en los Estados Unidos se vincula con el mundo empresario por medio de sus centros de ideologización preferidos: Harvard, Chicago, John Hopkins, Yale, et al. No hay que olvidar ni por un instante que el Sistema instalado en el Chile mitopolitano vino de la mano de unos educandos doctorados, o semi, en la Universidad de Chicago, por lo que se les motejó de “Chicago boys”, pandilla de secuaces de Milton Friedman, discípulos teóricos del empresario chicagüense conocido como Al Capone, aunque después, vistas las consecuencias de sus ideas, el famoso economista lo negara. El daño ya estaba hecho y el experimento no podía detenerse. Esos pandilleros de la economía y de la administración de empresas son los fundadores de Mitópolis, entidad que reemplazó a la República de Chile en los años ’70,  los intelectuales generadores de las atrocidades cometidas en nombre de la libertad de mercado por la siniestra  “pandilla de los 4” –Pinochet, Merino, Leigh (hasta su defenestración y reemplazo por Mathei),  y Mendoza-, el menos astuto de todos, alimentados por la dictadura civil de los nuevos iluminados. La instalación, la incrustación del Sistema, mediante una nueva Constitución, la de 1980, metió a la fuerza, mediante un lavado de cerebro consistente y persistente, con la complicidad de los medios de comunicación adherentes y de una caterva de columnistas, empresarios devenidos en cronistas, individuos dedicados a la tarea de aplastar, de cercenar, de denunciar, toda posición contraria a sus proyectos para la Nueva Sociedad, una entidad social corporativa que en su siniestro fondo coincide con el fondo siniestro del neoliberalismo conservador del Consenso de Washington.

Así, el objetivo estratégico de La cosa nostra es una de las derivadas del cambio paradigmático, es decir de la formación de un oligopolio para la creación del monopolio industrial y financiero que de una forma original y creativa instalará la conspiración globalista. Visitado con calma y recorriendo los pasillos internos de este laberinto, se parece mucho, si no en lo absoluto, al Gobierno Único soñado por Rockefeller, en un  universo “globalizado” con una doctrina central potenciada al infinito: una mezcla de megaliberalismo ultraprogresista y conservadurismo clásico ultratradicionalista, que convierte las más severas contradicciones en una interlocución dialéctica permanente.

Aquello en la superestructura. En los niveles del perraje, el medio está conformado por ejecutivos audaces que en su esencia íntima suelen ser más papistas que el papa y que tienden a desmadrarse de cuando en cuando introduciendo variables incontrolables que producen gruesos resultados en el corto plazo y, si no los pillan antes, jugosas utilidades en el mediano plazo. Cuando los pillan, asumen, en tanto fusibles, la responsabilidad de quemarse cuando el mecanismo se sobrecalienta. Pero, a no engañarse: la maquinaria ha sido –y es- constantemente ajustada para que produzca todo tipo de engaños: la economía social de mercado es un conjunto de cuatro palabras que no significa absolutamente nada. Las constantes colusiones lo anulan. Lo mismo sucede, en el orden político, con la frase, por ejemplo, “unión demócrata independiente”, que no es mucho más que un pretencioso juego de palabras de significado cero. El fondo doctrinario de lo que aquello quiera representar es el mismo del gremialismo que es, a su vez, un subproducto de la doctrina social de la iglesia católica. ¡Vamos! El Vaticano, el papado, la generación del Poder, el estado subsidiario, el co-gobierno moral, o cualesquiera sean las patrañas que los ideólogos quieran entremeterle. Triquiñuelas del capitalismo, en la Suma Teológica del mismo. ¿Quiénes forman a los cófrades de La cosa nostra? La Pontificia Universidad Católica de Chile, organización cuyo propietario es el Estado del Vaticano pero que históricamente ha recibido  generosos fondos del Estado de Chile, cuando aún era una república, y desde hace cuarenta años de Mitópolis. Allí, en esa “casa de estudios”,  se forman estos sujetos cuya práctica les permite borrar con el codo todo  lo que van escribiendo con la mano.

Si se mira bien, con lupa, con microscopio, con nanoscopio,  allá en el fondo de las cosas, en el origen de las especies, pululan unas colonias bacterianas que esperan ansiosas a ser eyaculadas para contaminar las sociedades, en este caso el siempre desprevenido Chile mitopolitano. Estas bacterias se transformarán en hongos y éstos en parásitos que llevan en su interior una sola orden biológica: destruir la sociedad para transformarla. Después crecen, se instalan entre los mitopolitanos volados, adquieren rasgos, algunos pocos, leves, de humanidad y comienzan su labor. Los primeros generadores de esta arma biológica fueron construidos en la universidad católica y una vez envasados, enviados a Chicago y a Harvard para su refinamiento. Hoy, saturadas sus funciones, perdiendo la fuerza, ya decayendo, cometen sus penúltimas tropelías y descubren que no tienen sustitutos. El Sistema, corroído por dentro, corrupto hasta la saciedad, comprometidas todas sus instituciones en ese plan de corrupción, ha llegado a su punto de máxima capacidad y comienza la desintegración. Pero lo grave no es eso. Lo grave es que la sociedad corrupta no tiene salida. Es imposible volver atrás. No hay retroceso y, aún peor, nadie, ninguno, se ha propuesto salir de la descomposición. Para eso se cuenta con la libre y amplia disposición del orden político y sus parásitos complementarios. Si algo olía mal en Dinamarca, en el Chile mitopolitano, la nación de estos pajarracos indecentes, todo huele a fetidez de materias irreciclables. Hay quienes dicen de viva voz que no aceptarán un intento refundacional. Esos son los que aman la podredumbre en que chapotean día a día, todos los días, varias veces al día. De esta gangrena social, llamada “cosa nostra”, empresaria y política, será en extremo sano deshacerse. La pregunta es breve: ¿cómo?

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