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Llámame por tu nombre: El amor como identificación

Por: Ivana Peric M. | Publicado: 26.02.2018
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Lo destacable no es, como podría pensarse, el proceso de enamoramiento adolescente que sigue las conocidas reglas del juego, sino que la manera cómo los aparentemente contrarios terminan por identificarse de modo tal de llamarse mutuamente con el nombre propio.

Detroit, ciudad puerto ubicada en el estado de Michigan al centro norte de Estados Unidos, es conocida por haber sido el polo del desarrollo automotriz desde principios del siglo veinte hasta mediados de la década de los sesenta. Tras la introducción del “Ford T”, modelo de automóvil de bajo costo que instaló la cadena de montaje como modo de producción industrial por antonomasia, la ciudad se hizo popularmente merecedora de la denominación “Motor City”. Sumada a dicha fama, de una juguetona alteración de las palabras resultó el nombre de uno los sellos discográficos más importantes de la escena musical del continente, “Motown”, que impulsó a artistas de la talla de Stevie Wonder, The Temptations y Jackson 5.

La productiva relación entre el apogeo económico y el desarrollo musical se tradujo en un aumento estrepitoso de la población llegando a constituirse, en la década de los cincuenta, en la tercera ciudad más grande del país siendo habitada por más de dos millones de personas. Pero lo que parecía ser un paraíso terminó por convertirse literalmente en un infierno. Hacia la mitad de los años sesenta sufrió un éxodo masivo de personas de raza blanca que, ya sea por la mejora en sus condiciones salariares o por su imposibilidad de pagar los altos impuestos exigidos para vivir en el centro, salieron en búsqueda de nuevos destinos siendo reemplazados por una masa de personas de raza negra que se instalaron en la periferia de la ciudad. La desproporción entre quienes salieron y quienes ingresaron no pudo ser soportada por la industria automotriz que sufrió un feroz declive producto de la agresiva competencia propuesta por las nuevas empresas instaladas en otras latitudes del mundo, especialmente en Japón. De ahí en más, aquella fuente inagotable de recursos fue cubierta por una inextinguible llama de fuego que transformó en ruinas las fábricas y los rascacielos, destruyendo a su paso cualquier símbolo de progreso. Lo anterior provocó una también estrepitosa disminución de su población hasta llegar en la actualidad a una preocupante cifra de 672.795 valientes soldados que la habitan luchando contra el abandono.

Esa ciudad sin clase media, cuna de incendios y de asesinatos, mina de crack y heroína, fue el telón de fondo de la historia de amor de Patricia Lee y Fred “Sonic” Smith, quienes en los ochenta se dedicaron a tomar él una cerveza y ella un café cargado en el Arcade Bar; a visitar aleatoriamente los edificios destruidos que fueron retratados luego magistralmente por los fotógrafos Yves Marchand y Romain Meffre en su serie Ruinas de Detroit (2010); a aprovecharse del café y las donas gratis que servían en la tienda Art Van Furniture; y a escribir libros, a crear piezas musicales y a escuchar los partidos de los Detroit Pistons en su casa en St. Clair Shores. Paradójicamente, ese desértico paisaje urbano contuvo lo que fue calificado por ella en su autobiografía como “tiempos místicos”, como “una era de pequeños placeres”. Los mismos pequeños placeres que, en el frío 14 de febrero pasado en el Detroit Film Theater y acompañada de los hijos frutos de su unión con Fred, intentó sintetizar en una performance que incluyó canciones como Because the night que el público coreó en recuerdo de quien llamó su eterno Valentín; extractos de sus libros de poemas; y anécdotas protagonizadas por Robert Mapplethorpe y por Sam Shepard, como si para captar la mística que se identifica con la historia de la ciudad, que alberga su propia historia de amor, hubiera estado obligada a adoptar formas heterogéneas de expresión.

Esa ciudad que hoy puede ser recorrida casi sin cruzar mirada con otro, sintiendo el peso de la que, según dicen, sigue siendo la ciudad más peligrosa de Estados Unidos, al mismo tiempo que la triste belleza que las ruinas de los edificios vacíos evocan, es el escenario elegido por Jim Jarmusch para mostrarnos un extracto de la historia de amor de dos vampiros en el filme Only lovers left alive (2013). Es justamente en Detroit donde la pareja formada por Adam, un depresivo músico de 500 años, y Eve, una comprensiva intelectual de alrededor de 3000 años, ponen a prueba su estructura de adquisición no violenta de sangre libre de la contaminación producida por los excesos de los humanos a los que llaman “zombies”. El propio filme insinúa que dicha relación amorosa es gobernada por lo que Albert Einstein llamó, medio en broma y medio en serio, la “acción fantasma a distancia” que consiste en la total afectación de las partes de una partícula entrelazada cuando se separa y se aleja una parte de la otra, inclusive si se ubican en lados opuestos del universo.

La misma ciudad en la que la pareja de vampiros refuerza la esperanza supuesta en su decisión de permanecer juntos, y la que Tilda Swinton, luego de encarnar a Eve, describe como el “teatro de una era fantasmal postcapitalista”, es la que en 1975 vio nacer a Sufjan Stevens, músico que dedicó a Michigan el primero de los cincuenta álbumes que se propone realizar, haciéndose cargo de cada uno de los estados que forman el país federal. La música de Stevens no sólo se caracteriza por incorporar elementos representativos de diversos estilos y utilizar un sinnúmero de instrumentos, sino que por hacer referencia en más de una de sus letras a la tradición mística cristiana que, dicho sea de paso, coincide con el giro que ha dado últimamente la que fuera bautizada como “la madrina del punk”. Catorce años después de llamar a Detroit a levantar su cansada cabeza que según entiende se ha transformado en una prisión, Stevens se encarga de darle vida a la canción Mistery of love que cubre como un hermoso velo la relación de Elio y Oliver que dura lo que dura un verano de la década de los ochenta al norte de la Italia retratada en el filme Call me by your name (2017).

Oliver es un estudiante estadounidense de postgrado en arqueología que es invitado por el profesor Perlman a pasar la temporada de verano en su casa en el norte de Italia para ayudarlo con sus investigaciones y de paso avanzar en la propia. Elio es el hijo de diecisiete años del profesor Perlman, aficionado a la música y a la lectura que cada verano es obligado a ceder su pieza para que un estudiante de arqueología colabore en las investigaciones de su padre. La llegada del nuevo estudiante es recibida con cierta distancia por Elio, quien a pesar de mostrarse dispuesto a pasearlo por el pueblo y regalarle algo de su tiempo que es ralentizado por el verano, utiliza sus recursos intelectuales y su cercanía con sus padres para desafiar a un Oliver que parece integrarse a la comunidad sin necesidad de mediación. A medida que pasan los días en aquel lugar santificado por el poder de la buena conversación, la abundancia gastronómica y los pasatiempos burgueses, la distancia virtualmente establecida por Elio comienza a reducirse al punto de frecuentar secretamente su pieza para inspeccionar cariñosamente las pertenencias del invitado.

El momento de inflexión que modifica completamente el carácter de la relación entre ambos es cuando Oliver, en medio de la revisión de una documentación añeja en el despacho del profesor Perlman en presencia de la esposa de este último y Elio, corrige a su maestro respecto del origen etimológico de la palabra “albaricoque”. A raíz de dicho evento, y en el contexto del descubrimiento de una escultura griega que yacía bajo el agua de la que los tres hombres son testigos, Elio le propone a Oliver una tregua. De ahí en adelante la intimidad entre ellos se va profundizando con la misma intensidad que se va desambiguando hasta que, luego de escuchar a su madre leer un extracto de la traducción alemana del Heptamerón en el que se interroga si acaso es mejor hablar o morir, Elio le confiesa indirectamente a Oliver que guarda fuertes sentimientos hacia él al declararle que no sabe cuestión alguna respecto de las cosas que realmente importan.

A partir de dicho instante comienzan a vivir en reserva un amorío como el que cualquier persona recuerda haber tenido en su juventud durante las vacaciones, en aquel periodo excepcional en el que hasta los colores parecen resaltar su pureza. Sin embargo, El inicio de la operación de definirse en función del reconocimiento de la diferencia hasta lograr la completa identificación con el otro, está marcado por el acto de Elio cuando aparece con la misma medalla dorada de la estrella de David que cargaba Oliver alrededor de su cuello y que Elio mantenía guardada por instrucción de su madre quien decía que su judaísmo se practicaba puertas adentro. De ahí en más el estereotipado arqueólogo que viste unas bermudas color caqui y una camisa blanca de lino, y el estereotipado intelectual que lee partituras de Bach que luego toca en piano y guitarra se encuentran en la dulzura de un albaricoque relleno de semen.

El modo en el que Jorge Luis Borges leyó la frase bíblica “aunque él me quitare la vida, en él confiaré” en el Deutsches Requiem encuentra su aplicación positiva en la relación de Elio con Oliver que es retratada en el filme. Porque en la confesión del nazi que se asume implacable en la perpetración de sufrimiento al insigne poeta judío David Jerusalem que destruyó para destruir su propia piedad, se halla la misma operación de identificación implicada en una relación de amor. Así como el nazi muere cuando mata al otro que se reconoce distinto a él, Elio se enamora cuando se reconoce en el otro distinto a él y por eso puede llamarlo con su propio nombre. El insoportable monólogo del profesor Perlman, en el que incentiva a su hijo a atesorar lo vivido aunque le signifique un hondo sufrimiento, admite entonces ser leído con los lentes de Job; a pesar de que el término del verano traiga consigo la oscuridad del invierno hay algo en él que le permite a Elio sentirse vivo no obstante haber padecido una pequeña muerte. Es quizá ahí donde se halla el misterio del amor del que canta quien nació entre ruinas, y que es tan delicadamente mostrado en la escena final del filme que se detiene en el rostro compungido de Elio mientras las labores domésticas siguen tras de sí su curso habitual.

Ivana Peric M.