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ADELANTO| Nuevo libro sobre el Negro Palma: «Salimos en pelota con nuestras armas a matar a quien había que matar»

Por: Tomás García Álvarez | Publicado: 02.11.2020
ADELANTO| Nuevo libro sobre el Negro Palma: «Salimos en pelota con nuestras armas a matar a quien había que matar» |
Conversaciones en persona con El Negro conforman el eje central del libro “El Negro Palma: Retorno desde el punto de fuga” (Ceibo Ediciones), iniciado como memoria de título. Su autor, el joven periodista Tomás García Álvarez (1995) concluye que Ricardo Palma no es un Ramiro, ni un José Miguel, ni un Salvador. Y lo deja relatar con sus propias palabras cuál fue el lugar que ocupó en el FPMR, y el papel en su propia generación. Revisa aquí un adelanto.

El Negro está confundido. Hace pocos meses dejó los estudios de fotografía en el Instituto Arcos. Pese a haber estado, a fines de 1988, encaramado en los paraderos de micro tomando fotos de las grandes manifestaciones que le decían “váyase de una buena vez” a Pinochet, a haber conseguido un trabajo en una agencia internacional de prensa que le paga bien y en dólares, y a continuar amando la fotografía tanto como antes, está confundido.

¿Qué pasa por su cabeza? No es la fotografía, ni el fin de sus estudios: es la Transición. Un extraño periodo en el que todo parece igual que antes, pero los colores son bien distintos a los de ayer. Inti Illimani está en la televisión abierta, en el mismo canal nacional que hace algunos años mostró los falsos enfrentamientos entre militantes del MIR, escenas armadas entre periodistas y agentes de la DINA. Pinochet se pasea con su capa, pero ya no es formalmente la autoridad máxima del país. Los exiliados están retornando y él todavía carga un arma entre su cadera y la pretina del blue jeans. Raros tiempos y de extrema inercia, piensa El Negro. Pero está convencido. “Si el barco se hunde, yo no lo voy a abandonar”, se dice a sí mismo.

La “guerra” sigue para él y sus hermanos

Once días antes que Patricio Aylwin iniciara las sesiones del Congreso Nacional, con un discurso que condenó la “cultura de la muerte” propiciada por la violencia y el terrorismo, “males cuya acción nefasta (…) obstaculizan la anhelada concordia”, dos frentistas acribillaron a un coronel de Carabineros. Pero no a cualquiera. A las 13.30 horas del 10 de mayo de 1990, en el cruce de la calle Portugal con Avenida Santa Isabel, Ricardo Palma y Raúl Escobar, ambos vestidos de escolares, como factor sorpresa y distractor, se pararon frente al taxi en que viajaba Luis Fontaine Manríquez junto a Margarita Mardones, y le dispararon.

Habían logrado confundirse entre los escolares que a esa hora dejaban sus liceos y, con el nerviosismo propio de una acción como esa, siguieron a su presa. El Negro lo tuvo en frente. Clavó su mirada sobre él y sosteniendo el arma con las dos manos descargó sus tiros sobre el cristal de la ventanilla. La calle entera gritó despavorida, los cuerpos se cruzaron entre muchos otros cuerpos hasta que finalmente esos dos sujetos desconocidos, que a simple vista parecían escolares, pero que después de todo no lo eran, desaparecieron del lugar sin dejar rastro alguno. 

Dieciocho balas destruyeron el rostro del hombre que había estado a cargo de la DICOMCAR, el órgano de inteligencia y contrainsurgencia de la policía uniformada, involucrado en el asesinato en 1985 de tres militantes comunistas, dos de ellos secuestrados en el frontis del colegio en el que estudiaba el joven Palma. Aunque el ministro Cánovas había intentado probar su culpabilidad en agosto de aquel año, Fontaine no fue sometido a proceso hasta 1989, cuando el juez Milton Juica reabrió la causa. Nunca pagó con cárcel su participación en el triple homicidio. Para el Frente, la muerte era su corolario.

En comisión mixta del Senado, cinco días después de lo ocurrido, los parlamentarios condenaron el “ajusticiamiento” de Fontaine y exigieron estudiar de manera profunda los “gérmenes del terrorismo” en el país. Así, haciendo uso de su palabra el entonces senador Sebastián Piñera, advirtió de dos grandes peligros para la democracia que se asentaba: “La pobreza y la ignorancia, con su secuela de círculos viciosos, y la violencia y el terrorismo, con su dinámica propia. En consecuencia, nos parece que es deber de todo demócrata luchar con todos los instrumentos disponibles, siempre dentro de la Constitución y la ley, contra estos poderosos flagelos”, afirmó el militante de Renovación Nacional (RN).

Pero El Negro y Emilio saldrían de nuevo a cazar.

***

En algún café de París, Palma me dijo que el anuncio de la campaña No a la Impunidad los desbandó a todos.

Sembró expectativas, sin dudas. ¿Matar a quien no conocería la prisión? Aunque, para ser precisos, no era cosa de asesinar a cualquiera. No se trataba de descargar porque sí las balas que quedaron a la espera antes del 11 de marzo de 1990. No. La Dirección Nacional se había propuesto pasarles la cuenta a los colaboradores de la dictadura de Pinochet y para ello había que tener alguna justificación. No había cabida para vendettas desorganizadas. Pero lo cierto es que para El Negro y muchos otros jóvenes que desconfiaron de la justicia transicional, el anuncio fue el inicio de “la temporada de caza”. Así la llamó él.

-Salimos en pelota con nuestras armas a matar a quien había que matar- me dijo, para luego, sin tanto impulso, aclarar que -las acciones del Frente no eran contra el patrimonio humano. Jamás una acción fue indiscriminada, siempre valoramos la vida. Las acciones a empresas donde poníamos bombas para reventar autos caros o las torres de alta tensión durante la dictadura siempre habían estado calculadas para no generar daño a otras personas, exceptuando a las Fuerzas Armadas y de Orden. Todas las acciones tenían objetivos políticos claros.

La política de No a la Impunidad, Campaña por la Dignidad Nacional estaba tomando cada vez más fuerza y al interior del gobierno aquello estaba generando un remezón. Había que anticiparse a los hechos, responder con algo contundente que mostrara la disposición por avanzar en las demandas de Verdad y Justicia. Algo tenían en mente los hombres de Aylwin. Ese círculo de hierro compuesto por personas preparadas y experimentadas que se asegurarían que esa nueva democracia no tuviera nada de improvisado.

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Meses antes de llegar a La Moneda, el democratacristiano Edgardo Boeninger habló de impedir las vendettas, los juicios colectivos, incluso los tribunales especiales que pudieran funcionar como represalia institucionalizada. Todo eso quedó inscrito en el Marco Político y Económico que tendría la Transición chilena. A las acciones de venganza les pondrían freno, para eso estaban los órganos de Justicia.

El Estado no va a perseguir personas: va a hacer que la Justicia esté en condiciones de llegar a la verdad; ese es nuestro compromiso básico. La forma en que se manejen de manera concreta los diversos problemas y dilemas que se darán en este campo, se verá con el tiempo, y estará marcada, simultáneamente, por la fidelidad a los principios éticos, y por el realismo en cuanto a lo que es políticamente viable», escribió el economista en la hoja de ruta

Pero a oídos frentistas, “realismo en cuanto a lo que es políticamente viable” no sonaba nada bien. De hecho, justificaba “la temporada de caza” y les daba más razones para actuar. Así, los dos últimos atentados serían solo el comienzo de un accionar mayor, asumido por un grupo que se negaba a dejar las armas. 

¿Y quién los iba a parar?

 

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