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El sueño del consenso

Publicado: 17.07.2022

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“Optamos por resolver nuestras diferencias con más democracia, no con menos”. Con esta frase, durante su primera Cuenta Pública, el presidente Gabriel Boric describía el proceso constituyente que tomó forma institucional luego de que él mismo, junto con muchos partidos políticos, tomaran un acuerdo el 15 de noviembre de 2019 que redefiniría el rumbo de la política en Chile.

Han pasado más de dos años, y resulta normal que una crisis mundial sanitaria y económica nos haya devuelto a pensar en nuestras necesidades más inmediatas, pero pareciera que algunos, en un ejercicio de suma deshonestidad intelectual, aprovechan la situación para hacernos olvidar la importancia de este proceso desde su clave democrática.

Entre octubre y noviembre de 2019, la Constitución de 1980 murió, no jurídicamente, pero sí desde el clamor popular por un nuevo y verdadero pacto social. Propio de un país sumamente normativista, esperamos pacientemente que desde institucionalidad se gestara el camino a la reforma constitucional de una forma pacífica y democrática. Así, se resolvió un proceso de amplia participación con cuatro decisiones que la ciudadanía debería tomar: 1) ¿Queremos un nuevo texto?; 2) ¿Qué tipo de órgano deberá redactarlo?; 3) ¿Quiénes compondrán este órgano?; y 4) ¿Aceptamos este nuevo texto?

Las primeras dos elecciones fueron tajantes. Casi un 80% de la ciudadanía decidió que la propuesta de nueva Constitución fuera redactada por una Convención Constitucional con miembros 100% electos en votaciones populares, universales y con los más altos estándares democráticos, asegurando la representatividad de todos los ciudadanos que quisieran ejercer su derecho a voto a través de una composición paritaria que incorporaba, además, a pueblos originarios excluidos largamente de la deliberación política. Estos estándares fueron acordados por más de dos tercios del Congreso de aquel entonces y otros dos tercios del Senado.

Pero no sólo en el sufragio demostramos nuestra valoración de la democracia. La Convención Constitucional definió desde sus inicios que el proceso sería ampliamente participativo y con igualdad de condiciones, para lo que crearon diversos sistemas que lo posibilitaran. De acuerdo al informe de la Secretaría de Participación Popular, se realizaron durante el proceso 1.661 audiencias públicas, y casi un millón de personas participaron en cabildos y encuentros autoconvocados para discutir sobre la nueva Constitución, de las cuales un cuarto pertenecían a poblaciones usualmente marginadas. Además, se presentaron casi 2.500 iniciativas populares de norma, que recibieron 2,8 millones de apoyos de casi un millón de personas.

El proceso además destacó por su total, y a veces excesiva, transparencia. Fue ampliamente difundido, siendo transmitido prácticamente en su totalidad para todos quienes quisieran verlo en directo a través de streaming o en diferido. Cada incorporación fue doblemente votada de forma abierta hasta llegar al texto definitivo de la propuesta: primero en la comisión respectiva y luego por el Pleno, donde las normas alcanzaron en promedio un 80% de aprobación, dentro de una Convención tan diversa como nuestro país.

Posiblemente nunca habíamos visto de manera tan transparente cómo se desenvuelve la democracia deliberativa misma frente a nuestros ojos. El texto resultante es producto del ejercicio mismo del proceso democrático más relevante que hemos tenido desde la recuperación de ésta en 1989.

¿Por qué, entonces, existe un discurso creciente que intenta restarle legitimidad democrática? ¿De dónde surge la opinión de que esta propuesta de borrador de nueva Constitución no genera los consensos necesarios para poder tomarla como una propuesta válida?

Nuestra tesis es que la Convención terminó pareciéndose tanto a Chile que se mostró en su desarrollo con todas y cada una de sus facetas; enojada, explosiva, fracturada polémica y a veces farandulera. Pero cuando decimos “todas” también incluye esa faceta trabajadora, madrugadora, y que “saca la pega” a costa de su vida personal y familiar y, sobre todo, esa que se ordena bajo reglas claras y respeta a la institucionalidad.

Es normal que la sensación de constante desorden, amplificada por los medios de comunicación y los colectivos que desde un principio han querido ver fracasar este proceso, nos nuble la vista. La transparencia nos hizo ver esas discusiones caóticas y apasionadas que siempre se han dado dentro de las cocinas. Pero nos preguntamos, si todo el proceso antes descrito como el mayor ejercicio de la democracia representativa no es suficiente para generar una propuesta que valoremos como “consenso” ¿qué hace falta entonces?

El sueño del consenso en que todas y cada una de las personas de un país queden completamente satisfechas con algo como una propuesta de nueva Constitución no sólo es una ilusión imprecisa y utópica, sino que también es un argumento peligroso. Existe una imposición mañosa y peligrosa en utilizar desmedidamente este concepto como argumento en contra del proceso más democrático que hemos tenido en años, lo que conlleva un profundo desprecio por la democracia participativa, de la misma forma que quienes buscan imponer la propuesta a toda costa vulneran el resultado de un proceso que no acaba el 4 de septiembre, sino que debe estar en constante revisión por quienes componen la ciudadanía.

Es absolutamente legítimo que se detallen todas las razones por las cuales nos gusta o no la propuesta de nueva Constitución, e incluso sobre el proceso que nos llevó a redactarla, siempre que sea con honestidad, altura de miras y bajo el reconocimiento de que la democracia no está dada, es frágil y debe ser respetada en todo momento. Por eso importa valorarla cuando esta aparece en su forma más pura y evidente.

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