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VOCES| Protestas y pandemia en Nueva York: La tienda más grande del mundo en llamas

Publicado: 02.06.2020

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Tanto ruido que hay esta noche, comento en voz alta. Al principio pensé que era un camión, seguro uno de los camiones que abastece el supermercado a pocos metros de mi edificio. O el camión de la basura, que interrumpe la noche un par de veces a la semana. Pero sigue el ruido, una cadencia estruendosa que envuelve las horas de una cuarentena que ha durado más de dos meses. Es un helicóptero.

Sobre los edificios vecinos dos puntos luminosos y quietos, origen del ruido, pero no el único. El espectador desde la ventana en que me he convertido, baja la mirada a la calle y veo dos autos estacionados, de los que sale música fuerte. Hay personas con mascarillas en el cuello bebiendo, conversando, bailando. Otros caminan en medio de la calle. No logro adivinar hacia dónde se dirigen, la visión desde la ventana es parcial, pero puedo distinguir claramente que sus pasos se marcan sobre la calle misma, al tiempo que lo autos pasan sin dar bocinazos. 

Ese sábado recién pasado había caminado hasta Washington Heights, barrio predominantemente dominicano, a ayudar a unos amigos chilenos. Debido a la cancelación de su vuelo deberán esperar mínimo un mes y medio para poder volver a Chile. Debo atravesar casi la totalidad de Harlem de sur a norte. Hace no mucho estaba mirando los capítulos de Mad Men que hacen referencia a los disturbios de 1964 en ese mismo vecindario. James Powell, 15 años, habitante afroamericano del barrio, fue asesinado a balazos por un policía blanco, Thomas Gilligan. Protestas, saqueos, incendios. Y la historia vuelve a colapsar en esos puntos débiles, como siempre, lo más delgado del hilo que se corta una y otra vez, en esta oportunidad con el asesinato de George Floyd por parte de un policía blanco. El ambiente de esa noche era un cálido ambiente de desobediencia civil. 

© Ezequiel Zaidenwerg

Mientras caminaba hacia el departamento de mis amigos, vi la comisaría de la zona rodeada de policías, más bien distendidos, cosa extraña. Dos calles más adelante, en la 125, una multitudinaria marcha atravesaba de oeste a este. Y ahora no sé si digo multitudinaria porque efectivamente había muchas personas en la marcha o porque hace mucho tiempo no veía a tantos reunidos, sin mediación de la distancia social que en todos lados recuerda que una cercanía mayor a seis pies o dos metros puede ser mortal. Que respirar cerca de otra persona es el canal predilecto del virus para propagarse. 

La mayoría iba con mascarillas y pancartas. Alcancé a ver un momento tenso cuando una patrulla policial intentó atravesar la aglomeración y varios protestantes le impedían el paso a la vez que increpaban a la policía que dentro del carro. Resign, resign, resign (renuncien), repetía un hombre atrás mío, sin mascarilla, solo y más bien errático. Entre la multitud, a contravía, se abría paso una ambulancia, como recordando que todavía hay contagiados. Todos avanzaban sin pausa hacia el este de la isla, dejando pasar la ambulancia, pero sin ceder en los gritos y proclamas. Ese parecía el resumen del momento. 

En mitad del lunes, mi casa se llenó de alarmas que nadie sabía de dónde venían. Hasta que miramos las pantallas de nuestros teléfonos y leímos la notificación que llega cada vez que algo inusual ocurre en la ciudad. La más frecuente es la notificación del código Amber, que significa niño perdido. Esta vez eran dos mensajes, uno en inglés y el otro en español: “Toque de queda en efecto para NYC: 11pm el 6/1 a 5am el 6/2. Trabajadores esenciales exentos”. Mis cuentas de redes sociales habían comenzado el día anterior a llenarse de imágenes y vídeos de la protesta. Una foto de un banco tapiado con planchas de cholgúan. Protestas en Barclays Center (Brooklyn), Union Square, frente a la Torre Trump en la quinta Avenida. Fuego y gases lacrimógenos. Imágenes similares a las que vi en octubre del año pasado en Chile, pero ahora sucediéndose en Estados Unidos y en la ciudad donde vivo. Y hoy martes que escribo esta crónica, con el hashtag #blackouttuesday, una sucesión de cuadrados negros en Instagram y Facebook se erigen como señal de apoyo a la lucha que los afroamericanos y otras comunidades racializadas están librando en la calle.  

© Ezequiel Zaidenwerg

El toque de queda no tuvo mucho efecto anoche. Las protestas continuaron si no aumentaron, y los manifestaron entraron a icónicas tiendas de la ciudad, como Nike o Macy’s, “la tienda más grande del mundo”, según se lee en una gigantografía del edificio completa que ocupan en la calle 34. Trump ha dedicado más esfuerzos –que se traducen a tweets escritos con mayúsculas– a defender esas tiendas que condenar la imagen aterradora de Chauvin sobre el cuello de George Floyd. Hoy, mientras almorzábamos, la alerta sonó fuerte de nuevo en nuestra casa. El toque de queda se extendió por seis días más y ahora comenzará a las ocho de la tarde. 

Pienso en la ciudad de Nueva York como la tienda más grande del mundo. Las posibilidades del consumo son prácticamente ilimitadas y todos caemos en esa placentera trampa de tener todo a la mano, de ser los primeros testigos de los avances que el capital lanza ininterrumpidamente a nuestras pantallas, traídos cómodamente por Amazon a las puertas de quienes pueden pagar. Una tienda que está siendo saqueada por la rabia. Flight Club, una distribuidora especializada en zapatillas, subió una imagen en la que comunicaban que una de sus tiendas en Los Ángeles fue saqueada, pero que no condenaban el hecho porque lo material es recuperable, mientras que la vida de Floyd, no. 

No me duele ver Nike en llamas. Su seguro desembolsará miles o millones de dólares, y las pérdidas se reducirán a cero. No me duelen los saqueos, ni el fuego que arde con el capital como combustible. Me duele saber que por ser acusado de usar un billete de 20 dólares falso puedas perder la vida –si no eres blanco, obviamente–. ¿Tengo miedo? Sí. Tengo miedo porque este año nos ha amenazado constantemente con una crisis que ataca por muchos flancos. Me es imposible no sentir miedo. No estoy en mi país, tengo a mi familia lejos, mis papeles están al día, pero eso, de un momento a otro, puede dejar de tener importancia. Me alegran, a la vez que me aterran, las amenazas de Anonymous y creo que no podría sentirme de otra forma. Me aterra pensar que Trump amenazó –por Twitter, cómo no, encerrado en un búnker bajo la Casa Blanca– con balas si los saqueos no paraban. Pero es esa contradicción de sentimientos la que nos mueve, literalmente nos mueve a la calle, a la protesta. 

La última imagen que vi fue la de Trump levantando una Biblia. Queda una hora y media para el inicio del toque de queda. La música suena fuerte afuera, en la calle, y un hombre habla a través de un micrófono. La música se traslapa con el anuncio de un carro de policía. Todavía habrá luz de día a las ocho y, seguramente, todavía habrá gente en las calles.  

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