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Pedaleo: La ciudad en cuarentena repartiendo libros

Por: Rodrigo Hidalgo, escritor y periodista | Publicado: 24.09.2020
Pedaleo: La ciudad en cuarentena repartiendo libros |
Comencé a despachar libros a domicilio para Librería Pedaleo hace 3 meses, en el sector de Macul, Peñalolén, antes La Reina y hoy La Florida. Los fines de semana me pongo mi casco amarillo, mi buzo, mi mascarilla, mis guantes y le pongo su alforja a mi bicicleta, que es una chancha clásica de paseo, una Oxford roja, aro 27. Soy uno más de los cinco “canillitas anarquistas”, como se autobautizaron mis colegas.

Mi amigo Cardani tiene una librería muy especial. De esas que ya no existen. Donde el que te atiende es un escritor, un editor. Porque ese tipo de librerías fue reemplazado por cadenas donde quien te atiende es un vendedor o vendedora que lo que sabe hacer es eso: vender. No lee, o le da lo mismo si te vende una obra maestra de la literatura universal o un manual para ordenar el clóset.

Las cadenas de librerías liquidaron prácticamente a aquellas librerías “de autor”. El resto lo hizo la pandemia. Ya se sabe. El comercio cerrado y todo el mundo comprando por internet. La era de los repartidores, la hora de los deliveries. Una vez leí un insultante y cruel meme que decía algo así como “más barato que puta de Rappi”. Como si hubiese surgido una nueva forma de esclavitud o de explotación, similar a la sexual. Cientos de ciudadanos empujados por la cesantía desempolvaron su oxidada bicicleta, otros concretaron un sueño juvenil y se compraron por fin una moto, el que ya tenía auto lo convirtió en herramienta de trabajo. Y el circuito del libro no fue la excepción.

Ya antes del estallido y de la pandemia, las ventas online se habían disparado y bastaba darse una vuelta por cualquier calle para notar el progresivo aumento de ciclistas y motocilistas y aún de automovilistas dedicados al reparto de lo que fuera, no solo comida, todo se despacha a domicilio. Rappi, Pedidos Ya, Uber-eats, Uber-cargo, y un sinfín de empresas dedicadas al rubro. Y el visionario de mi amigo Cardani, que había comenzado con su Librería Pedaleo sin imaginar que contaría con un estallido social y una posterior pandemia como siniestros aliados que le cerraron los locales a la competencia, fue desde entonces requerido por cada vez más clientes y empezó a necesitar de más ciclistas para dar abasto. Comencé a despachar libros a domicilio para Librería Pedaleo hace 3 meses, en el sector de Macul, Peñalolén, antes La Reina y hoy La Florida. Los fines de semana me pongo mi casco amarillo, mi buzo, mi mascarilla, mis guantes y le pongo su alforja a mi bicicleta, que es una chancha clásica de paseo, una Oxford roja, aro 27. Soy uno más de los cinco “canillitas anarquistas”, como se autobautizaron mis colegas.

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Pare decirlo con todas sus letras, el trabajo que hago me reporta principalmente dos satisfacciones. La primera de ellas, poder salir a la calle. Cuando todo el mundo está encerrado voluntaria o involuntariamente, yo me siento un privilegiado. Y además, como un bonus, hago ejercicio, alrededor de 20 kilómetros el sábado y otros tantos el domingo. Tengo una autorización para circular, y como los fines de semana anda poca gente en las calles, me desplazo a mis anchas. Los únicos momentos anómalos, son las ferias con las que me topo en Peñalolén y en La Florida. Ferias llenas de gente, con y sin mascarilla, cero distanciamiento social. Obvio que no me detengo en ellas, paso de largo, las atravieso. Nunca me ha tocado ser detenido o controlado por algún piquete de carabineros o de militares, con los que me he cruzado. Las satisfacciones alcanzan su cima cuando entregando los libros, el cliente da una propina que suele ser una cerveza, a veces fruta, y hasta un queque mágico. De modo que me siento casi prestando un servicio y puedo decir que sin duda, y sin considerar siquiera el pago u honorario, me gusta mi nuevo trabajo. 

Soy un ciclista relativamente cuidadoso, quiero decir que he tenido un par de caídas o choques leves producto del a estas alturas habitual comportamiento agresivo de automovilistas a los que les importa un rábano la ciclovía. Ya solía andar en bicicleta antes de trabajar con ella, ya conocía los códigos del sobreviviente. La franca maldad criminal con que micreros y taxistas tratan a los ciclistas. Te tiran la carrocería encima, como un novillo en un rodeo huaso, te acorralan contra la berma. Ya conozco la necesaria extrema atención a baches y zanjas ocultas, a peatones imprudentes, a los perros que muerden. Toda esa suerte de conocimiento del oficio que debes manejar como un manual de conducción urbana. 

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Cuando algunos amigos supieron mi nuevo oficio se sintieron intrigados. Unos pensaban por ejemplo que yo era algo así como el biblioburro. O como los antiguos vendedores puerta a puerta de enciclopedias. Que iba cargado de libros voceando títulos, ofreciendo las novedades de un catálogo. Tuve que explicarles el mecanismo. Las reglas son claras desde el principio. Yo no sé qué está comprando usted. Yo solo hago la entrega. Pero sé, por el tipo de libros que vende Cardani, que estoy entre gente que lee. Y cuando digo esto, me refiero a gente que lee algo un poco más complejo que manuales de autoayuda. Pedaleo tiene predilección por la filosofía, ciencias sociales, literatura, teoría política. Todas esas cosas que alguna vez una señora ante el mesón de Ranciere, Zizek y Judith Buttler llamó “puro terrorismo”. Por ese mismo sesgo es que a los compradores que comienzan preguntando “¿tiene algo de Isabel Allende?” Cardani muchas veces no les da bola. Nada de eso me toca a m. El lado desagradable de la atención a público le toca al jefe. 

Recorrer la ciudad en cuarentena, o al menos un sector de la capital más bien residencial, ha sido una forma liberadora de burlar o desobedecer la normativa del encierro. No hay una exposición a contacto humano cercano que yo pueda considerar grave o flagrante, ni para mí, ni para mis cercanos, ni para los clientes con quienes trato. Algunas personas abren la puerta de sus casas y desde ahí me dicen: ¿está todo pagado o debo firmar algo? No. Entonces deje el paquete ahí mismo no más. Y yo desde afuera de la reja pongo en el suelo el libro en su envoltorio de papel.

En edificios la mayoría de los clientes prefieren que uno deje el paquete en la conserjería nomás. Pero siempre uno pide al conserje que toque el citófono del cliente y le diga que ha llegado su encargo. Y ahí si el cliente dice “voy” es porque quiere recibir el libro en sus manos, o mucho mejor, porque trae una propina. Lo que definitivamente establece otro tipo de relación. Porque lo que más me ha llamado la atención, es que se llega a establecer una relación. Hay auténticos clientes frecuentes. Aún me parece inédito, insisto. Hay fácilmente unos 10 domicilios a los que voy con suma regularidad. Gente joven de entre 20 y 50 años digamos, que compra libros con una frecuencia que no me resultaba imaginable: más de una vez al mes, lo que ya me parece insólito. Y oh, sí sucede. Y que eso suceda, aún en sectores populosos como Lo Hermida, hace que cada polera que luego me quito empapada de sudor, valga notablemente el esfuerzo.

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