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Hacerse un lugar a combos: Claudia Donoso entrevista a la Colorina Stella Díaz Varín

Publicado: 06.04.2021

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Alta, robusta, imponente, de mirada penetrante, voz gruesa, ronca y teatral. Pero sobre todo es recordada por el furioso atardecer de su cabellera. «La Colorina», como le decían, parece inolvidable. Cada tanto se la recuerda como la poeta feminista precursora del punk, la nihilista rabiosa, la polémica, la irascible, o bien la última femme fatale de la literatura chilena, famosa por pegar, no carterazos sino combos. Porque Stella Díaz Varín practicó el desacato como una forma de vida. O así se deja leer en La palabra escondida: conversaciones con Stella Díaz Varín (Ediciones UDP, 2021), texto que reúne 12 entrevistas que la periodista Claudia Donoso le realizó entre 1999 y 2006, pocos meses antes de su muerte. Se trata de la transcripción de un diálogo entre dos amigas, desde un principio pensado para terminar en algo así como una memoria o una biografía.

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Nació en La Serena en 1926. Vivió su infancia arriba de una yegua tan roja como su cabello. Ya de niña escribía poemas en los que cultivó un amor desmedido por su padre. Cuando falleció ella tenía apenas 7 años. Entendió entonces que venía de una familia de mujeres solas. Que estaban condenadas a quedarse solas.

De ahí que se criara sintiendo compasión por las viudas, las abandonadas, o aquellas mujeres que solo heredaron deudas. Y por eso de joven su madre siempre la quiso casar con Urquízar, el dueño de un fundo carbonero. Él le regalaba catitas australianas que días después amanecían muertas. Así, Stella entendió el significado real del matrimonio: era una jaula de la que no saldría con vida. La Serena no era muy distinto. La biblioteca se transformó en un refugio donde no había otra lectora más que la Colorina.

Ya de grande, ejerció como periodista de crónica roja. Apasionada por crímenes y accidentes, incluso llegó a advertir a Carabineros de su oficio: muerto que haya, muerto que me notifican.

En ese tiempo era marxista devota. En un acto de campaña le cantó a González Videla (“No te vayas, Gabriel/ Quédate en La Serena/ Es mujer y contigo se siente acariciada”), quien para sorpresa de todos, tiempo después resultó ser un traidor.

El Partido Comunista hizo correr el rumor de que Stella era su amante, infamia que la indignó y la llevó a romper filas. Se volvió trostkista, no sin antes tatuarse una calavera en el antebrazo izquierdo. Para ella, ese Judas no merecía otra cosa sino la muerte.

No tardó mucho y se fue a Santiago. Quería vivir sola, ser periodista, estudiar medicina y escribir poesía. Formó parte de la generación del 50, jóvenes poetas amparados al alero de viejos próceres todavía en actividad: Francisco Coloane, Tomás Lago, Alberto Romero. También figuraban las disputas entre Neruda y De Rokha.

En ese contexto, la Colorina generaba fascinación. Fue durante años una virgen inalcanzable, la musa decadentista para un puñado de hombres más interesados en su garbo que en su poesía. Fue amiga de Teófilo Cid —el último gran príncipe de la noche, el dandi de la miseria—. Juntos vivieron entre la bohemia, en los matarifes de Santa Rosa y los parroquianos de la Unión Chica. Ahí se hizo amiga de Jorge Teillier, el gran héroe de la melancolía y la derrota.

También destaca su amistad con Nino García, un artista demasiado fino para este país de mierda, recordado músico que, a principios de los noventa, acabaría pegándose un tiro. En esos diez años Stella publicaría el grueso de su obra: Razón de mi ser (1949), Sinfonía del hombre fósil (1953) y Tiempo, medida imaginaria (1959). De este último, conservamos versos inapelables:

 

«Me aproximo a tu figura alada,

a tus pequeños vértigos;

y te enseño a mirar

como sólo pueden hacerlo los peces,

en órbitas que tus manos desconocían.

Emerjo —pequeño dios—

desde el vientre más recóndito

para unirte con la distancia, tan precisa».

 

Stella también se da tiempo para hablar de su joven amorío con Alejandro Jodorowski. Era muy lindo, dice la Colorina. Todavía no tenía esa cara de gallinazo ridícula que tiene ahora. Cuenta que un día se juntaron en la Plaza de Armas. Ella le leyó un poema, se lo dedicó. Y de inmediato comenzó un terremoto. Se abrazaron creyendo que era señal de que estarían unidos para siempre. Pero no fue así. Durante su vida la poetisa tendría varios amantes, pero fiel al sino trágico que cruzaba su estirpe familiar, se quedó sola. Pensándolo bien, nunca he amado a un hombre. (…) En realidad, no le tengo respeto a ningún hombre.

Durante la UP dejó la poesía. El momento histórico merecía estar a la altura. A pesar de ser vetada por el PC, gracias a Alfonso Alcalde, trabajó en Quimantú.

Luego del golpe fue perseguida, y aunque le costó mucho conseguir trabajo, hizo de publicista y escribió para La Tercera. Oscuro tiempo en el que tuvo que hacerse un lugar, literalmente, a combos. Famosa es la anécdota de cuando golpeó a Enrique Lafourcade, dizque por soplón. «Hace bien pelear porque manejas tu adrenalina, diría luego con cierto orgullo». Así devino señera figura gótica de nuestro reciente medioevo que se paseaba elegante y ruinosa en pleno oscurantismo dictatorial.

 

«No quiero

que mis muertos descansen en paz.

Tienen la obligación

de estar presentes

vivientes en cada flor que me robo

a escondidas

al filo de la medianoche

cuando los vivos al borde del insomnio

juegan a los dados

y enhebran su amargura».

 

Pero quizás el gran mito que se le carga a la Colorina es la imagen de mujer loca, de incontrolable y peligrosa. Mujer que, acaso intentando sobrevivir a la hostilidad de su época, debió masculinizar su figura.

Lo cierto es que si bien ella misma ayudó a construir ese mito, también fue consecuencia de la amenaza que constituía el deseo femenino para la poesía, consabido territorio de hombres. Stella fue una pesadilla para la masculinidad, en tanto, se negó a someterse a ella. Antes que una musa o la fuente de inspiración para la vanidad ajena, supo forjar una voz propia, sombría, rotunda, estentórea y que parecía tener un objetivo claro:

 

«Una sola será mi lucha

y mi triunfo:

encontrar la palabra escondida

aquella vez de nuestro pacto secreto

a pocos días de terminar la infancia».

 

Estos versos corresponden a Los dones previsibles (1992), texto con el que cortaría más de 30 años sin publicar, y que le valió el siempre esquivo reconocimiento. En los 2000 ganó un Fondart para escribir sus memorias.

Con esa plata cambió las cañerías del agua y del gas de su pequeño departamento. Vivía en un cuarto piso, en ese pueblo triste y fuera del tiempo que es la Villa Olímpica. Allí pasó sus últimos años, borracha, desdentada, insufrible, escéptica ante la alegría de la transición, pero resistiendo estoica el desamparo y la pensión de miseria que recibía. Y como fuera, se las arreglaba. Robaba flores en la calle, se fumaba las colillas de cigarro que recogía en los teatros y cocinaba con oficio de malabarista.

Aun así, seguía generando fascinación, ahora en jóvenes que peregrinaban a escuchar sus anécdotas. O bien, a entrevistarla. «Ni ella ni yo creíamos a pie juntillas en este libro», confiesa Donoso en el prólogo. Y quizá por eso demoró quince años en publicarlo. En sus manos tenía una joya. Nada menos que los recuerdos de una mujer que vio llorar a Violeta destruida por amor. Que vio llorar a Allende frustrado ante la división de la izquierda. Y que ella misma lloró muchas veces, pero nunca dejándose arrasar ni por la angustia ni por la pena. Así era la Colorina.

 

Claudia Donoso

La palabra escondida: conversaciones con Stella Díaz Varín

Ediciones UDP, 2021

148 Páginas

$12.000

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