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Crítica de Libro «En el Regazo de Belcebú»

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 11.01.2013

Cristián Geisse Navarro. En el regazo de Belcebú. Ediciones Perro de Puerto, Valparaíso 2011 Por Gastón Carrasco Cristián Geisse Navarro (Vicuña, 1977) transita por lugares y experiencias fuera de nuestra limitada percepción. Enfrentarse a su libro de cuentos En el regazo de Belcebú (Ediciones Perro de Puerto, Valparaíso 2011) es despotricarse en cuerpo y alma, volarse con la peor de las drogas, embriagarse y ser parte de prácticas propias de un mundo más allá de nuestras citadinas narices. En seis cuentos, articulados en torno a la experiencia de la embriaguez y a encuentros no fortuitos con el colúo, Geisse nos deja la sensación de estar ante una producción imponente, alejada de la praxis escritural programática, realista y comprometida, alejada también de la anémica e insípida literatura del cuidado, de lo mínimo, de la experiencia formal. Acá la experiencia es de vida, y era que no, Alfonso Alcalde, Carlos Droguett y Manuel Rojas se cuelan como autores fundamentales para este libro. Desde “El duende”, la narración se instala en un lugar intermedio entre la certeza y lo desconocido. La irrupción de un personaje en medio de un viaje en bus (de Antofagasta a San Isidro) se instala como un punto de quiebre para el narrador. Se sabe que el compañero de viaje es un mentiroso y se acepta como tal, hay algo de locura, ingenuidad y amabilidad en todo ello. La conversación se inicia con la invitación a tomarse un traguito, ¿para qué más? El protagonista acepta. Comparten vivencias, cuentos y tonaril. Sobre todo cuentos y tonaril. Tonaril es el alucinógeno que trafica el protagonista. Cuatro pastillas al principio, luego tres. Nunca más que eso. El resto de la narración es una lucha entre los momentos de lucidez y el desvarío propio de la situación. En “¿Has visto un dios morir?” toda descripción o crítica se vuelve algo vana. Ante experiencias tan poco traducibles como ver a un dios agonizando, cualquiera se negaría intentar siquiera traducir en palabras tal cosa, no obstante, el riesgo y el juego en la escritura de Geisse da para esto y mucho más. Valparaíso esconde pasadizos en sus bares, y en éstos se consume ñache, no ñachi, sino que otra sustancia, liberadora, adictiva, voladora como ella sola. Antes de pasar al siguiente cuento, cabe destacar que existe una incógnita respecto al lenguaje de quienes fueron masacrados, de los indígenas del norte que le enseñaron al abuelo a llegar a estos estados. Los hijos de ellos, los masacrados, ya olvidaron esa lengua, y esas prácticas. Toda esa oralidad perdida se difumina al igual que los pasajes que llevan a la alucinación, al sueño. Ya no hay quien medie en nosotros una experiencia propia de nuestra ancestralidad. En la lógica benjaminiana, esto no es más que la pobreza de nuestra experiencia moderna y en cierto sentido, el quiebre de nuestra historia. No es raro, en este sentido, que los lugares representados en los cuentos sean justamente lugares marginados de la modernidad propiamente tal; incluso podría hablarse de lugares de resistencia a la modernidad. Los mismos personajes buscan ese algo perdido, ese algo que necesariamente requiere de mediación alucinógena. En “Marambio” aparece un personaje perdido, músico truncado, sin talento, rechazado por su entorno. La única salida es el pacto. De ahí en adelante todo es otra cosa. Se me hace imposible no pensar en “El perseguidor” de Cortázar y ese intertexto con Parker. El talento, las alucinaciones, improvisar sólo en estados de delirio, la frustración de siempre. Algo de esto aparece en “La Negra”. En imágenes y lenguaje de carácter bucólico la oveja negra del rebaño se vuela con plantas del lugar y le desordena el rebaño a Ramiro, llevándose incluso a los más blancos ejemplares. En las dos últimas narraciones la figura del mal mismo se hace presente; “El Cachúo” y “Nefilim”. Quizá los textos más débiles, pero los más representativos del leit motiv del libro. En el primero el protagonista cuenta cómo El Cachúo lo persigue desde adolescente, cómo fue su relación con la embriaguez, cómo posiblemente destrozó a un niño a golpes y cómo vive con esa sed tremenda que le punza. En el segundo, el protagonista es justamente hijo del mandinga. Nada menos. Todos le rechazan, leen en él esa prestancia infernal, digna del hijo de. A todo el cuento lo rodea un tono apocalíptico, de ahí su sentido de cierre del libro. Un tono que se personifica en la infancia huacha de Ignacio, chico de espíritu incendiario. Chico que arde cuando le cuentan historias. Su corporalidad y sentidos son capaces de abolir toda medida racional de entender este mundo, pues en él está el legado, la genealogía. Pero la pregunta por el padre arrecia en el hijo y eso pesa. Su entorno se degrada, su abuela, su madre. Nadie presta ayuda. El resto es tarea del lector. En resumidas cuentas, la articulación entre experiencia, oralidad, embriaguez y encuentros no fortuitos con el diablo, hacen de En el regazo de Belcebú un texto necesario, importante. Texto que nos hace repensar el lugar de la literatura, su circulación y nuestra limitada recepción desde la ciudad. Qué más decir que ¡salud! por Geisse y el trabajo de Ediciones Perro de Puerto.

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