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¿Universidad Neoliberal 2.0?

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 30.01.2013

Lo que se esconde tras la retórica oficial de la calidad de la educación ¿Universidad Neoliberal 2.0? Llevamos varias semanas entretenidos con sucesivos casos de corrupción en torno a los procesos de acreditación. La orden del día ha sido “individualizar”: hay unos señores con currículum de académicos respetables que están presos, una universidad cerrada y otras que sobreviven conectadas al respirador artificial. Como suele ocurrir, una monumental maquinaria de culpabilidades se pone en marcha, identificando nuevos responsables, exhibiendo en la plaza pública sus rostros compungidos y dejando caer sobre sus espaldas toda la culpa de la situación actual, para que nos abrumemos de árboles y renunciemos a mirar el bosque. Por: Patricio López y Rodrigo Ruiz- Fotografías Jesús Letelier Diarios y noticiarios han hecho su agosto convirtiendo esta crisis en carne de golpes noticiosos y novedades de actualidad. Falta poco para que el tema de las universidades sea abordado por la farándula. El periodismo de investigación, por su parte, corre el riesgo de entramparse en buscar evidencias, una tras otra, de lo que ya es claro: el sistema de acreditación nació viciado y es propio de su constitución, así como del hecho de que la educación se ha convertido en un gran espacio de mercado, una tendencia a la corrupción. Si dejáramos en el lugar que realmente corresponde a los chivos expiatorios, podríamos ver en esta nueva crisis un síntoma del agotamiento –de credibilidad-, de la experiencia neoliberal que ha gobernado Chile por más de tres décadas. Sin embargo, frente a la ausencia de un proyecto que lo remplace, las instituciones que sostienen la ortodoxia educativa buscan el cambio ahora para garantizar la continuidad después. En esa línea podemos situar el proyecto de cambio a la Ley de Acreditación ingresado por el Gobierno a principios de enero, cuya premisa es hacer exactamente lo mismo, pero mejor. Es decir, aumentar las exigencias y hacer obligatoria la acreditación, sin cambiar lo fundamental: que respecto a la calidad educativa sigue siendo el mercado el que dicta las tendencias y el Gobierno el que administra lo que pautea el mercado. Además, la nueva institucionalidad sigue vinculando la entrega de recursos del Estado con la acreditación, sin hacer distinción entre aquellas universidades que cumplen una función pública –investigación y extensión- y aquellas que sólo se dedican a entregar títulos profesionales a individuos. En paralelo, el movimiento estudiantil ha hecho su camino lento pero consistente de reflexión desde lo reivindicativo a lo estructural. Las movilizaciones de 2011 y 2012, y en su antecedente en 2006, se exhiben como causales de la crisis y el ajuste. Porque además de una demanda por igualar las condiciones de educación, el movimiento estudiantil ha planteado la necesidad de revisar un sistema que se vende como ordenado, pero que escondía el caos propio de la falta de control y del crecimiento desmesurado. El Riesgo Las movilizaciones y las crisis sólo instalan la necesidad de cambios, pero no las resuelven. El verdadero problema se abre cuando hay que discernir la direccionalidad y el contenido de esos cambios. Es allí donde los movimientos sociales y los centros de poder político y económico miden sus fuerzas, visible o soterradamente. De modo que estamos metidos de lleno en ese momento sin garantías, contingente, abierto, donde en buena medida se juega el sentido y la estructura de la futura institucionalidad universitaria chilena. El riesgo mayor de esta situación estriba, acaso, en que la movilización estudiantil por un lado, y los interminables escándalos de corrupción vinculados a la CNA, por otro, se han convertido en pretexto para una remodelación del sistema de educación superior bajo los mismos parámetros neoliberales. Algo así como la universidad neoliberal 2.0. Es un hecho evidente que el modo en que se organizó hasta ahora el sistema universitario y sus sistemas de control de calidad no puede continuar. Pero esa crisis no es evidente solo para los sectores críticos y más progresistas de la sociedad. Lo es también para el sentido que inspiró desde 1981 la contrarreforma universitaria impulsada bajo la dictadura. Es por ello que el escenario abierto tras la instalación de la crisis es un lugar en disputa donde no basta decir lo que no se quiere. Lo que ha hecho el envío de la nueva Ley de Acreditación universitaria es poner nueva urgencia a un debate sobre la universidad que sí queremos, no sobre sus mecanismos de acceso, no sobre su gratuidad o sus sistemas de financiamiento, no sobre las mecánicas de la gestión o las formas con que se pretende asegurar la probidad de las nuevas formas de certificación, sino principalmente sobre los ciudadanos que queremos que se formen en nuestros centros educacionales. Pero un proyecto de ley sobre acreditación que se instala en la opinión pública a partir de su referencia a cuáles planteles sobrevivirán y cuáles no, utilizando la acreditación como vara de medida de criterios más bien mercantiles, elude una vez más ese problema y nos conduce a una especie de juicio que dispone la quiebra de unas empresas y la permanencia de otras. Los corderos que quitan el pecado del mundo. Una vez más, como tantas veces han reclamado los estudiantes, se abandona en la conversación el tema de la educación. El Ruido Al cierre de este reportaje, son seis las universidades que no cuentan con acreditación (Bolivariana, UNIACC, La República, Pedro de Valdivia, Bernardo O’Higgins y UCINFF), ha muerto la Universidad del Mar, y hay varias otras en conversaciones con el sepulturero. ¿Cuántos estudiantes hay en ellas? ¿Cuántos funcionarios están allí viendo en serio riesgo sus fuentes de trabajo? Por todo ejemplo, puede tomarse el caso de la UNIACC, que tras investigaciones sobre la forma de otorgamiento de los beneficios Valech terminó perdiendo su acreditación a fines de 2011, y ello condujo, de la noche a la mañana, a una drástica reducción de la matrícula del orden del 40%, el despido de unos 140 trabajadores, y una dramática pérdida de prestigio del título que dicha universidad otorga. En diciembre pasado el Consejo Nacional de Educación dispuso el cierre de la Universidad del Mar ¿Está bien haberlo hecho? ¿Cómo podría haberse dejado abierta? El problema no reside, sin embargo, en elegir entre estas dos opciones. La bajada de cortina lanza al descampado a miles de personas ligadas a esa institución, libradas a una incertidumbre que el sistema de educación superior no tiene condiciones de resolver y que fue generada por la dirección de esa universidad, es cierto, pero -y esto es lo que falta remarcar- en los marcos y las lógicas generadas por el propio sistema universitario diseñado desde el Estado, con la anuencia del partido transversal de la gobernabilidad y el crecimiento económico. Cerrar universidades y comenzar a quitar acreditaciones a diestra y siniestra es, también, defraudar a cientos de miles de personas a las que se convocó de forma irresponsable desde el Estado y las empresas a sumarse a una educación superior con estándares que se habían legitimado. En términos más coyunturales, el cierre cumple con un efecto mediático que el gobierno necesita, y que lo presenta con mano firme, dispuesto a no permitir estos excesos. Pero el problema no está, repetimos, en los excesos, sino allí donde todo funciona en régimen. No es el ruido sino… Las Nueces Detrás de esas maniobras de corto alcance está una estrategia de gran envergadura puesta en funcionamiento en la década pasada con amplio acuerdo político transversal de las cúpulas, que fue elaborada y sostenida por un conjunto de intelectuales nacionales y extranjeros, y que suponía la masiva formación de capital humano como forma de convertir a Chile en un “país desarrollado” el 2020. Ese modelo suponía transformar radicalmente el sistema de educación superior existente, tanto en sus formas de funcionamiento como en los sentidos que inspiraban al viejo sistema universitario moderno, generando además las condiciones para una gigantesca expansión de la matrícula. El nuevo diseño fue puesto en práctica por Sergio Bitar y Ricardo Lagos, entonces ministros de Educación y presidente de la República, respectivamente. Un importante empujón intelectual de esta estrategia fue el Informe de Capital Humano elaborado en 2003 por José Joaquín Brunner y Gregory Elacqua desde la Escuela de Gobierno de la Universidad Adolfo Ibáñez (uno de los espacios intocables del sistema de educación superior actual, junto a la UDD). El informe revisa “los principales factores y variables que afectan la formación del capital humano en Chile; esto es, al funcionamiento de su sistema educacional en todos los niveles”, sosteniendo que ello se relaciona con el crecimiento económico y la creación de “oportunidades”, en dirección a mejorar “la competitividad del país”. En agosto de 2005, el Ministerio de Educación junto a los principales gremios empresariales, constituyeron el directorio para la Agenda Pro-Crecimiento II y la gestión de su capítulo Educación y Empresa, centrado en promover la alianza entre el sector de la educación el mundo empresarial, con sus secuelas de RSE e importación de modelos internacionales económicamente exitosos. El primer directorio estuvo encabezado por Sergio Bitar como ministro de educación y Bruno Philippi como presidente Sociedad de Fomento Fabril (SOFOFA), el segundo, de 2006, por Yasna Provoste, ministra de educación de Michelle Bachelet, y el propio Philippi. En relación a la expansión de la matrícula, la Ley 20.027, promulgada el 1 de junio de 2005, abriría a miles de jóvenes la posibilidad de ingresar a nuestra carísima educación superior accediendo al Crédito con Garantía Estatal, el famoso CAE. Capitalismo y Conocimiento Si el conocimiento se vuelve una forma de capital en la actualidad, la construcción y trasmisión de conocimientos se vuelve, cada vez más, una actividad empresarial pensada como favorable a la generación de rentabilidad. A lo que hemos venido asistiendo en los últimos años, entonces, es a una forma creciente de empresarización de la educación, tanto porque los centros educacionales son estructurados cada vez más bajo los principios organizaciones de la empresa privada, como porque toda la actividad educacional –y esto es lo más importante- va siendo modelada en medida creciente por la dinámica de los grandes capitales. Efectivamente, cada vez el Estado tiene menos que ver con los contenidos de la educación y su ejecución práctica y cada vez la proporción de los que estudian en los planteles estatales de todo nivel es más baja, pero es un error decir que todo ello se hace en beneficio del mercado, porque ahí la palabra “mercado” designa un eufemismo, una abstracción sin rostro. No, quien obtiene la ventaja es el bloque hegemónico que se articula como una trama de la gran propiedad, la dirección cultural de la sociedad y el poder político. Si usted quiere ponerle cara y nombre, muchos acuden a Casa Piedra a los grandes encuentros convocados por los gremios empresariales. Y están en los registros de los mandos partidarios. Es por eso que el problema del lucro es mucho más profundo que la simple cuestión del destino de las utilidades. Aun cuando es dudoso que ése sea un objetivo deseable -en la medida en que deja a toda comunidad del país sin la posibilidad de poner en práctica un proyecto educativo-, se podría estatizar toda la educación superior, dejar el país sin el más mínimo vestigio de universidades y colegios privados, resolver todo el financiamiento con cargo al fisco, y el problema del lucro seguiría allí, echado sobre la educación como un pesado animal. A menos, claro, que se cuestione el sentido mayor de la educación que está hoy envuelta por la retórica de la calidad. Nadie puede disentir de la necesidad de tener una educación de calidad. Los movimientos sociales la piden y los gobiernos la elevaron a un lugar supremo, haciendo de la CNA su policía. Pero como ocurre siempre con estas palabras grandes, apenas se instalan en el hablar público se suspende toda conversación sobre su significado. ¿Qué entendemos por calidad? La respuesta está blindada por el pensamiento único. La buena calidad es lo que acredita la CNA. A más calidad, más años de acreditación. Pero ocurre, por ejemplo, que universidades que resultan bien evaluadas en términos de su potencia académica y pedagógica por la comisión de académicos que las visitan (pares evaluadores) en el proceso de acreditación, obtienen una cantidad de años más bien baja, en atención a aspectos que no están relacionados de forma directa con la calidad de los procesos educativos. Un conjunto muy relevante de los procesos que se acreditan tienen que ver con el modo en que las universidades se ajustan a los modos de funcionamiento de las empresas, incluyendo en la evaluación, la incorporación de una calificadora de riesgos, como consta en el acta de sesión de la CNA del 11 de abril de 2012, cuyos métodos de evaluación para universidades son los mismos que se utilizan, por ejemplo, para corredoras de bolsa y que producen una información que puede resultar contradictoria con la generada por los pares evaluadores. Así, como ocurre con los hospitales, las grandes universidades privadas que resultan más beneficiadas en este proceso de oferta y demanda son, también, las que mejor hotelería tienen. Por otro lado, y éste es con seguridad uno de los puntos centrales en la empresarización de la enseñanza universitaria, uno de las principales focos de la calidad que se acredita está dado por lo que se llama “empleabilidad”. Se ha dicho que el concepto de calidad no es fijo y que se construye a partir de constantes tiras y afloja entre actores. Mientras para los académicos puede estar principalmente referido a los saberes, para los empresarios está más bien vinculado con las competencias que adquieren los estudiantes, esto es, con la medida en que los saberes se adecúan a sus necesidades. De ahí que la sospecha que podamos instalar desde ya es que las nociones de calidad en una sociedad neoliberal fuertemente empresarizada, tengan que ver, principalmente, con aquellas que instalan los “empleadores”. He ahí el sentido principal de lo que entendemos por lucro en la educación, que la convierte en un mecanismo de formación trabajadores a la medida de las necesidades de las empresas privadas, y deja de esa forma de referirse al bien común. Un ejemplo evidente es el aumento explosivo en la carrera de Ingeniería en Acuicultura es las universidades chilenas, a principios de la década pasada, cuyo principal norte fue desde entonces sostener profesionalmente el crecimiento de la cantidad de balsas jaulas. En esas unidades académicas, casi todas cofinanciadas por el gremio SalmónChile, aún en las universidades del Consejo de Rectores, nunca hubo espacio para los críticos de la industria ni se advirtió la crisis sanitaria que se venía encima. Por decirlo de algún modo, se formaron ingenieros agudos en las tareas del desarrollo, pero enceguecidos en advertir algo que, mirado a la distancia, resultaba evidente. Apenas un ejemplo de cómo el conocimiento ha sido capturado para favorecer la acumulación de ganancias. La lógica Capitalista del CAE La lógica que ampara el Crédito con Aval del Estado, más allá de las tasas con que se transen, es la del capital humano. Hay allí un desafío abierto para el movimiento universitario. Ciertamente, reducir la tasa de interés constituye una de los más importantes triunfos de esa lucha, porque significa un mejoramiento sustantivo de las condiciones de vida de los estudiantes y sus familias. Sin embargo, la lógica mercantil que este crédito privado expresa no está dada sólo por el hecho, sin dudas perverso, de que sea la banca privada la acreedora de la deuda de miles de estudiantes. El hecho de que los jóvenes deban endeudarse para estudiar tiene que ver principalmente con un riguroso apego de estos procedimientos a la doctrina neoliberal, que entiende que si la educación es el modo de adquisición de conocimientos concebidos como bienes de capital, entonces lo correcto es que esas adquisiciones se realicen como actividades mercantiles. Un estudiante universitario es, en esa mirada, básicamente un comprador de competencias, capacidades y habilidades que forman parte de su capital humano; capital que él podrá después transar en el mercado, ya no como asalariado, sino como un “empresario de sí mismo”. Un emprendedor, el arquetipo heroico del actual gobierno. Vistas así las cosas, ¿por qué tendría el Estado que regalar a los jóvenes estos capitales que después ellos transarán en el mercado? No hay respuesta afirmativa posible dentro de la concepción del capital humano. Si allí acceder a la universidad equivale a obtener una primera acumulación de capitales, lo lógico es que ello tenga un costo. Cuestionar este hecho implica, sin distracción alguna, salirse de los marcos del modelo neoliberal.    

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