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Semáforos: Otra tonta cosmogonía

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 25.03.2014

Edison PerezEsta nueva raza desconocía hasta hace poco sus orígenes, pero llevaba una misma motivación: desplazarse, reunirse, permanecer. Esta trilogía confluye en cada ser humano y lo alienta a movilizarse en pos de nuevas experiencias; de ahí los pueblos nómades cazadores, que lograban la presa y seguían caminando con ella en la boca. Los siguientes están representados con los que prefieren ligarse firmemente con otros, de ahí el origen del clan (aún se habla de “aclanados”); o los pasivos que eligen radicarse y hacerse agricultores… Sin embargo algunos de los movedizos prefieren quedarse rezagados; entre los sedentarios existen fugitivos; otros eligen la soledad, la lejanía. Una articulación de estilos personales y grupales siempre en transformación.

Primero fueron huellas de tierra y más tierra. Las calles fueron hechas de polvo y a medida que transitaba la gente el polvo la fue envolviendo, casi constituyéndola. De tanto repasar el polvo por los mismos lugares, se fue haciendo huella, sendero, vereda, camino. Hasta las actuales carreteras.

Los propios caminos atrajeron a más personas, y la aglomeración de gente estancada en un mismo sitio las fue aposando como en charcos. Se formaron grandes contubernios humanos donde las multitudes permanecían a veces toda la vida. Son los pueblos, las ciudades. Allí viven, pernoctan y comienzan a reproducirse como bacterias.

Fue necesario pensar en obtener la manutención diaria para sí y los más cercanos; así nacieron los oficios. Sentarse a comer requería de una superficie apropiada y otra apta para resistir el peso del cuerpo. Mesa y silla, fueron estas primeras creaciones. Como el agua estaba cada vez más lejos, se hizo necesario acarrearla, y fueron las vasijas. El carpintero y el alfarero eran considerados constructores casi tanto como los albañiles, que transformaban el espacio en habitable.

El crecimiento de las ciudades hizo del oficio de carretero una casta. El carruaje se convierte desde entonces en una especie de templo andante del que todos, cófrades confesos o displicentes, en la práctica siempre han sido devotos.

Pero el caos de las planicies y elevaciones antes de toda existencia, amenazó con volver a repetirse, esta vez, no por falta de caminos que propusieran al hombre rutas, sino por su sobreabundancia en las eminentes ciudades que a tramos, trechos o intervalos se elevaban para conquistar el cielo. En efecto, como todos iban en una y otra dirección, reculando de súbito o girando en un sentido impredecible, entrechocándose y zahiriéndose, a veces con lastimosas repercusiones, y ya al borde de la destrucción más definitiva, se provoca el milagro.

Comenzó en las grandes urbes primero, en los centros neurálgicos, para desplazarse luego a la periferia. Ciudades menores también fueron tocadas y hasta los poblados más alejados en alguna de sus esquinas principales muestran su signo.

Sus tres colores, los colores de la nueva trinidad, rectores de nuestra conducta moral que llevamos impresos en el alma, nos hacen a su imagen y semejanza. Un hermano que nos contiene en el rojo; nos previene con su amarillo y nos flanquea el paso con el verde. Esta gran verdad nos ha sido declarada: el ser humano y el semáforo somos hermanos, hijos del mismo Padre tritono que nos ha creado y que espera que frente a cada color demos los pasos apropiados.

Los maya-quiché creían que el hombre provenía del maíz (era su alimento más habitual); la mitología chilota hace del gusanito plomizo de la papa, coñipoñi, una excelente niñera mientras las madres trabajan; los antiguos eslavos creían que Perún, su dios, arrojaba piedras de trueno a la Tierra, que luego de siete años el viento las regresaba al cielo; de los griegos y sus copiones los romanos, cuyos dioses se entremezclaban con los hombres, ni hablar; una creencia mapuche sitúa a la madre del Sol y de la Luna habitando en el volcán Villarrica, la que es a diario visitada alternadamente por sus hijos; en el altiplano andino cada montículo es una deidad local (reservando los más altos a los ayllus –clanes– más ricos o numerosos); hay uno al que se adora como el Hijo de Dios; en cambio Mahoma, menos divino que aquél pero igual de poderoso, es apenas su profeta. Hay quienes se aprestan a reencarnar, como los seguidores del hinduismo, y otros a resucitar, como los cristianos, aunque poco aplicados estos últimos, tienen una confusión notable acerca de sus expectativas celestiales.

Entre uno y otro extremo (¿cuáles son los extremos?) hay un mundo de creencias más o menos disparatadas, pero ninguna siquiera se acerca a la verdad: somos semáforos vivientes, hermanos de todos los semáforos diseminados en todas las esquinas de este mundo, con los que compartimos no sé si la divinidad, pero al menos la noción de Pare, Atención, Siga, con su color asociado, aunque al lado de tamaña revelación, el color es lo de menos.

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