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Lee un extracto de «27F: Los otros damnificados», de Natalia Sánchez

Por: Vanessa Vargas Rojas | Publicado: 27.02.2015

Portada27FLosOtrosDamnificadosEste 27 de febrero se cumplen cinco años del terremoto y con posterior maremoto que afectó las zonas centro y sur del país, todavía son muchas las deudas en materia de reconstrucción y reparación, y muchas son las historias de lucha y sobrevivencia que quedan por conocer. “27F: Los otros damnificados. Crónicas de una periodista en práctica” (Ceibo Ediciones, 2014), de la periodista Natalia Sánchez Mella, relata algunas de aquellas historias, de las experiencias y reflexiones de los afectados por el desastre natural y por el sistema cívico-militar que operó en los días posteriores.

A Sánchez Mella, en el marco de su práctica profesional en el diario El Mercurio, le tocó viajar junto al recién asumido Presidente Sebastián Piñera en su recorrido por las zonas afectadas en el verano de 2010, y de ahí se deriva un listado de promesas incumplidas, pero también tuvo la ocasión de conocer y luego volver para contar historias humanas de solidaridad y resistencia, como la que compartimos en esta publicación.

El presente extracto del libro “27F: Los otros damnificados”, libro que también fue escogido por el Programa de Bibliotecas Escolares CRA, del Ministerio de Educación, para ubicar en escuelas y liceos públicos, habla de la historia de una mujer mapuche en la población Agüita de la Perdiz, en Concepción a un costado del barrio Universitario, en los días posteriores al terremoto, días que ella –paradojalmente- reconoce como “los más felices de su vida”.

El libro, de Ceibo Ediciones, se encuentra disponible para los lectores interesados en las mejores librerías del país.

 

El milagro del Agüita de la Perdiz

Ag-ita de la Perdiz_Foto de Julio Jara_Panoramio.com 82809646Cuando pisamos el terminal de buses de Concepción en octubre del año 2010, Dayenú Meza nos esperaba para recibirnos. No la conocíamos, nunca habíamos visto alguna fotografía suya, sólo sabíamos que era la pareja de Christian Fauré –nuestro compañero de periodismo-, que estudiaba sociología en la Universidad de Concepción y que, al igual que Christian, había pasado más de un mes en la cárcel de El Manzano en esa ciudad.

Un par de ojos redondos y grandes en una cara redonda y morena, una melena castaña ondulada que le caía sobre los hombros y una sonrisa sincera nos saludó, nos abrazó, nos habló como si fuéramos amigos de siempre y nos llevó hacia su casa en la población Agüita de la Perdiz.

Natalia Sánches MellaHabíamos viajado desde Santiago mis compañeros Felipe Ramírez, Rocío Silva y yo para investigar los casos de detenciones irregulares y de abusos de militares tras el terremoto de 8.8 grados Richter que sacudió al centro y sur de Chile el 27 de febrero de ese año.

El terremoto chileno recordado por la sigla 27F fue 31 veces más fuerte y liberó cerca de 178 veces más energía que el devastador terremoto ocurrido en Haití apenas un mes antes. Esa energía liberada es comparable a 100.000 bombas atómicas como la de Hiroshima. El saldo final de fallecidos se estimó en 525 y más de 2 millones de chilenos se consideraron damnificados.

Tras decretarse estado de catástrofe y toque de queda por la Presidenta Michelle Bachelet, a días de finalizar su primer periodo de mandato y entregar el Gobierno a Sebastián Piñera, cientos de personas habían sido detenidas en violentos allanamientos a sus casas. El Estado había entregado a las Fuerzas Armadas la tarea de restablecer el orden público con potestades especiales, el 1 de marzo diez mil efectivos patrullaban las calles de la Región del Biobío en nombre de la “seguridad nacional”. La policía buscaba culpables de los saqueos a las grandes cadenas de supermercados, las embotelladoras y las casas comerciales.

Los vecinos de Concepción y Talcahuano no tenían servicios básicos de agua y luz, no había comercio para abastecerse de alimentos y no habían recibido todavía ninguna ayuda por parte de las instituciones del Gobierno. Dayenú y Christian pensaban volver a Santiago junto a sus familias la tarde del 9 de marzo, pero ese día comenzó su estadía de 35 días en la cárcel de El Manzano por las botellas de agua y licores que efectivos de Fuerzas Especiales de Carabineros encontraron en la casa donde los pilló uno de los seis sismos más violentos registrados en la historia de la humanidad. En octubre de 2010 habíamos viajado a Concepción para conocer su caso y, sin saberlo, tantos otros.

Los días en la Región del Biobío alojamos en la casa de Dayenú junto a sus compañeras de hogar, Javiera y Daniela, en un pequeñísimo departamento en un cerro de la población Agüita de la Perdiz, que se tambaleaba casi como un barco al desplazarse. Dayenú caló muy hondo en mis emociones. La calidez de su sonrisa, sus ojos gigantes y su coraje con la injusticia de un mundo patriarcal y sumido en un sistema neoliberal deshumanizante se encarnaban en sus movimientos, en sus reacciones, en su forma de hablar con el mundo.

Los días en su casa fueron una historia en sí misma, un constante descubrir. Nunca podría olvidar a la Ale con olor a humo, esa mujer morena, sus cabellos negros recogidos con un pañuelo atado en la cabeza, su sonrisa sincera de dientes desordenados, el orgullo de ser mujer y ser mapuche en cada una de sus palabras. Era el día de su cumpleaños. En la pequeña casa del Agüita de la Perdiz la esperaban con una torta para cantarle y compartir. No sé bien cómo se conocieron esas mujeres; Dayenú y el resto de las chicas hablaban de la Ale como una amiga cercana.

La Ale estaba contenta con la sorpresa, visiblemente emocionada. Daniel, su hijo, era un chico de pocas palabras. Moreno, más alto que su madre, el pelo oscuro y la mirada atenta. Me sentía participando de un rito privado, celebrando el aniversario de nacimiento de una desconocida, sin saber la historia que traía a cuestas. “La Ale vivía aquí, en esta casa, cuando fue el terremoto; ella es la antigua dueña, antes que nosotras nos cambiáramos para acá”, me dijo Dayenú. De inmediato pensé en cómo se habría vivido el momento del desastre en esa construcción frágil, que crujía entera al caminar de un lado a otro, en medio de un cerro, al lado del bosque. Se lo pregunté. La respuesta inicial no pudo dejarnos más sorprendidos. “Esos días después del terremoto fueron los más felices de toda mi vida”, dijo la Ale, “de verdad que sí”, insistió ante nuestra cara de desconcierto.

El relato que inició en ese momento nos mantuvo absortos por largo rato, una historia de lecciones de vida que nos emocionó hasta las lágrimas. Ya he memorizado sus palabras de repetirlas tantas veces y en tantas partes. La reacción de los oyentes es siempre la misma, un quiebre de estructuras que conmueve lo más profundo de nuestra forma de vivir y actuar en sociedad.
La población Agüita de la Perdiz, en Concepción, se encuentra junto al Barrio Universitario. Justo detrás de la Universidad de Concepción se alza un cerro con casas humildes. El cambio es evidente: la avenida que rodea la universidad tiene casas amplias, portones, jardines, construcciones sólidas. En la medida que se sube por ese mismo camino se pierde el pavimento de la calle, la tierra se vuelve barro en los zapatos de los pobladores con las lluvias del sur. Ya no son las casas amplias con jardines, sino construcciones de materiales más ligeros, una al lado de la otra, y el paso de los años es evidente en puertas y ventanas.

En la calle principal de la población se entiende rápidamente en qué tipo de lugar uno se encuentra. Consignas contra el Gobierno y la represión militar, murales de colores y pequeños centros sociales dan cuenta de un sentimiento de izquierda marginada, de pobladores que conocen de abuso y organizan el descontento. Se ve en los rostros de los vecinos que se saludan unos a otros, en los colores de los grafitis.
Sus pobladores viven allí desde hace muchos años, montados en los cerros junto al bosque, junto al barro, y viven ahí también los estudiantes que han migrado desde otras ciudades del país para estudiar en la Universidad de Concepción, como Dayenú y las chicas. Arriendan pequeños departamentos o habitaciones de casas humildes. Son estudiantes cuyas familias han hecho un gran esfuerzo por enviarlos a otra ciudad, por ofrecerles una alternativa de futuro. En ellos tienen puestas las esperanzas del emprendimiento, porque en Chile las familias se endeudan por décadas bajo la promesa universitaria, pero no es de eso de lo que habló la Ale aquella tarde.

Después del terremoto, el desabastecimiento y los víveres en el supermercado

“Cuando fue el terremoto la gente no sabía mucho qué hacer, no teníamos luz, ni agua, tan sólo algunas mercaderías en las casas”, comenzó a contar. “Al día siguiente, alguien llegó con el rumor de que habían abierto el supermercado abajo, que estaban sacando las cosas”. Los vecinos comenzaron a mirarse sin decir nada, algunos opinaron que no se podía ir a robar, que eso no estaba bien, que no había que aprovecharse de las circunstancias; otros, por miedo, pensaron que no era conveniente, pero la Ale dijo certera que “por alimentar a mi hijo soy capaz de hacer cualquier cosa”. Y fue suficiente. Los vecinos comprendieron que no había alternativas, que la ayuda de las autoridades no llegaba y no sabían cuánto tardaría en hacerlo, si es que llegaba.

“Nos organizamos en un grupo que bajaría al supermercado, yo era la única mujer entre los designados. Agarré una mochila y partimos”. Lo que vivió una vez abajo fue algo difícil de explicar. Su misión era llevar provisiones para los vecinos de la población: conservas, agua, leche, pañales, harina, artículos de primera necesidad. Comenzó a meter algunos abarrotes en el bolso que había llevado para esos efectos, cuando uno de sus compañeros la interrumpió en su labor, “vecina, ¿qué hace con esa mochila? ¡Vaya y agarre un carro!”, le dijo. La Ale cuenta que le dio risa que no se le hubiera ocurrido antes; podían subir con los carros hasta la población. Nada era como antes, no había reglas.

“Yo miraba las estanterías llenas de cosas y estaba tan contenta, podía tomar lo que necesitábamos sin pensar en la plata. Era para todos y podíamos por primera vez tener acceso a todo sin sufrimientos. Nunca me había pasado una cosa así”, cuenta; “la gente tomaba más de lo que necesitaba, eso es verdad, pero es que el sistema nos niega todo, nos inventa el consumismo y todas esas cosas, entonces, ¿cómo los pueden juzgar?”.

La Ale se acuerda que al salir del supermercado, con el carro lleno de provisiones, pensó que hasta ahí llegaba su historia en libertad. Una camioneta grande, moderna, bonita, de vidrios polarizados oscuros se acercaba directo hacia ella. Pensó que los ratis (nombre con que se conoce a los funcionarios de la Policía de Investigaciones en Chile) se la llevaban por una vida entera de activismo por su pueblo Mapuche, pensó que de ésta no se salvaba, pero la historia fue diferente.

Un joven de unos veintitantos años se bajó del asiento del conductor, iba bien vestido, se notaba que era de una clase social diferente, acorde al auto costoso del que descendía. Caminó directo hacia ella, mirando fijo el contenido de su carro lleno de mercaderías. Sacó una billetera gorda de su bolsillo y le dijo, “¿cuánto querís por ese tarro de leche en polvo que llevas ahí, cuánto querís?”. El joven abrió su billetera y le exhibió el contenido lleno de billetes azules de 10 mil pesos y continuó su oferta. “¿20 mil, 30 mil, 50 mil, cuánto querís por el tarro de leche?”, le decía con un tono duro, con desesperación y altanería, con la seguridad de que conseguiría la leche a como diera lugar. Ella lo miró fijamente y le dijo con voz firme y sin vacilar, “si usted quiere leche para sus hijos, vaya, entre ahí –apuntando al supermercado– y róbela igual como hemos hecho nosotros. Si usted quiere leche para sus hijos, entre y sáquela, porque esta leche es para nuestros niños y aquí su plata no le sirve de nada, no vale nada. Llévese sus billetes que ahora no le sirven de nada”, sentenció y siguió la marcha con su carro hacia el cerro.

El milagro de la repartición

En las horas siguientes repartieron entre todos los vecinos el contenido de cuatro carros de supermercado, las cosas de primera necesidad. Se organizaron para hacer las comidas principales en ollas comunes, aún sin agua, ni luz. La Ale tomó algo de harina y se fue a su casa a preparar pan amasado para paliar el hambre. El aroma de la masa cocinándose en el horno empezó a inundar las calles de la población. Fue por ese olor del pan inflándose gracias a la levadura, por ese embriagador perfume del alimento de mayor consumo en Chile, que se produjo el milagro del Agüita de la Perdiz.

“De repente me di cuenta que había un niño parado en la calle, frente a la casa. Era un niño blanco, rubiecito. Le pregunté qué necesitaba, me dijo que había sentido el olor del pan y se había acercado porque tenía hambre. Ahí me di cuenta que los cuicos (personas de clase acomodada) de abajo no habían ido a robar porque eso era malo, eso era de delincuentes, y sus niños estaban muertos de hambre”, dijo la mujer mapuche. La historia no parecía cierta y lo que seguía a continuación parecía sacado de cualquier novela de realismo mágico latinoamericano. Así fue que nació la “Campaña del Kilo”.

Esa escena del niño rico pidiendo pan tocó la fibra de la Ale. Les contó a los otros vecinos lo que había sucedido, que los ricos no habían querido ir a robar, que no tenían comida y que sus hijos tenían hambre, que había que ser solidarios. Comenzaron a recolectar por cada casa un kilo de mercadería para llevar a los ricos de abajo. Pasaron puerta por puerta recolectando las donaciones y llenaron dos carros de supermercado. Con lo reunido bajaron a tocar el timbre de una de las casas bonitas del Barrio Universitario.

“Venimos a traerles comida, porque sabemos que no tienen y sus hijos tienen hambre. Es lo que recolectamos entre los vecinos de la población de arriba”, le dijeron a la señora que les abrió la puerta. La mujer estalló en llanto, no podía dar crédito a lo que estaba pasando. Comenzó a llorar sin parar, a pedirles perdón por discriminarlos, por tratarlos como a delincuentes, por haberlos mirado con desprecio y con temor durante tantos años. “¿Cómo ustedes, que son pobres, vienen a ayudarnos a nosotros?”, se preguntaba la señora casi avergonzada. “Porque la ley del pobre es ayudar al más pobre, y ustedes ahora son los necesitados”, contestó simplemente la Ale.

Lo que se produjo en los días siguientes fue la desaparición de una frontera social entre dos barrios colindantes. La diferencia económica se esfumó, la barrera de prejuicios se vino abajo. Los niños ricos del Barrio Universitario subieron las calles del cerro por primera vez, las que habían estado prohibidas desde siempre porque era peligroso. Los niños de la población paseaban en las bicicletas de los niños ricos por las avenidas pavimentadas. Las amistades que se forjaron entre personas que habían vivido durante años en un mismo lugar, separadas por las diferencias materiales, surgieron en el minuto en que todos debían alimentarse del mismo pan. Dani, el hijo de la Ale, fue de aquellos que ganó amigos nuevos en el Barrio Universitario.

El agua llegó primero al barrio de abajo y, junto con ella, los militares coparon las calles. El día jueves de aquella semana, el 4 de marzo, la Ale recuerda que bajaba a bañarse a la casa de una de las vecinas del Barrio Universitario cuando la paró un militar del Ejército. “¿No sabe que en 10 minutos hay toque de queda?”, le dijo. Ella intentó explicarle que sólo iba a una de las casas de abajo a bañarse porque les había llegado agua, que necesitaba bañarse porque llevaba días sin hacerlo, pero nada de eso le importó al uniformado, que sin escucharla en lo más mínimo la envió de vuelta por el camino hacia arriba. “Los milicos vinieron puro a estorbarnos, nunca nos ayudaron en nada, ya nos habíamos organizado, ellos vinieron a imponer su violencia”, concluye la Ale, al hablar de los días más felices de su vida.

La Ale es de aquellas personas que uno conoce en el camino y nunca sabe si volverá a verlas algún día. Desde luego ella no sabe cómo su historia, la de los vecinos del Agüita de la Perdiz, marcó a muchas personas que la han escuchado desde ese entonces. Incluso algunos chilenos residentes en Madrid desde hace años lloraron emocionados imaginando cada escena.

Un chicharreo y un eco extraño en mi teléfono móvil durante semanas fue el otro legado de la Ale. “Si me prestas el teléfono te lo van a pinchar los ‘pacos’ (carabineros), va a sonar raro un par de días, pero luego se van a dar cuenta que no les interesan tus conversaciones y te lo van a soltar, ¿no te importa?”, me preguntó, como si fuera un asunto cotidiano. “No importa”, le dije, sabía que había conocido a una persona trascendental. Nunca podría olvidar a la Ale con olor a humo, esa mujer morena, sus cabellos negros recogidos con un pañuelo atado en la cabeza.

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