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La educación no puede ser, sino mercado

Por: Rodrigo Ruiz | Publicado: 07.06.2015

Ricardo CamargoHay dos cuestiones que interesan debatir de esta expresión. Primero, aquello que la educación es o puede llegar a ser. Y, segundo, si por alguna condición histórica (que ya analizaremos), esto que la educación es (en un momento determinado) no puede ser sino mercado. No se trata de practicar un ejercicio de filosofía analítica per se, sino de proponer una cierta genealogía de los términos dominantes en los cuales ha sido vaciado el debate de la educación en Chile actual; reconocer el léxico vigente en el que un determinado saber -el saber educativo- que es al mismo tiempo poder -el poder de educar-, se ha expresado -más allá por cierto de las intenciones de sus proclamadores. Y por último, advertir un riesgo político en cierne.

Para ello, sugeriremos entender la educación no como un derecho (tesis juridicista) ni menos aún como un bien de consumo (tesis economicista), sino como un tipo de práctica de gobierno de las conductas de los individuos (tesis-dispositivo); una práctica específica y privilegiada, aunque no por cierto la única, de la “conducción de las conductas” (a decir de Michel Foucault) en la sociedad moderna y contemporánea.

Con ello buscamos distanciarnos de la mirada reduccionista en lo explicativo y de cursos políticos ingenuos o utilitaristas, que se derivan -como veremos- de las propuestas juridicistas y economicistas en boga en el debate político actual en torno del fenómeno de la educación en Chile.

Las preguntas que formularemos a partir de la tesis-dispositivo que sugerimos serán entonces las siguientes: ¿cuál es la arquitectura de una práctica educativa? y a partir de allí ¿cuál es su diseño actual?

Mirada desde su exterioridad, lo primero que se observa en una práctica educativa es una amalgama de componentes discursivos (saberes, teorías, sentidos comunes) y no discursivos (instituciones, leyes, reglamentos, autoridades, disposiciones arquitectónicas, etcétera) que se entremezclan y se articulan profusamente. Los componentes discursivos conviene observarlos como una serie de racionalidades (de gobierno) o estilos formalizados de pensamiento-teoría, cuyo eje definitorio es operacionalizar una determinada realidad, esto es, traducirla en objeto de cálculo y programación, en definitiva, de gobierno.

Las racionalidades no son -valga aclararlo- cuerpos doctrinales tradicionales, como el liberalismo y el socialismo, sino usos específicos de saberes que aprehenden y funcionalizan la realidad en que operan. De ahí que pierden el tranco aquellos analistas (habitualmente adscritos a la tesis juridicista) que buscan coherencias puramente teóricas o doctrinales, como garantías de una modificación sustancial de los regímenes institucionales que enmarcan las prácticas educativas.

Más aún, las racionalidades de gobierno se nutren de nociones, ilaciones y raciocinios provenientes de marcos doctrinales que en el nivel de la teoría abstracta son a menudo contradictorios entre sí, pero que al mismo tiempo presentan un alto grado de funcionalidad en su operatoria; son como virus adaptables a su objeto específico: producir poder y subjetividades asociadas.

Los componentes no discursivos de una práctica educativa, a su vez, configuran tecnologías de gobierno, esto es, un conjunto de métodos, herramientas, técnicas, personal, materiales y aparatos que hacen operable las racionalidades y permiten a diferentes autoridades (estatales y privadas) actuar sobre la conducta de las personas, individual y colectivamente, en tiempo presente o a distancia.

Finalmente, al calor de la articulación de saber y práctica de gobierno se constituyen las subjetividades, esto es, el modo como los individuos van configurando la experiencia de sí mismos. Ello, por cierto, ocurre a partir de la relación que gestan con un conjunto de racionalidades y tecnologías de gobierno a las que están sometidas y respecto de las cuales reaccionan o resisten.

Las racionalidades, tecnologías y subjetividades de gobierno configuran, dentro de este esquema explicativo que estamos sugiriendo, un dispositivo de conducción que está a su vez investido de principios de actuación que inscriben las prácticas educativas en una cierta teleología. Estos principios, sin embargo, valga precisarlo, no aseguran un gobierno totalmente coherente u ordenado; entre otras razones porque -como ya dijimos- los individuos sometidos a la conducción generan siempre reacción o resistencia a ella, dan lugar a nuevos derroteros dentro de las prácticas de gobierno; soliviantando o incluso desestabilizando sus dispositivos, y muchas veces inaugurando contra-prácticas regidas por racionalidades, tecnologías y subjetividades alternativas. De ahí que el gobierno de las conductas, y la educación como una práctica privilegiada de dicho gobierno, sea siempre una relación dinámica: productiva y resistida a la vez.

La teleología a la que refieren los principios de actuación significa la inscripción de la educación dentro de un determinado modo de ser[1]; un factor a menudo olvidado en los análisis “técnicos” de la educación (tanto en las tesis economicistas como juridicistas) que sólo ven variables e indicadores.

Conviene explicar este punto un poco más extensamente. Si seguimos -a manera de ilustración- los últimos trabajos publicados de Foucault y entendemos el estoicismo (en alguna dimensión al menos) como una práctica educativa, observaremos que la manera de conducir las conductas de las escuelas estoicas estaba orientada por el principio de adecuación original o estético de la vida actual a un código de existencia a la que se aspiraba arribar (la vida bella), mediante el cultivo de una serie de técnicas diarias que regían la vida cotidiana, como las referidas a la meditación, a la memorización y al examen de conciencia. El cristianismo monacal, por el contrario (que emergiera algunos siglos más tarde), a pesar de hacer uso de técnicas similares, adoptaba una racionalidad y unos principios orientadores muy distintos. Lejos de tratarse de una adecuación original o estética de la vida propia a un ideal de vida actual, lo que ahora guiaba las conductas de los monjes era una renuncia de la vida propia -un matar la vida actual- como única manera de acceder a otra vida prometida. En definitiva, si en los estoicos, de lo que se trataba era del cultivo permanente de la vida propia como una obra de arte mediante su delimitación dentro de un código ideal de conductas, en el monaquismo -con las mismas técnicas- el principio orientador era el sometimiento y renunciación de la vida mundana en pos de una nueva vida que no era de este mundo.

De allí la importancia de considerar este componente teleológico de las prácticas educativas, pues al ser las técnicas habitualmente similares en uno u otro dispositivo, la mejora o merma de “la educación” no depende en realidad principalmente de la introducción de nuevas e innovadoras metodologías, como a menudo sostienen los tecnócratas contemporáneos.[2]

Ahora bien, siguiendo esta línea de reflexión, cabría interrogarse ¿cuál sería la racionalidad y los principios de actuación que ordenan la educación moderna, esto es, aquella que acompaña a la matriz capitalista que se extiende al menos desde siglo XVIII?

En un plano general que admite, por cierto, modulaciones propias de las etapas del capitalismo y de las modificaciones de la gubernamentalidad que la guían, se puede afirmar que la práctica educativa moderna se ha constituido, desde su inicio, regida por una racionalidad de mercado. Esta tesis fuerte requiere, sin embargo, entender el mercado, no como la expresión abstracta de la mera oferta y demanda, como habitualmente se le caracteriza por los economistas neoclásicos (y por los periodistas que la reproducen abundantemente), sino de manera más amplia y compleja como el territorio central de actuación de la dinámica capitalista, esto es, de los procesos de acumulación, producción, circulación, expansión de la riqueza (o capital), o en términos de uso más corriente: de los “bienes y servicios”.

Más aún, lo que caracteriza a la racionalidad de mercado es la configuración de subjetividades inscritas dentro de una teleología productiva, funcional y utilitarista. Los economistas liberales clásicos la llamaban homo œconomicus, en una terminología ciertamente imprecisa y confusa, pues no se trata de un tipo uniforme de hombre (el hombre económico), sino de un conjunto variado, diferenciado y complejo de subjetividades que se extienden a lo largo de toda la fábrica social -desde lo privado a lo estatal-; todas ellas sin embargo ordenadas por un horizonte de inteligibilidad común que aquí hemos llamado mercado (capitalista, habría que precisar).

En tal sentido, es claro que las racionalidades, tecnologías y subjetividades que han gobernado las prácticas educativas modernas se han desplegado tanto en ámbitos estatales como privados, extendiéndose también a los vínculos e interacciones que se producen entre una y otra esfera. Incluso más, observadas las prácticas educativas modernas desde la óptica que estamos sugiriendo, la distinción público y privado -eje matricial de la discusión política en torno de la educación en el Chile actual- ha carecido siempre de relevancia analítica. Lo que no implica, por cierto, que lo “privado” y lo “público” hayan sido a menudo significadores privilegiados en la disputa política de las posturas liberales y conservadoras, de izquierdas y derechas, que han enarbolado indistintamente el discurso en defensa de la educación “pública” moderna – como hoy, por lo demás, se escucha por todo lados en la esfera política criolla. Sin embargo, desde su despliegue relacional, con acento en sus racionalidades, tecnologías, principios ordenadores y subjetividades operantes, la práctica educativa moderna ha operado siempre territorios continuos, en donde las fronteras de lo privado y lo estatal no han delimitado jurisdicciones radicalmente diferenciadas -como a menudo insisten nuestros teóricos abstractos del derecho y la política.

Más aún, si hay alguna tesis que convendría cotejar “empíricamente” en su plausibilidad, es aquella que sostiene que lo que ha variado en verdad en la práctica educativa contemporánea (a partir de la égida neoliberal, desde luego) no es dicha continuidad de lo estatal y lo privado que es coetánea al capitalismo moderno, sino el grado en que se habría acrecentado la porosidad, la promiscuidad privado-estatal en el territorio del mercado, volviendo dichas dimensiones casi indistinguibles desde la perspectiva de la gubernamentalidad.

Todo lo cual, demandaría un gobierno de la práctica educativa que hace mucho tiempo habría dejado de estar -central y exclusivamente- en manos de autoridades del estado; encontrándose más bien articulada al interior de un dispositivo más complejo que contiene por cierto componentes estatales (leyes, reglamentos, autoridades), pero que a su vez se nutre de intereses privados (no solamente lucrativos, sino también de prestigio y estatus), discursos políticos (como el referido a la defensa de la educación pública o de la libertad de elegir de los padres) y diferenciación (social e individual). Y que en todo caso, presentaría una modalidad de inscripción teleológica singular, centrada no sólo en la libre empresa como el liberalismo clásico abogaba, sino en la competencia y la gestión propia (incluyendo el factor trabajo que ahora pasa a llamarse capital humano) de todos los avatares que rodean e implican dicha competencia, como lo sostiene el neoliberalismo americano, pero también alemán.

Esta tesis de imbricación entre lo estatal y privado guiado por el modo de ser “empresario de sí mismo”, puede ilustrarse de diversas maneras. La forma más anecdótica es observando la “promiscuidad” laboral de muchas autoridades estatales que muy a menudo, tras cumplir sus funciones en el gobierno de turno, pasan rápidamente a ocupar labores de dirección (con información privilegiada) en la gestión de empresas educativas “privadas”.

Pero más estructuralmente, esta imbricación entre lo “privado” y lo “estatal” queda de manifiesto en las diversas modulaciones que adoptan las prácticas educativas, cuando ellas incluyen regímenes de educación estatal formalmente gratuitos y universales. Lejos de producirse una exclusión cualitativamente significativa (democratizadora, mesocrática, meritocrática, etc.) de un sector o porción de la sociedad de la égida del mercado -como a menudo argumentan cándidamente nuestro políticos de centro-izquierda-, lo que se configura más bien es la capacidad de adaptación del capitalismo contemporáneo que ha sabido, donde se requiere, convivir con esferas discontinuas y acotadas de “gratuidad” en la medida que sean funcionales a una lógica de ganancia de una secuencia productiva más extendida.

Es difícil encontrar ejemplos en el sistema educativo chileno donde la gratuidad no existe[3], pero en lugares donde formalmente la hay, es claro que ella convive sin dificultades mayores con mecanismos explícitos y tácitos que la buscan inscribir dentro de una lógica lucrativa mayor. Por lo demás esta forma de gobierno del mercado la vemos cotidianamente operando en otros ámbitos, por ejemplo, en las ofertas de las grandes cadenas del retail que han hecho del “lleve dos y pague uno” la mejor estrategia de ganancia, apelando a la gratuidad.

Es desde este contexto analítico cómo es posible entender que la educación moderna ha sido desde su inicio (y no sólo desde Pinochet, como sigue repitiendo parte de la intelectualidad de izquierda) una educación de mercado. Ello por cierto, no significa que el dispositivo de gobierno que rige la práctica educativa haya sido siempre regulado por el mismo régimen institucional, ni que sus tecnologías, subjetividades y principios ordenadores no se hayan modificado.

Así, por ejemplo a un régimen educativo -como el que existe hoy en Chile- ordenado por el acceso a una ganancia directa e individualizada a cambio de la prestación de un servicio educativo (“sistema de lucro y pagado”), uno podría oponer, manteniendo intacta la racionalidad de mercado, un régimen de ganancia indirecta (no cobrada directamente al estudiante) e institucionalizada, expresada mucha veces en forma de estatus, prestigio, remuneraciones estamentales[4], y dietas corporativas[5] (como de hecho se propone en la Reforma Educativa del gobierno chileno actual: “sin lucro y gratuito”).

Incluso más, desde el punto de vista de la selección, se podría oponer un sistema formalmente elitista en sus mecanismos de acceso (sistema de co-pago familiar, basado en el poder adquisitivo de las familias) a regímenes parcialmente abiertos (sistemas sin selección ni co-pago), pero aun así receptores de la segregación social en el que habitan los estudiantes y sus familias y que la reforma difícilmente modifique por sí sola; para referirme solo a las modulaciones del régimen institucional de la gubernamentalidad de la práctica educativa que hoy se discuten en el Chile actual, todas ellas inscritas dentro de la égida de mercado.

El punto, por cierto, no es argumentar que “toda la Reforma Educativa actual es maquillaje y nada en verdad cambiará”, otra tendencia de la “crítica” política contestataria, más cerca en este caso de la teología o la “miseria de la filosofía” que del análisis. Es evidente que hay diferencias entre prácticas educativas que incluyan la gratuidad y otras que la excluyan de plano. Sin embargo, es una afirmación poco rigurosa, al nivel incluso de la ilusión o ideología (socialdemócrata en este caso), sostener que la gratuidad -de algunas prácticas educativas- determinará por sí sola un cambio cualitativo de la racionalidad de mercado que rige a la educación actual.

«Los que esperan hacer de la lucha por la educación -en su versión pro esfera pública- su estrategia central de articulación política, deberían advertir que pueden estar cometiendo un error cándido, a saber: ignorar que la acción política debe trazar bien su frontera de diferenciación y por tanto de articulación».

Lo que sí inaugurará, como hemos señalado, será nuevas modulaciones de las racionalidades de mercado dominantes, también nuevas tecnologías de gobierno, por cierto nuevas subjetividades asociadas y, eventualmente dará lugar a modificaciones parciales de sus inscripciones teleológicas. Sin embargo, cabe advertir, sobre todo para los excesivamente optimistas (en el gobierno o en su periferia) o para los interesadamente alarmistas (habitualmente en la derecha y el empresariado), que el gobierno desde “lo gratuito”, desde la “caridad”, desde “lo exento”, desde “el descuento”, tiene una larga historia en la racionalidad de mercado, la que desde hace décadas ha sabido convivir (que para estos efectos significa “convivir lucrativamente”) con lo que en algún momento se presentó por la socialdemocracia europea como la gran gesta de la sociedad democrática moderna: la educación pública y gratuita para todos.

Lo que queda finalmente por hacer no es negar el valor performativo de los ideales de “otra educación”, más allá del mercado; la que no obstante no es sinónimo de un régimen de “gratuidad, sin selección ni co-pago”, como espero haya quedado, al menos, sugerido. Sin embargo, lo que sí cabe declarar enfáticamente es la crítica de lo que se avecina, a saber: la inauguración de un refinado dispositivo educacional, en donde la gratuidad relativa -bienvenida en su impacto regional específico- conllevará a no dudar un precio que habrá que aquilatar qué dimensión alcanzará: en nuevos procesos de acumulación del capital, en el surgimiento o reagrupación de castas burocráticas y/o especulativas; y más interesante aún, en las subjetividades, resistencias y modos de ser que se agiten en uno u otro sentido.

Lo que es claro, en todo caso, que -como los administradores y burócratas saben bien- en sociedades complejas, las formas contemporáneas de lucrar requieren muchas veces admitir espacios de deliberación, de gratuidad, de democracia, aunque no por una cuestión de principio, sino de mera estrategia de acumulación.

“La primera te la regalan, la segunda te la venden” es una verdad que se sabe bien, y desde hace mucho tiempo, en la anatomía del Chile actual.

Más importante aún, los que esperan hacer de la lucha por la educación -en su versión pro esfera pública- su estrategia central de articulación política, deberían advertir que pueden estar cometiendo un error cándido, a saber: ignorar que la acción política debe trazar bien su frontera de diferenciación y por tanto de articulación. Hoy en día dicha frontera está, a un dudar, más allá de la distinción público-privado y más cerca del develamiento de un dispositivo de poder que hace rato funciona en ambos mundos. Ello, si lo que se busca es acumular en pos de un nuevo horizonte de sentido y no terminar siendo acarreadores de agua del viejo modelo de acumulación hegemónico vigente en la actualidad.

www.ricardocamargobrito.com

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[1] Foucault hablaba de la teleología del sujeto moral para referirse al hecho de que “una acción moral tiende a su propio cumplimiento; pero además intenta, por medio de éste, la constitución de una conducta moral que lleve al individuo no sólo a acciones siempre conformes con ciertos valores y reglas, sino también con un determinado modo de ser, característico del sujeto moral”, FOUCAULT, Michel. Historia de la Sexualidad 2. El Uso de los Placeres. Editorial Siglo Veintiuno. Buenos Aires, Argentina, 2011. p. 34

[2] En Chile, un caso paradigmático de esta fetichización de la metodología como panacea para la resolución del “problema educativo” es encarnado por la iniciativa Educación 2020, una refinada apuesta tecnocrática. Véase su página web http://educacion2020.cl Consultada el 08.09.2014.

[3] Y en verdad nunca ha existido, ni siquiera desde la perspectiva de una criterio de universalidad moderada, más allá de lo que digan las añoranzas románticas a un pasado “aldeano” que en verdad no era más que una sociedad oligarquizada. Este sueño por retomar un sistema educativo integrado y gratuito que nunca existió, sigue alimentando las campañas políticas de los movimientos progresistas chilenos. Véase el video de la campaña “Quiero educación pública”, en: http://vimeo.com/105509531. Consultado el 08.09.2014.

[4] O como dirá el último proyecto de la Reforma Educacional chilena: “el pago de una adecuada remuneración a las personas naturales que ejerzan, de forma permanente y efectiva, funciones de administración superior en la entidad sostenedora” En: “Mineduc hace gesto al centro político y suaviza proyecto que termina con el lucro, la selección y el co-pago”. El Mostrador. En: http://www.elmostrador.cl/pais/2014/09/08/mineduc-hace-gesto-al-centro-politico-y-suaviza-proyecto-que-termina-con-el-lucro-la-seleccion-y-el-copago/ . Consultado el 8.09.2014.

[5] Como es el caso actual de muchas Universidades privadas sin fines de lucro pero que aseguran a sus directores (miembros del board) y altos directivos dietas suculentas que hacen del carácter “sin fines de lucro” de dichas instituciones un muy buen negocio para sus administradores.

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