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Opinión

¿Qué es el terrorismo?, o cómo el imperialismo contemporáneo produce guerras civiles

Por: Rodrigo Karmy Bolton | Publicado: 19.09.2016
¿Qué es el terrorismo?, o cómo el imperialismo contemporáneo produce guerras civiles guerra siria |
En este artículo, el académico de la Universidad de Chile repasa la construcción del concepto de terrorismo y cómo es que se producen las guerras actuales, a raíz del conflicto en Siria y la frágil paz que apenas duró una semana.

1.- ¿Qué es “terrorismo”? Después de cinco años de conflicto en Siria, de un precario acuerdo de “paz” (que los últimos acontecimientos se encargaron de destruir) celebrado hasta hace una semana entre los EEUU y Rusia para suspender las hostilidades y enfocar las energías en los grupos terroristas, la pregunta que planteo constituye una de las claves para comprender la deriva del conflicto. Sobre todo, cuando un conflicto de esta magnitud no se reduce a una guerra civil interna a Siria, sino que involucra de manera inmediata a diversos actores regionales e internacionales. Como he sostenido en otros textos, la característica de este conflicto es que Siria no está en guerra civil, sino que es el mundo en general el que está en guerra civil en Siria.

Siria condensa la catástrofe de nuestro tiempo, mostrando cómo el imperialismo contemporáneo funciona produciendo guerras civiles. La guerra civil, antigua figura que para los griegos era vista como una “enfermedad” de la pólis, en rigor, constituye hoy (y quizás siempre fue el recurso clave de toda empresa colonial) el último dispositivo de gestión imperial sobre las poblaciones. Si el imperialismo contemporáneo se diferencia del imperialismo del eje franco-británico es, fundamentalmente, por su carácter desterritorializante.

El nuevo imperialismo no tiene un carácter centrípeto, sino centrífugo, no funda instituciones, sino desarticula las existentes, carece de un centro articulador porque los multiplica por todo el globo y, finalmente, su modus operandi es enteramente geoeconómico antes que geopolítico. No se trata de una sustitución de lo geopolítico por lo geoeconómico, sino de su subsunción por el movimiento corporativo-financiero del capital. Más que una rivalidad inter-estatal acotada a un territorio o a un conjunto de territorios en particular, se trata de una lucha económico-financiera expandida a nivel global.

A esta luz, el ejercicio imperial contemporáneo produce a la guerra civil como última forma de gestión sobre las poblaciones, funcionando en base a tres rasgos fundamentales:

a) Descentrada en su despliegue, pues, nunca los conflictos civiles se acotan a una frontera estatal-nacional precisa, sino que siempre las difuminan en la articulación con otras fuerzas, tanto locales, regionales como globales de manera absolutamente centrífuga y en cambio permanente.

b) Económica en su racionalidad, toda vez que las diversas formas de conflicto político se dirimen en base a un modelo “corporativo-financiero” cuyo objetivo inmediato es la lucha por la apropiación del capital global. A este respecto el caso de ISIS resulta emblemático: en su mejor momento, llegó a producir 1,5 millones de barriles de petróleo diarios, antigüedades saqueadas de museos, millones de dólares robados de varios bancos iraquíes y sirios, así como también, un gran mercado de esclavos y trata de blancas.

c) Inmanente en su operación, pues la puesta en vigor de la guerra civil implica una incidencia de una técnica gubernamental orientada a incidir en la praxis misma de los pueblos, en sus modos de ser más cotidianos, tal como ocurre en la colonización israelí de Palestina donde todo su armatoste de exclusión, ocupación y segregación funciona todos los días micropolíticamente.

Así, la guerra civil deja de ser una anomalía y pasa a convertirse en un dispositivo geoeconómico de carácter global, orientado a la gestión de las poblaciones. Guerra civil que no se muestra directamente sino a la luz de la gradación de sus formas de violencia dependiendo de los contextos. Su carácter es polidimensional, de intensificación variable y de presencia permanente.

2.- El término terrorismo se ha convertido en la raison d´etre del actual dispositivo imperial. Recientemente la portavoz del ministerio de relaciones exteriores ruso Maria Zakharova mostró en su cuenta de Twitter y Facebook una foto de Ronald Reagan reunido con los líderes del movimiento talibán contestándole a Samantha Power, embajadora de los EEUU en Naciones Unidas, quien afirmó que la muerte de los sesenta y dos soldados sirios a manos de una inusitada intervención estadounidense en Deir Ezzor habría sido un “error” y que jamás EEUU apoyarían terroristas. Con la exhibción de dicha foto, Zakharova reafirma lo declarado por Vladimir Putin inmediatamente después de conocidos los hechos en Deir Ezzor: “Que los EEUU apoyan a terroristas de ISIS”. Los Rusos acusan a los norteamericanos de apoyar a terroristas, los EEUU desmienten la afirmación, señalando que jamás lo han hecho.

El problema no es sólo si estas acusaciones son verdaderas o falsas, sino qué tipo de tecnología de poder pone en juego el término terrorismo. ¿Qué dispositivos ensambla, qué formas de ejercicio bélico producen, que efectos políticos movilizan? Más allá de quien dice la verdad, lo relevante es problematizar la producción de verdad misma en la que el término terrorismo funciona como su operador: no importará tanto el “quien” es el terrorista sino cuáles son las condiciones de su producción. Hoy, la de “terrorismo” resulta la más grave acusación que alguien puede recibir en la actualidad. Todos acusan al otro de “terrorista”, de apoyarlos explícita o implícitamente, haciendo que la globalidad de los conflictos se rija por dicho término.

Parafraseando a Carl Schmitt, diremos: la decisión acerca del terrorista, es la decisión sobre el estado de excepción. Esa será nuestra fórmula. El término terrorista parece justificar todo sin argumentar nada; en su nombre pueden bombardearse miles de pueblos (lo que se repite cada vez en Gaza, o en Siria), allanar las casas de comunidades específicas (lo que sucede en Chile con las comunidades mapuche), o tomar prisioneros sin ninguna acusación ni juicio posible (son los prisioneros palestinos por el procedimiento de “detención automática” implementado por Israel o los simples “detenidos” prisioneros en Guantánamo por parte de los EEUU). Más que un simple término jurídico, el de terrorismo lleva consigo el signo de las relaciones de poder, el talante de una lucha política sin cuartel.

De hecho, el término terrorismo nació como un concepto de naturaleza política (no jurídica) en el contexto de la Revolución Francesa (Burke criticaba a los jacobinos de terroristas, Trotsky escribe su libro «Terrorismo y comunismo» en el que justificaba el uso del terror en las primeras etapas de la revolución), encontrando un proceso de judicialización posterior orientado a la “seguridad interior” de un Estado. Sin embargo, incluso cuando éste asumió una dimensión “jurídica” siempre estuvo al acecho de la decisión política que interpretaba su hecho como un acto terrorista posibilitando así la movilización de recursos orientados a destruir el elemento subversivo que atentaba gravemente contra la seguridad interior del Estado supuestamente afectado.

Así, el término terrorismo fue siempre un operador de excepción que “hacía cosas con palabras” produciendo una zona de excepción en el mismo instante en que se convocaba su nombre. En esa medida, terrorismo no puede ser visto ni sólo como una categoría jurídica claramente definida ni como un hecho que está simplemente ahí antes que se le enuncie, sino un operador excepcional, esto es, a un mecanismo que hace posible la producción de una situación de excepción que suspende al orden jurídico en favor de su misma conservación. Definido en la mayoría de las legislaciones como un agente cuya acción es susceptible de causar terror en la población, la clave de su eficacia no reside tanto en sus diversas –y esquivas- definiciones jurídicas como en que, a través del mismo, se pone en juego la excepcionalidad del poder (si fuera así ¿no podríamos calificar de terrorista a los medios de comunicación dominantes que todos los días causan terror en la población, o a las grandes potencias imperialistas que desatan el terror en cada rincón que intervienen?). Más allá de una categoría jurídica o de un hecho, terrorismo designa a un operador que funciona produciendo excepción y que, como tal, inventa al “enemigo” que combate.

3.- Pero el “enemigo” aquí presente está lejos de ser el “enemigo” de la guerra regular que definía al conflicto inter-estatal concebido por algunos pensadores modernos como Rousseau o Hobbes. La filosofía moderna está excedida por la misma soberanía que le vio nacer. “Enemigo” no designa una categoría estatal-nacional sino una categoría de carácter global que designa un lugar de exclusión radical que se opone no sólo al orden inter-estatal (la “comunidad internacional”) sino al estatuto mismo de la “humanidad”. El reverso del terrorista es la “humanidad” (identificada con el término “democracia”) y, por eso, su enfrentamiento no sólo debe estetizarle hasta convertirle en un no-humano con características monstruosas, sino que además, su combate ha de ser enteramente excepcional pues lo que está en juego es la humanidad misma del hombre. La lucha final es contra los terroristas que operan como los extraterrestres de las series de ciencias ficción. Son in-humanos que pretenden destruir la humanidad. ¿Cómo luchar contra un “terrorista” sino es concibiéndolo como una suerte de “enemigo de todos”?

El filósofo Daniel Heller-Roazen ha mostrado cómo la noción “enemigo de todos” fue acuñada por vez primera por Cicerón para abordar a un singular enemigo que, ya en esos tiempos, acechaba las costas del Imperio: los “piratas”. La piratería fue el nombre del “enemigo de todos” que, en la época medieval se reconfiguró como enemigo de la “especie humana” y que en la edad moderna terminó redefiniéndose en la forma del “enemigo de la humanidad”.
Frente a aquél, Cicerón y los juristas romanos ya destacaban la legitimidad por parte del Imperio de ejercer poderes excepcionales con el peligro, siempre presente, de parecerse ominosamente a los que atentaban su orden: si ellos carecen de razón pues son bárbaros, y nosotros les enfrentamos como ellos nos enfrentan, entonces ¿qué nos distinguirá a nosotros de ellos, quién será el humano y quién no lo será?

Contra un enemigo excepcional se pueden desatar las fuerzas excepcionales, al precio de volver indistinguible la frontera ética y política entre los “humanos” y los “no-humanos”, entre los Estados legítimos y los piratas. Cuando el estado de excepción pasa a ser la regla, la piratería deja de ser una práctica de algunos desarrollada en aguas lejanas y exentas de ley, y se convierte en el modus operandi de todos en el que se confunde el interior del exterior, el “nosotros” con el “ellos”: Brody, el héroe de guerra norteamericano caracterizado en la serie Homeland lleva al terrorista en su propio interior. El héroe de guerra que goza de los más altos honores, puede convertirse en el “enemigo de la humanidad”, en el terrorista más despreciable. Las barreras que distinguían el interior del exterior se difuminan y la piratería se convierte así en el paradigma excepcional de la guerra civil global.

4.- La guerra civil global funciona bajo la rúbrica de la “guerra contra el terrorismo”. Todos se acusan al otro de ser el terrorista como si, a través de dicha enunciación, se declarara inmediatamente el conflicto. No es necesaria la declaración formal de la guerra, basta con acusar de terrorista a alguien (un individuo, una comunidad, un Estado) para iniciar una guerra que jamás se declaró. No estamos asistiendo a ninguna guerra en sentido clásico y, sin embargo, estamos hundidos de conflictos a nivel global. Incluso, podríamos decir: la época de la guerra (es decir, la época del Estado) ha pasado y, sin embargo, no vivimos en la soñada paz perpetua de Kant, sino en la proliferación de múltiples conflictos civiles a nivel global. La derecha conservadora le llamará “choque de civilizaciones” fomentando así el racismo “culturalista” de nuevo cuño (ubicando el problema en supuestas “esencias” culturales como cuando se dice que el islam es por esencia anti-democrático) y algunas izquierdas remedarán el gesto poniendo en práctica un “republicanismo” imperial: “hay que enseñarle a los árabes el valor de la democracia, etc.)”.

Sin embargo, la clave reside en atender cómo la noción de terrorismo resulta consustancial al despliegue del conflicto entendido como una guerra civil global. Esta última funciona gracias al operador excepcional que define al terrorismo, como su motor capaz de conducir al enfrentamiento y llevar al poder de muerte a su sistemática y exterminadora consumación. Nadie declara la guerra, pero todos se acusan de terroristas para desencadenarla.

Cuando ya no es posible distinguir un interior de un exterior, el terrorista se torna invisible, vive en las sombras, camuflado en medio de los flujos permanentes de población y, como una peste que se expande silenciosamente, puede presentarse en cualquier instante y en cualquier país. Sin tiempo ni lugar, el terrorista se inviste de una espectralidad sin medida, pues, como ocurre con Brody, cualquier ciudadano podría ser potencialmente un terrorista y, a su vez, todo terrorista podrá esconderse bajo la máscara del ciudadano.

De esta forma, se configuran los contornos de un enfrentamiento de ciudadanos contra ciudadanos y, por tanto, de una guerra que no podrá sino ser “civil”. Cada ciudadano llevará el terrorista (al lobo del hombre, tal como lo designaba Hobbes) como su espectro, haciendo que este conflicto esté exento de principio y de un fin: la guerra civil no comenzó jamás, está presente antes de su presencia, pues su conflicto ha comenzado mucho antes de comenzar. En virtud de dicha espectralidad se fundan los múltiples dispositivos de seguridad y el despliegue global de la policía a nivel global, que dice “prevenir” lo que, sin embargo, ya ha estado espectralmente presente desde siempre.

La filósofa Wendy Brown advierte cómo el fenómeno de la construcción de muros a nivel global (con los dos referentes que ella indica: el muro de apartheid instalado por Israel en Palestina, y el muro que los EEUU construyó con la frontera con México) responde a la pérdida de soberanía de los Estados cuya espectralidad será la migración como fuente de “terrorismo”, al otro como un extraño capaz de atentar, ya no contra el orden jurídico en particular, sino contra una supuesta “civilización” en general. Los discursos de Trump y Netanyahu (así como los del establishment israelí en su conjunto) son exactamente los mismos: los musulmanes (sean o no palestinos) vienen a “nuestro hogar” para destruirnos, para acabar con nuestra forma de vida. Para evitar la llegada de tamaños terroristas será preciso construir un muro.

La guerra civil global encuentra en el término terrorismo su motor: en 2011, Bashar Al Assad declaró a los manifestantes de las revueltas árabes en Siria, terroristas y, con ello, aplastó a las revueltas circunscribiéndolas al nuevo escenario bélico que vio confirmada su táctica con la inmediata llegada de ISIS, Al Qaeda y el frente Al Nusra, instigados por el afán hegemónico saudí, israelí y norteamericano. Todos acusan al otro de terrorismo y todos los ciudadanos les combaten como terroristas. Porque ¿qué es el terrorismo? Un operador excepcional. Entre otras cosas, la guerra civil global, como forma última de gestión sobre las poblaciones, no consistirá sino en la reproductibilidad técnica del terrorismo como su dispositivo fundamental.

Rodrigo Karmy Bolton