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Opinión

El Museo de la Democracia y las memorias de la transición

Por: Loreto López | Publicado: 27.07.2017
Tal vez, al contrario de lo que promueven los emprendedores de esta iniciativa, llevar las políticas de los acuerdos al Museo supone dar por muerta y agotada esta manera de hacer política, que se mostrará como un objeto de exhibición.

Recientemente, asesores de la campaña presidencial de Sebastián Piñera han anunciado la intención de construir un Museo de la Democracia, con el fin de destacar y dar a conocer el legado de la experiencia transicional chilena que, una vez finalizada la dictadura cívico-militar, llevó al país por la senda del “consenso y la unidad”, que de acuerdo a esta iniciativa serían claves para la democratización.

Según dicen, este es un legado del cual la Nueva Mayoría ha renegado, por lo que Piñera y su sector han asumido la tarea de reivindicarlo y hacerlo suyo.

Aquí nos encontramos ante un excelente y vívido ejemplo de construcción de memoria sobre nuestro pasado reciente, que alcanza dimensiones patrimoniales: hay un valioso legado, unos herederos y algo que conservar (en un museo). Y de paso, ya no se podrá seguir debatiendo sobre el fin de la transición, pues seguramente el museo se encargará de darle solución a ese debate al ponerle fechas al asunto.

Esta recuperación de la transición por medio de la memoria no es algo que surja ahora, viene emergiendo con mayor fuerza desde el 2011 en adelante, cuando el movimiento estudiantil junto a otros sectores comenzaron a revisar la década de los ’90 con una mirada crítica, en la cual además se advierte una nueva concepción del daño causado por la dictadura. Se trata de memorias en las que el foco no está puesto en las violaciones a los derechos humanos, sino en las reformas estructurales y la implantación del modelo neoliberal, el que no sólo no fue desmantelado por la transición, sino que en varios casos profundizado.

Como bien señala el último Informe de Desarrollo Humano en Chile (2015), titulado “Los tiempos de la politización”, en el actual proceso de politización es posible identificar dos concepciones dominantes sobre nuestro pasado reciente. La primera considera que la política de los acuerdos que se produjo luego de la dictadura ha sido beneficiosa para Chile y por lo tanto deberían mantenerse sus dispositivos institucionales y la dinámica de los consensos -que se reflejarían en el posible Museo-. Una segunda concepción concibe la violencia del pasado como causante de los problemas actuales, y entiende que la continuidad de las acciones impuestas representa un obstáculo para su presente y futuro. Esta última visión afirma que la transformación del presente supone la superación del pasado, a través del cambio radical de los dispositivos institucionales vigentes.

Es obvio que, en esta disputa por las versiones legítimas del pasado reciente, un Museo como el propuesto pretende producir un desequilibrio de las fuerzas expresadas en estas visiones.

Como se ve, no resulta tan simple abordar el recuerdo de la transición, y el debate sobre su valor no está cerrado. No estamos en un contexto como el que dio origen al Museo de la Memoria y los Derechos Humanos, el cual se erigió luego de dos informes de verdad, la suscripción por parte del Estado de distintas normas internacionales y la aceptación de la ética de los derechos humanos como base para la convivencia democrática. Pareciera que el Museo de la Democracia intentara el mismo gesto pero con el consenso, el que se quiere enaltecer también como fundamento de la convivencia democrática. ¿Dará para tanto? Es un poco tarde para esto, un museo no va a recuperar lo que ya se ha puesto en duda: el beneficio de la política de los acuerdos que, para algunos analistas, en la situación actual resulta dañina en tanto se perpetuó más allá de las circunstancias que la requirieron.

En todo caso, suponer que el “éxito” de la transición descansó únicamente en el consenso y que los acuerdos alcanzados se basan en la disposición de los distintos sectores a colaborar en ellos, es desconocer la intervención de la violencia como amenaza ante los intentos por transformar la obra de la dictadura o expresar el desencanto y la disidencia. Esto porque el dictador controlaba a las tropas o porque el propio Estado democrático promovía el miedo o desalentaba la acción de quienes no se daban por satisfechos con esa situación y las limitaciones impuestas a la transición.

El debate por el posible Museo de la Democracia es el debate por las memorias de la transición, y por el protagonismo que han asumido las nuevas generaciones en la interpretación del pasado y la transformación del presente. Y tal vez, al contrario de lo que promueven los emprendedores de esta iniciativa, llevar las políticas de los acuerdos al Museo supone dar por muerta y agotada esta manera de hacer política, que se exhibirá como un objeto de museo.

Loreto López