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Opinión

«Un bello sol interior»: El lenguaje del amor

Por: Ivana Peric M. | Publicado: 02.01.2018
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En «Un bello sol interior» (2017) nos muestra un trozo de vida de Isabelle, artista visual que bordea los cincuenta años y que se embarca en sucesivas relaciones amorosas cuyo único denominador común es que por las noches la hacen llorar. El modo en que vemos pasar una tras otra es singular pues parecen no alcanzar a constituirse jamás como historias biográficamente relevantes; Denis no nos muestra cuál es el origen, la duración, o el término de cada una de ellas.

En 1980 Jorge Luis Borges da una entrevista en el programa español “A fondo” en la que se dirige al entrevistador con una sencillez sorprendente diciéndole, como si estuviera respondiendo a quien le pregunta qué hora es, que la gran diferencia entre la amistad y el amor se halla en su relación con la frecuencia y la confidencia. Reconoce que tiene amigos íntimos a los que ve solo cuatro veces al año y de los que se ha enterado que se han casado tiempo después de que pronunciaran casi de memoria el famoso “sí, acepto”. En cambio, cree que si le llegara a ocultar algo a su pareja o pasaran días sin encontrarse con ella bien harían en sindicarlo de traidor.

El mismo año en que Borges ofrece dicha memorable entrevista muere atropellado Roland Barthes quien escribiera, entre muchos otros, el célebre Fragmentos de un discurso amoroso (1977). En él juega con los bordes de las palabras que se reunirían esquivamente bajo lo que sería el lenguaje del amor. Como si fuera un entomólogo exhibe lo que él llama las diferentes figuras de las que sería presa el enamorado: retazos de idas y venidas resultantes del capricho de situaciones ínfimas. Como si nos forzara a acompañarlo en una cacería de algo tan desconocido y a la vez familiar como lo es el Chupacabras, nos ofrece uno tras otro pequeños ejercicios que subvierten los lugares comunes por los que deambularía cualquier enamorado como si con ellos pudiera indirectamente mostrarnos lo que es el amor.

Dicha suma de fragmentos que escapan a cualquier índice de totalidad es la base sobre la cual Claire Denis, ayudada por una escritora francesa reconocida por su novela sobre el incesto, produce su nueva entrega. En Un bello sol interior (2017) nos muestra un trozo de vida de Isabelle, artista visual que bordea los cincuenta años y que se embarca en sucesivas relaciones amorosas cuyo único denominador común es que por las noches la hacen llorar. El modo en que vemos pasar una tras otra es singular pues parecen no alcanzar a constituirse jamás como historias biográficamente relevantes; Denis no nos muestra cuál es el origen, la duración, o el término de cada una de ellas. Todavía más, sólo sabemos que son intentos de relaciones una vez que logramos reconocer en alguna frase de alguna conversación de Isabelle con el otro o consigo misma aquellas figuras que Barthes identifica como parte del discurso amoroso. Y entonces lo que Denis nos muestra no es un recuento cronológicamente dispuesto de relaciones que sostiene una mujer de mediana edad, sino que los estados por los que transita una mujer de mediana edad en su relación esquiva con el amor.

El desafío que Denis decidió por encargo enfrentar es por lo tanto mayúsculo. No sólo porque en principio basar un filme en un texto no es igual que poner en la boca de los personajes las frases que operan como referencia, sino porque en este caso el texto de Barthes tiene la particularidad de estar construido por notables imágenes que al mostrarse fragmentariamente dan cuenta de la indecibilidad subyacente en el concepto de amor. Denis lo resuelve en un modo que es original en contraste con la propuesta cinematográfica a la que nos tiene acostumbrados; la línea que cruza el filme puede ser reducida a una sucesión de primeros planos de rostros cuya duración es la del discurso pronunciado por el personaje cuyo rostro ocupa el plano. Discurso que como se puede imaginar está siempre vinculado a las relaciones de Isabelle, como si todo lo que se tratara del amor tuviera que ser dicho, como si las palabras se vieran obligadas a suplantar lo que aquellos rostros no pueden. Rostros que entonces se encuentra presos de la imposibilidad de soportarse a sí mismos, de sostenerse en su propia expresividad. Lo cual parece ser exactamente lo contrario a la operación de Barthes cuando por la vía de manosear las palabras circundantes muestra la inasibilidad definitiva del concepto de amor.

Sin perjuicio de lo anterior, cabe notar que no es causal que Denis haya elegido hacer eco de los Fragmentos en el cuerpo de una mujer de cincuenta años. No sólo porque es su modo de continuar con su proyecto que algunos consideran como el gran representante del cine feminista, sino porque parece ser su manera, aunque un tanto literal, de entender lo que dice Barthes con que Históricamente, el discurso de la ausencia lo pronuncia la Mujer; la Mujer es sedentaria, el Hombre es cazador, viajero; la Mujer es fiel (espera), el Hombre es rondador (navega, rúa). Es la Mujer quien da forma a la ausencia, quien elabora su ficción, puesto que tiene el tiempo para ello; teje y canta; las Hilanderas, los Cantos de tejedoras dicen a la vez inmovilidad (por el ronroneo del Torno de hilar) y la ausencia (a lo lejos, ritmos de viaje, marejadas, cabalgatas). Se sigue de ello que en todo hombre que dice la ausencia de otro, lo femenino se declara: este hombre que espera y que sufre, está milagrosamente feminizado. Un hombre no está feminizado porque sea invertido, sino por estar enamorado. (Mito y utopía: el origen ha pertenecido, el porvenir pertenecerá a los sujetos en quienes existe lo femenino).

Vale destacar la cuota de humor que Denis le imprime al filme, como si con eso quisiera decir que no hay otra forma de mostrar la relación esquiva de Isabelle con la frecuencia que, siguiendo a Borges, demandarían los vínculos amorosos que a través de dosis calculadas de humor que no hacen otra cosa que subvertir los lugares comunes a los que nos tienen acostumbrados quienes excepcionalmente se atreven a referirse a dicho registro.

Quizá por eso la mejor escena del filme es justamente la que le da término. Ahí aparece por vez primera un hombre interpretado por un corpulento Gerard Depardieu que, tras ser protagonista de la típica escena de telenovela de ruptura en un auto, conversa en tono de gurú espiritual con una Isabelle que busca tranquilidad en la fórmula de las predicciones. La conversación avanza en círculos, él sugiriendo que aparecerá en la vida de ella un hombre que describe como si de él se tratara, ella consultándole por este o aquel hombre con los que la vimos sostener algún tipo de contacto amoroso sin darse por enterada de la osada sugerencia. Y de pronto, acompañando los extensos minutos en los que se extiende la conversación, aparecen atravesando sus rostros los créditos que nos recuerdan de la imposibilidad de clausura sobre la que está constituida el lenguaje del amor.

Ivana Peric M.